POR LA FE MARÍA ESPERÓ CONTRA TODA ESPERANZA: SEGUNDO SERMÓN DE ADVIENTO DEL PREDICADOR DE LA CASA PONTIFICIA (22/12/2023)

Por la mañana de este 22 de diciembre, el Cardenal Raniero Cantalamessa, ofmcap., Predicador de la Casa Pontificia, se dirigió en el Aula Pablo VI al Papa Francisco y los miembros de la Curia Romana para ofrecerles su Segunda Predicación de Adviento. Después de haber presentado, el viernes pasado, la figura del precursor Juan Bautista, hoy el purpurado capuchino invitó a dejarnos llevar de la mano por la Madre de Jesús para “entrar” en el Misterio de la Navidad. En este sentido la historia de la Anunciación, señaló el Predicador, nos recuerda cómo María concibió y dio a luz a Cristo y cómo nosotros también podemos concebirlo y darlo a luz por la fe. Reproducimos a continuación el texto completo de su predicación, traducida del italiano:

¡Bienaventurada aquélla que ha creído!

Después del Precursor Juan Bautista, hoy nos dejamos tomar de la mano por la Madre de Jesús para “entrar” en el misterio de la Navidad. En el Evangelio del pasado Domingo, el Cuarto de Adviento, escuchamos el relato de la Anunciación. Éste nos recuerda cómo María concibió y dio a luz a Cristo y cómo podemos concebirlo y darlo a luz nosotros, ¡es decir a través de la fe! Refiriéndose a este momento, Isabel, exclamará al respecto: “Bienaventurada aquélla que ha creído” (Lc 1, 45).

Se ha repetido, desafortunadamente, acerca de la fe de María, lo que ya había ocurrido con la persona de Jesús. Como los herejes arrianos buscaban cualquier pretexto para poner en duda la plena divinidad de Cristo, para quitarles cualquier punto de apoyo, los Padres dieron a veces una explicación “pedagógica” de todos aquellos textos del Evangelio que parecían admitir un progreso de Jesús en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la obediencia a ésta. Uno de aquellos textos era el de la Carta a los Hebreos según el cual Jesús “aprendió la obediencia de las cosas que padeció” (Heb 5, 8); otro, la oración de Jesús en Getsemaní. En Jesús, todo debía estar dado y perfecto desde el principio. Como buenos griegos, pensaban que el devenir de las cosas no puede incidir en el ser de las cosas.

Algo similar, decía, se repitió, tácitamente, para la fe de María. Se daba por hecho que ella habría realizado su acto de fe en el momento de la Anunciación y que en él habría permanecido estable para toda la vida, como quien, con su voz, alcanzado con un impulso la nota más aguda y la mantiene después sin interrupciones por todo el resto del canto. Se daba una explicación tranquilizadora de todas las palabras que parecían decir lo contrario.

El don que el Espíritu Santo hizo a la Iglesia, con la renovación de la Mariología, ha sido el descubrimiento de una dimensión nueva de la fe de María. La Madre de Dios – afirmó el Concilio Vaticano – “en la peregrinación de la fe” (LG, 58). No creyó una vez y para siempre, sino que caminó en la fe y avanzó en ella. La afirmación fue retomada y hecha más explícita por San Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris Mater:

Las palabras de Isabel: “Y bienaventurada aquella que ha creído” no se aplican sólo a aquel particular momento de la Anunciación. Ciertamente ésta representa el momento culminante de la fe de María en espera de Cristo, pero también es el punto de partida, desde el cual comienza todo su itinerario hacia Dios, todo su camino de fe (RM, 14).

En este camino María llegó, escribía el Papa, hasta la “noche de la fe” (RM, 18). Son conocidas y a menudo repetidas las palabras de San Agustín acerca de la fe de María:

“La Virgen María parió creyendo, a aquel que había concebido creyendo” (“quem credendo peperit, credendo concepit”)... [1] Después de que el ángel le había hablado, ella, llena de fe, concibiendo a Cristo primero en el corazón que hay en el vientre, respondió: “Heme aquí, soy la sierva del Señor, que ocurra en mí según tu palabra”.

Debemos completar la lista con aquello que ocurre después de la Anunciación y la Navidad: por fe María presentó al Niño en el templo, por fe lo siguió, manteniéndose a un lado, en su vida pública, por fe estuvo bajo la cruz, por fe esperó su resurrección.

