SÓLO QUIEN AMA CAMINA HACIA LA VERDAD: SALUDOS NAVIDEÑOS DEL PAPA A LA CURIA ROMANA (21/12/2023)

En un tiempo todavía marcado tristemente por la violencia de la guerra, el cambio climático, la pobreza y el hambre necesitamos escuchar y recibir siempre el anuncio de que “Dios viene, Dios está aquí, en medio de nosotros”. Estas fueron las palabras del Papa Francisco al recibir la mañana de este 21 de diciembre en la Sala de las Bendiciones, a los miembros de la Curia Romana con motivo de las felicitaciones navideñas. El Santo Padre destacó que la dificultad, hoy, consiste en transmitir la pasión a quienes hace tiempo la perdieron. Sesenta años después del Concilio, seguimos debatiendo sobre la división entre “progresistas” y “conservadores”, mientras que la diferencia central está entre “enamorados” y “acostumbrados”. Esta es la diferencia y sólo el que ama puede caminar. Transcribimos a continuación, el texto de su discurso, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, buenos días:

Ante todo, quisiera agradecer al Cardenal Re por sus palabras; y también por la energía: ¡una persona en sus noventa años con esa energía! ¡Adelante, ánimo! Gracias.

El Misterio de la Navidad mueve nuestros corazones al asombro — palabra clave — de un anuncio inesperado: Dios viene, Dios está aquí en medio de nosotros y su luz ha roto para siempre las tinieblas del mundo. Necesitamos escuchar y recibir siempre este anuncio, sobre todo en un tiempo todavía marcado tristemente por la violencia de la guerra, por los riesgos de época a los que estamos expuestos debido al cambio climático, la pobreza, al sufrimiento, al hambre — ¡hay hambre en el mundo! — y a otras heridas que habitan nuestra historia. Es reconfortante descubrir que incluso en estos “lugares” de dolor, como en todos los espacios de nuestra frágil humanidad, Dios se hace presente en esta cuna, el pesebre que hoy elige para nacer y llevar el amor del Padre a todos; y lo hace con el estilo de Dios: cercanía, compasión, ternura.

Muy queridos todos, necesitamos escuchar el anuncio de Dios que viene, discernir los signos de su presencia y decidirnos por su Palabra, caminando detrás de Él. Escuchar, discernir, caminar: tres verbos para nuestro itinerario de fe y para el servicio que realizamos aquí en la Curia. Quisiera transmitírselos a través de algunos de los personajes principales de la Navidad.

Ante todo, María, que nos recuerda el escuchar. La joven de Nazaret, que estrecha en sus brazos a Aquel que vino a abrazar al mundo, es la Virgen de la escucha porque prestó oídos al anuncio del Ángel y abrió el corazón al proyecto de Dios. Ella nos recuerda que el primer gran mandamiento es: «Escucha Israel» (Dt 6, 4), porque antes que cualquier precepto es importante entrar en relación con Dios, acogiendo el don de su amor que viene a nuestro encuentro. Escuchar, en efecto, es un verbo bíblico que no se refiere solamente a oír, sino que implica la participación del corazón y, por tanto, de la vida misma. San Benito comienza así su Regla: «Escucha atentamente, hijo» (Regla, Prólogo, 1). Escuchar con el corazón es mucho más que oír un mensaje o intercambiar información; se trata de una escucha interior capaz de comprender los deseos y las necesidades del otro, de una relación que nos invita a superar los esquemas y a vencer prejuicios en los que a veces encasillamos la vida de quien está junto a nosotros. Escuchar es siempre el comienzo de un camino. El Señor pide a su pueblo esta escucha del corazón, una relación con Él, que es el Dios vivo.

Y esta es la escucha de la Virgen María, que recibe el anuncio del Ángel con apertura, total apertura, y precisamente por eso no esconde la confusión y las preguntas que eso suscita en ella; sino que se involucra con disponibilidad en la relación con Dios que la ha elegido, acogiendo su proyecto. Hay un diálogo y hay una obediencia. María comprende que es destinataria de un don inestimable y, “de rodillas”, es decir, con humildad y asombro, se pone a la escucha. Escuchar “de rodillas” es la mejor manera para escuchar de verdad, porque significa que no estamos frente al otro en la posición de quien piensa que ya lo sabe todo, de quien ya ha interpretado las cosas aún antes de escucharlas, de quien mira de arriba hacia abajo, sino que, por el contrario, se abre al misterio del otro, dispuesto a recibir con humildad lo que quiera entregarnos. No olvidemos que solamente en una ocasión es lícito mirar a una persona de arriba hacia abajo: solamente para ayudarla a levantarse. Es la única ocasión en la que es lícito mirar a una persona de arriba hacia abajo.

