EL CAMINO DE LA FE NO ES UN PASEO, SINO EXIGENTE Y ARDUO: ÁNGELUS DEL 29/06/2022

Una Plaza de San Pedro repleta de fieles y peregrinos, pero sobre todo de romanos de fiesta en la Solemnidad de sus patronos, los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Tras la Santa Misa, celebrada en la Basílica en una Solemnidad que es también ocasión para la entrega del palio episcopal a los nuevos Arzobispos Metropolitanos del mundo, el Pontífice recordó este 29 de junio que para adherir plenamente al Evangelio es necesario un tiempo de maduración de la fe, de aprendizaje y humildad que los santos patronos de Roma superaron con su testimonio, incluso hasta la muerte en la cruz como San Pedro. Reproducimos a continuación, el texto de su alocución, traducido del italiano:

¡Queridos hermanos y hermanas!

El Evangelio de la Liturgia de hoy, Solemnidad de los Santos Patronos de Roma, relata las palabras que Pedro dirige a Jesús: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Es una profesión de fe, que Pedro pronuncia no con base en su comprensión humana, sino porque Dios Padre se la inspiró (cf. v. 17). Para el pescador Simón, llamado Pedro, fue el comienzo de un camino: tendrá, en efecto, que pasar mucho tiempo antes de que el alcance de esas palabras entre profundamente en su vida, involucrándola por completo. Hay un “aprendizaje” de la fe, que afectó también a los apóstoles Pedro y Pablo, similar al de cada uno de nosotros. También nosotros creemos que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, pero hacen falta tiempo, paciencia y mucha humildad para que nuestra forma de pensar y actuar se adhiera plenamente al Evangelio.

Esto, el apóstol Pedro lo experimentó inmediatamente. Justo después de haber declarado a Jesús su fe, cuando Él le anuncia que tendrá que sufrir y ser condenado a muerte, rechaza esta perspectiva, que considera incompatible con el Mesías. Se siente incluso obligado a reprender al Maestro, que a su vez le apostrofa: «¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no piensas según Dios, sino según los hombres» ( v. 23).

Pensemos en ello: ¿no nos ocurre lo mismo también a nosotros? Repetimos el Credo, lo decimos con fe; pero ante las duras pruebas de la vida, parece que todo se tambalea. Nos sentimos inclinados a protestar ante el Señor, diciéndole que no es justo, que debe haber otros caminos, más rectos, menos fatigosos. Vivimos la laceración del creyente, que cree en Jesús, confía en Él; pero al mismo tiempo siente que es difícil seguirle y es tentado a buscar caminos distintos a los del Maestro. San Pedro vivió este drama interior, y necesitó tiempo y maduración. Al principio se horrorizaba ante el pensamiento de la cruz; pero al final de la vida dio testimonio del Señor con valentía, hasta el punto de hacerse crucificar —según la tradición— con la cabeza hacia abajo, para no ser igual al Maestro.

También el apóstol Pablo tiene su propio recorrido, también él pasó por una lenta maduración de la fe, experimentando momentos de incertidumbre y duda. La aparición del Resucitado en el camino de Damasco, que de perseguidor le hizo cristiano, debe verse como el inicio de un recorrido durante el cual el Apóstol se enfrentó a las crisis, los fracasos y los continuos tormentos de lo que él llama una “espina en la carne” (cf. 2 Cor 12,7). El camino de la fe nunca es un paseo, para nadie, ni para Pedro ni para Pablo, para ningún cristiano. El camino de la fe no es un paseo, sino que es exigente, a veces arduo: incluso Pablo, convertido en cristiano, deben aprender a serlo hasta el fondo gradualmente, sobre todo en los momentos de prueba.

A la luz de esta experiencia de los santos apóstoles Pedro y Pablo, cada uno de nosotros puede preguntarse: cuando profeso mi fe en Jesucristo, el Hijo de Dios, ¿lo hago con la conciencia de que siempre debo aprender, o presumo que “ya lo tengo todo resuelto”? Y una vez más: en las dificultades y pruebas, ¿me desanimo, me quejo, o aprendo a hacer de ellas ocasión para crecer en la confianza en el Señor? Él de hecho —escribe Pablo a Timoteo—nos libra de todo mal y nos lleva a salvo al cielo (cf. 2 Tim 4, 18). Que la Virgen María, Reina de los Apóstoles, nos enseñe a imitarlos avanzando día a día por el camino de la fe.

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