Reflexionemos sobre algunos momentos del camino de fe de la Madre de Dios. Existen hechos aparentemente contrastantes que María confronta dentro de sí, sin comprender. ¡Es “el Hijo de Dios” y yace en un pesebre! Ella conserva todo en su corazón y deja que fermente en la espera. ¡Escuchará la profecía de Simeón y pronto se dará cuenta de cuan real es! Todos los altos y bajos de la vida de su hijo, todas las incomprensiones, las continuas deserciones a su alrededor, tuvieron una profunda repercusión en su corazón de Madre. Comienza a tener experiencia dolorosa de ellas cuando Jesús se pierde en el templo: “Les dijo: ¿por qué me buscaban? ¿No sabían que debo ocuparme de las cosas de mi Padre? Pero ellos no comprendieron lo que les había dicho” (Lc 2, 49-50).

Finalmente está la cruz. Está allí, impotente ante el martirio de su hijo, pero acepta en el amor. ¡Es una réplica del drama de Abraham, pero inmensamente más exigente! Con Abraham Dios se detiene en el último momento, con ella no. Acepta que su hijo sea inmolado, lo entrega al Padre, con el corazón destrozado, pero de pie, fuerte en su fe inquebrantable. Es aquí donde la voz de María toca la nota más alta. De María se debe decir con mucha mayor razón lo que el Apóstol dice de Abraham: María creyó, esperando contra toda esperanza, y así se convirtió en Madre de muchos pueblos (Rom 4, 18). Hubo un tiempo en el que la grandeza de María era vista sobre todo en los privilegios que competían para multiplicarse, con el resultado de distanciarla, en lugar de “asociarla”, a Cristo, el cual se había hecho “en todo similar a nosotros”, nada excluido, ni siquiera la tentación, sino sólo el pecado. El Concilio nos ha orientado para ver su grandeza sobre todo en su fe, esperanza y caridad. Dice la Lumen gentium:

Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo que muere en la cruz, ella cooperó de manera totalmente especial en la obra del Salvador, con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, para restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por ello ella se ha convertido para nosotros en Madre en el orden de la gracia (LG, 61).

“¡Creamos también nosotros!”

La renovación de la mariología operada por el Vaticano II debe mucho (quizá lo esencial) a San Agustín. Fue su autoridad la que impulsó a algunos teólogos y después a la asamblea conciliar a insertar el discurso sobre María al interior de la Constitución sobre la Iglesia, la Lumen gentium, en lugar de hacer sobre ella un discurso aparte. Partiendo del principio de que “el todo es superior a una parte”, Agustín había escrito:

Santa es María, bienaventurada es María, pero más importante es la Iglesia que la Virgen María. ¿Por qué? Porque María es una parte de la Iglesia, un miembro santo, excelente, superior a todos los demás, más sin embargo un miembro de todo el cuerpo. Si es un miembro de todo el cuerpo, sin duda más importante que un miembro es el cuerpo [2].

Ahora es el mismo San Agustín quien nos sugiere, la resolución que hay que tomar después de haber recorrido en breves fragmentos el camino de fe de la Madre de Dios. Al final de su discurso sobre la fe de María, él dirige a sus escuchas una vibrante exhortación que es válida también para nosotros: “María creyó, y en ella eso que creyó se hizo realidad. ¡Creamos también nosotros, para que aquello que se hizo realidad en ella puede beneficiarnos también a nosotros!” [3].

El cuarto centenario del nacimiento de Blaise Pascal – que el Santo Padre quiso recordar a la iglesia con su carta apostólica del 19 de junio pasado – nos ayuda a dar un contenido actual a la exhortación: “Creamos también nosotros”. Entre los “Pensamientos” más famosos de Pascal está el siguiente: Le coeur a ses raisons que la raison ne connaît point. Il cuore ha le sue ragioni che la ragione non conosce […]C’est le coeur qui sent Dieu et non la raison. [4] El corazón, y no la razón, escucha a Dios. Esto es lo que es la fe: Dios ha escuchado por el corazón y no por la razón.

Esta afirmación es ardiente, pero tiene el más autorizado fundamento posible, ¡el de la Sagrada Escritura! El apóstol Pablo conoce y usa a menudo la palabra nous, que corresponde al moderno concepto de mente, inteligencia o razón; pero, hablando de la fe, no dice “mente creditur”, con la mente se cree, dice corde creditur (kardia gar pisteùetai), con el corazón se cree (Rom 10, 19).