A veces, incluso en la comunicación entre nosotros, corremos el riesgo de ser como lobos rapaces: enseguida intentamos devorar las palabras del otro, sin escucharlo realmente, e inmediatamente derramamos sobre él nuestras impresiones y nuestros juicios. En cambio, para escuchar se requiere silencio interior, pero también un espacio de silencio entre la escucha y la respuesta. No es un “ping pong”. Primero se escucha, luego en el silencio se acoge, se reflexiona, se interpreta, y sólo entonces, podemos dar una respuesta. Todo esto se aprende en la oración, porque ésta ensancha el corazón, hace descender de su pedestal a nuestro egocentrismo, nos educa a la escucha del otro y genera en nosotros el silencio de la contemplación. Aprendamos la contemplación en la oración, estando de rodillas ante el Señor, pero no sólo con las piernas, ¡estando de rodillas con el corazón! Incluso en nuestro trabajo como Curia «necesitamos implorar cada día, pedir su gracia para que abra nuestro corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. […] Es urgente recobrar un espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a conducir una vida nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás» (Evangelii gaudium, 264).

Hermanos y hermanas, también en la Curia es necesario aprender el arte de la escucha. Antes que nuestros deberes cotidianos y que nuestras actividades, sobre todo antes que los roles que desempeñamos, es necesario redescubrir el valor de las relaciones, y tratar de despojarlas de formalismos, animarlas con espíritu evangélico, ante todo escuchándonos mutuamente. Con el corazón y de rodillas. Escuchémonos más, sin prejuicios, con apertura y sinceridad; con el corazón de rodillas. Escuchémonos, tratando de entender bien lo que dice el hermano, de captar sus necesidades y, de alguna manera, su propia vida, que se esconde detrás de esas palabras, sin juzgar. Como sabiamente aconseja San Ignacio: «Se ha de presuponer que un buen cristiano debe ser propenso a defender más que a condenar la afirmación de otro. Si no puede defenderla, busque aclarar en qué sentido la entiende el otro; si la entiende de manera errónea, corríjale con benevolencia; si eso no basta, utilice todos los medios oportunos para que la entienda correctamente, y así pueda salvarse» (Ejercicios espirituales, 22). Es todo un trabajo para entender bien al otro. Y lo repito: escuchar es diferente que oír. Caminando por las calles de nuestras ciudades podemos oír muchas voces y muchos ruidos, pero generalmente no los escuchamos, no los interiorizamos y no permanecen dentro de nosotros. Una cosa es simplemente oír, otra cosa es ponerse a la escucha, que también significa “acoger dentro”.

La escucha recíproca nos ayuda a vivir el discernimiento como método de nuestro actuar. Y aquí podemos hacer referencia a Juan el Bautista. Primero la Virgen que escucha, ahora Juan que discierne. Conocemos la grandeza de este profeta, la austeridad y vehemencia de su predicación. Sin embargo, cuando Jesús llega y comienza su ministerio, Juan atraviesa una dramática crisis de fe; él había anunciado la inminente venida del Señor como la de un Dios poderoso, que finalmente juzgaría a los pecadores arrojando al fuego todo árbol que no diera fruto y quemando la paja en un fuego inextinguible (cf. Mt 3, 10-12). Pero esta imagen del Mesías se hace añicos ante los gestos, las palabras y el estilo de Jesús, ante la compasión y la misericordia que tiene con todos. Entonces el Bautista siente que debe hacer discernimiento para recibir ojos nuevos. El Evangelio nos dice, de hecho: «Juan, que estaba en la cárcel, habiendo escuchado hablar de las obras del Cristo, por medio de dos de sus discípulos mandó a decirle: ¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» (Mt 11, 2-3). En resumen, Jesús no era como se lo esperaba y, por eso, incluso el Precursor debía convertirse a la novedad del Reino, debía tener la humildad y el valor para hacer discernimiento.