Dios “es escuchado por el corazón y no por la razón”, como dice Pascal, por el simple motivo de que “Dios es amor” y el amor no se percibe con el intelecto, sino con el corazón. Es verdad que Dios es también verdad (“Dios es luz”, escribe Juan en su Primera Carta) y la verdad se percibe con el intelecto; pero mientras el amor supone el conocimiento, el conocimiento no supone necesariamente al amor. ¡No se puede amar sin conocer, pero se puede conocer sin amar! Lo sabe bien una civilización como la nuestra, orgullosa de haber inventado la inteligencia artificial, pero tan pobre en amor y compasión.

No son, desafortunadamente, “las razones del corazón” de Pascal las que han moldeado el pensar laico y teológico de los últimos tres siglos, sino más bien el “pienso, luego existo” (cogito ergo sum) de su compatriota Cartesio, aún contra la intención de este último que era y siguió siendo siempre un piadoso cristiano y un creyente. (Recuerdo haber leído su nombre en la lista de peregrinos famosos en el santuario de la Virgen de Loreto).

La consecuencia ha sido que el racionalismo ha dominado y dictado leyes, antes de llegar al nihilismo actual. Todos los discursos y debates que se realizan, incluso hoy, se enfocan sobre “Fe y Razón”, nunca, que yo sepa, sobre “Fe y corazón”, o “Fe y voluntad”. El mismo Pascal, sin embargo, en otro pensamiento suyo, dice que la fe es bastante clara para quien quiere creer, y bastante oscura para quien no quiere creer [5]. Esa, en otras palabras, es una cuestión de voluntad, más que de razón e intelecto.

Quisiera, en este punto, mencionar una segunda lección que nos dejó Pascal y que el Santo Padre pone fuertemente a la luz en su Carta Apostólica: la centralidad de Cristo para la fe cristiana: “Conocemos a Dios – escribe el filósofo – solo por medio de Jesucristo. Sin este mediador está excluida toda comunicación con Dios” [6]. En el llamado Memorial, eco de una memorable noche de luz, él exclama: “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, no de los filósofos y los doctos... Se le encuentra solamente por los caminos enseñados por el Evangelio”.

Pascal es a menudo citado a propósito del “riesgo calculado”, o de la apuesta ventajosa. En la incertidumbre, escribe, aposté por la existencia de Dios, porque “si ganas has ganado todo, si pierdes, no has perdido nada”: “Si vous gagnez, vous gagnez tout ; si vous perdez, vous ne perdez rien” [7]. Pero el verdadero riesgo de la fe – él también lo sabe – es otro: es el de poner entre paréntesis a Jesucristo. ¡Un riesgo antiguo! Pensemos de nuevo en lo que ocurrió en Atenas, en ocasión del memorable discurso pronunciado por el apóstol Pablo en el Areópago (Hch 17, 16-33).

El Apóstol comienza hablando del Dios único que ha creado el universo y del cual “nosotros somos su progenie”. Los presentes captan la alusión al verso de un poeta suyo y lo siguen con atención. Pero he aquí que Pablo llega al punto. Habla de un hombre al que Dios ha designado como juez universal, dándonos prueba de ello al resucitarlo de los muertos. ¡Terminó el encanto! “Cuando escucharon hablar de resurrección de los muertos, algunos se burlaban de él, otros decían: Sobre esto te escucharemos en otra ocasión” (Hch 17, 32).

¿Qué les molestó tanto? Es verdad, la idea de la resurrección de los muertos, tan contraria a lo que, en el mismo lugar, había enseñado Platón: el cuerpo es “la tumba del alma”, no vale la pena, por ello, llevárselo incluso después de la muerte. Pero quizá aún más los desconcertó el hecho de hacer depender el destino de la humanidad de un solo evento histórico y de un hombre concreto. Un siglo después, el filósofo platónico Celso lanzará en la cara a los cristianos los motivos del escándalo de los griegos: “¿Hijo de Dios un hombre que vivió hace pocos años? ¿Uno de ayer o antier? ¿Un hombre nacido en un pueblo de judea de una pobre hilandera?” [8].

El verdadero riesgo de la fe es el de escandalizarse de la humanidad y humildad de Cristo. Fue el mayor escollo que agustino tuvo que superar para unirse a la fe: “No siendo humilde, no lograba aceptar como mi Dios al humilde Jesús”, escribe en las Confesiones [9]. Jesús había hablado de la posibilidad de “escandalizarse” de él, con el motivo de su distancia de la idea de que los hombres se habían hecho a sí mismos el Mesías, y había concluido diciendo: “Bienaventurado aquél que no encuentra en mí motivo de escándalo” (Mt 11, 2-6).

El escándalo es hoy menos ostentado que el de los areopagitas, pero no menos presente entre los intelectuales. El efecto – más dañino que el rechazo – es el silencio sobre él. He seguido, en internet, muchos debates de alto nivel sobre la existencia o no de Dios: casi nunca en ellos es pronunciado el nombre de Jesucristo. ¡Como si Él no entrara en el discurso sobre Dios!

Debe ser éste nuestro compromiso principal en el esfuerzo por la evangelización. El mundo y sus medios – decía en otra ocasión en este mismo lugar – hacen todo lo posible (¡y desafortunadamente lo logran!) por mantener separado, o silenciado, el nombre de Cristo en todo su discurso sobre la Iglesia. Nosotros debemos hacer todo lo posible por mantenerlo obstinadamente presente. No para ocultarnos detrás de él y callar nuestras fallas, sino porque es él “la luz de las gentes”, el “nombre que está sobre todo nombre”, “la piedra angular” del mundo y de la historia.

¡Volver al corazón!

Volvamos, para terminar, a la palabra de Pascal sobre Dios al que “se escucha con el corazón”. Ya no para hacerla objeto de consideraciones históricas y teológicas, sino personales y prácticas. Pascal fue un ferviente discípulo de San Agustín, hasta, desafortunadamente, compartir con él también algunos excesos y errores, como aquel, lanzado de nuevo por los Jansenistas, de la doble predestinación divina, a la gloria o a la condenación. También el llamado de Pascal al corazón afectado (positivamente, esta ocasión) por la influencia del doctor de Hipona. Comentando el versículo de Isaías: “Vuélvanse, pecadores, al corazón (redite, praevaricatores ad cor)” (Is 46, 8, Vulgata), en un discurso al pueblo San Agustín decía:

¡Entren de nuevo en su corazón!... Entren de nuevo de su vagabundear que los ha llevado fuera del camino; regresen al Señor. Él está cerca. Primero entra de nuevo en tu corazón, tú que te has vuelto extranjero a ti mismo, a fuerza de vagabundear fuera: ¡ya no te conoces a ti mismo y buscas a aquel que te ha creado! Vuelve, vuelve al corazón, sepárate del cuerpo... Entra de nuevo en el corazón: allí examina aquello que quizá percibes de Dios, porque ahí se encuentra la imagen de Dios; en la interioridad del hombre habita Cristo [10].

El hombre envía sus sondas hasta la periferia del sistema solar y más allá, pero ignora lo que ocurre a pocos miles de metros bajo la corteza terrestre, de ahí la dificultad de prevenir los terremotos. Es una imagen de lo que ocurre también en el ámbito del espíritu, en nuestra propia vida. Vivimos todos proyectados hacia el exterior, hacia lo que ocurre alrededor de nosotros, sin poner atención en lo que ocurre dentro de nosotros. El silencio da miedo.

Greccio 1223

En la Navidad de este año se celebra el octavo centenario de la primera realización del Nacimiento en Greccio. Es el primero de tres centenarios franciscanos, a éste seguirá, en 2024, el de los Estigmas del santo y, en 2026, el de su muerte. También esta circunstancia nos puede ayudar a volver al corazón. Su primer biógrafo, Tomás de Celano, relata las palabras con las que el Poverello, explicaba su iniciativa: “Quisiera, decía, representar al Niño nacido en Belén, y de alguna manera ver con los ojos del cuerpo las dificultades en que se encontró por la falta de las cosas necesarias a un recién nacido, como fue recostado en un pesebre y como yacía entre el buey y el asno” [11].

Desafortunadamente, con el paso del tiempo, el nacimiento se ha alejado de lo que representaba para Francisco. Se ha convertido a menudo en una forma de arte o de espectáculo del que se admira la preparación externa, más que el significado místico. Aún así, sin embargo, éste cumple su función de signo y sería necio renunciar a él. En nuestro Occidente se multiplican las iniciativas para eliminar de las solemnidades navideñas toda referencia evangélica y religiosa, reduciéndolas a una pura y sencilla fiesta humana y familiar, con muchas fábulas y personajes inventados en lugar de los personajes reales de la Navidad. Algunos quisieran cambiar incluso el nombre de la fiesta.

Uno de los pretextos es el de favorecer, de esta manera, la convivencia pacífica con creyentes de otras religiones, prácticamente con los islámicos. En realidad, este es el pretexto de un cierto mundo laicista que no quiere estos símbolos, no de los musulmanes. En el Corán hay una Sura dedicada al nacimiento de Jesús que vale la pena conocer. Dice:

Los ángeles dijeron: “Oh María, Iddio te da la alegre noticia de un Verbo Suyo. Su nombre será Jesús [‘Isà] hijo de María. Será ilustre en este mundo y en el otro... Hablará a los hombres desde la cuna y como hombre maduro, y será de los Santos”. Dijo María: “Señor mío, ¿cómo podré tener un hijo, cuando ningún hombre me ha tocado?”. Respondió: “Precisamente así: Iddio crea lo que Él quiere y cuando ha decidido algo, le dice solamente ‘existe’, y ella es”.

Una vez, en el tiempo en el que, el sábado por la noche, explicaba el Evangelio dominical en el programa de la RAI “A su Imagen”, pedí que leyera esta Sura a un islamista que se dijo feliz de contribuir de tal manera a disipar una equivocación que los daña, con el pretexto de favorecerlos. La veneración con la que el Corán recuerda el nacimiento de Jesús y el lugar que ocupa en ella la Virgen María tuvo hace algunos años un reconocimiento inesperado y clamoroso. El emir de Abu Dhabi decidió dedicar a Mariam, Umm Eisa [12], “María, Madre de Jesús”, una bellísima mezquita en el emirato, que antes llevaba el nombre de su fundador, el jeque Mohammad Bin Zayed.

El Nacimiento es entonces una tradición útil y bella, pero no podemos conformarnos con los Nacimientos externos tradicionales. Debemos prepararle a Jesús un Nacimiento distinto, un Nacimiento en el corazón. Corde creditur: con el corazón se cree. Christum habitare per fidem in cordibus vestris: que Cristo venga a habitar mediante la fe en sus corazones (Ef 3, 17), nos exhorta el Apóstol. María y su Esposo siguen, místicamente, tocando las puertas, como hicieron aquella noche en Belén. En el Apocalipsis es el Resucitado en persona el que dice: “Yo estoy a la puerta y toco” (Ap 3, 20). Abrámosle la puerta de nuestro corazón. Hagamos, de él, una cuna para el Niño Jesús. Que sienta, en el hielo del mundo, el calor de nuestro amor y de nuestra infinita gratitud de redimidos. Esta no es una hermosa y poética ficción mental; es la empresa más ardua de la vida. En nuestro corazón hay lugar de hecho para muchos huéspedes, pero para un solo Señor. Hacer nacer a Jesús significa hacer morir el propio “yo”, o al menos renovar la decisión de no vivir más para nosotros mismos, sino para “Aquel que nació, murió y resucitó por nosotros” (cf. Rom 14, 7-9). “Donde nace Dios, muere el hombre”, ha afirmado el existencialismo ateo. ¡Es verdad! Muere, sin embargo, el hombre viejo, corrupto y destinado, en cualquier caso, a terminar en la muerte, y nace el hombre nuevo “creado en la justicia y en la verdadera santidad” (Ef 4, 24), destinado a la vida eterna. Es una empresa que no terminará con la Navidad, pero puede comenzar con ella.

Que la Madre de Dios que “concibió a Cristo en su corazón antes que en su cuerpo” nos ayude a realizar este propósito.

¡Feliz cumpleaños a Jesús! Y a todos ustedes – Santo y amado padre Papa Francisco, venerados Padres, hermanos y hermanas – ¡feliz Navidad!


[1] Agustín, Discursos, 215, 4.

[2] Agustín, Discursos, 72,7 (Miscelánea Agustiniana, I, Roma 1930, p.163).

[3] Agustín, Discursos, 215,4.

[4] Pensamientos, 277-278, ed. Brunschvicg.

[5] cf. Pensamientos, 430, ed. Br.

[6] Pensamientos, n. 221, Br.

[7] Pensamientos, 233, Br.

[8] En Orígenes, Contra Celso, I, 26.28; VI, 10.

[9] Agustín, Confesiones, VII, 18,24.

[10] Agustín, Tratados sobre el Evangelio de Juan, 18,10.

[11] Tomás de Celano, Vita Prima, 84-86.

[12] Corán, Sura III, 46-47.

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