Así pues, para todos nosotros es importante el discernimiento, este arte de la vida espiritual que nos despoja de la pretensión de saberlo ya todo, del riesgo de pensar que es basta con aplicar las reglas, de la tentación de proceder, incluso en la vida de la Curia, repitiendo simplemente esquemas, sin considerar que el Misterio de Dios nos supera siempre y que la vida de las personas y la realidad que nos rodea son y siguen siendo siempre superiores a las ideas y a las teorías. La vida es superior a las ideas, siempre. Necesitamos practicar el discernimiento espiritual, escrutar la voluntad de Dios, cuestionar las mociones interiores de nuestro corazón, para luego evaluar las decisiones que hay que tomar y las elecciones que hay que hacer. Escribía el Cardenal Martini: «El discernimiento es muy distinto a ser puntilloso meticulosamente, propio de quien vive en el achatamiento legalista o con la pretensión del perfeccionismo. Es un impulso de amor que establece la distinción entre lo bueno y lo mejor, entre lo útil en sí mismo y lo útil ahora, entre lo que en general puede marchar bien y lo que en cambio es necesario promover ahora». Y añadía: «La falta de tensión para discernir lo mejor hace a menudo que la vida pastoral sea monótona, repetitiva: se multiplican acciones religiosas, se repiten gestos tradicionales sin ver bien su sentido» (El Evangelio de María, Milán 2008, 21). El discernimiento debe ayudarnos, también en el trabajo de la Curia, a ser dóciles al Espíritu Santo, para poder elegir orientaciones y tomar decisiones no con base en criterios mundanos, o simplemente aplicando reglamentos, sino según el Evangelio.

Escuchar: María. Discernir: el Bautista. Y ahora la tercera palabra: caminar. Y el pensamiento se dirige naturalmente a los Magos. Ellos nos recuerdan la importancia de caminar. La alegría del Evangelio, cuando la acogemos de verdad, desencadena en nosotros el movimiento del seguimiento, provocando un verdadero éxodo de nosotros mismos y poniéndonos en camino hacia el encuentro con el Señor y hacia la plenitud de la vida. El éxodo de nosotros mismos: una actitud de nuestra vida espiritual que siempre debemos examinar. La fe cristiana ― recordémoslo ― no quiere confirmar nuestras seguridades, hacer que nos instalemos en fáciles certezas religiosas, regalarnos respuestas rápidas a los complejos problemas de la vida. Al contrario, cuando Dios llama suscita siempre un camino, como hizo con Abraham, con Moisés, con los profetas y con todos los discípulos del Señor. Nos pone en viaje, nos saca de nuestras zonas de seguridad, cuestiona nuestras adquisiciones y, precisamente así, nos libera, nos transforma, ilumina los ojos de nuestro corazón para hacernos comprender a qué esperanza nos ha llamado (cf. Ef 1, 18). Como afirma Michel de Certeau, «es místico aquel o aquella que no puede detener el camino […]. El deseo crea un exceso. Excede, pasa y pierde lugares. Hace ir más lejos, más allá» (Fábula mística. Siglos XVI-XVII, Milán 2008, 353).

También en el servicio aquí en la Curia es importante permanecer en camino, no dejar de buscar y profundizar en la verdad, venciendo la tentación de permanecer paralizados y de “laberintear” dentro de nuestros recintos y nuestros miedos. Los miedos, las rigideces, la repetición de esquemas generan inmovilidad, que tiene la aparente ventaja de no crear problemas ― quieta non movere ―, nos llevan a vagar ociosamente en nuestros laberintos, perjudicando el servicio que estamos llamados a ofrecer a la Iglesia y al mundo entero. Y permanezcamos vigilantes contra el fijismo de la ideología que, a menudo, bajo las vestiduras de las buenas intenciones, nos separa de la realidad y nos impide caminar. En cambio, estamos llamados a ponernos en viaje y caminar, como hicieron los Magos, siguiendo la Luz que siempre quiere conducirnos más allá y que a veces nos hace buscar senderos inexplorados y nos hace recorrer caminos nuevos. Y no olvidemos que el viaje de los Magos ― como todo camino del que nos habla la Biblia ― comienza siempre “desde lo alto”, por una llamada del Señor, por una señal que viene del cielo o porque Dios mismo se convierte en guía que ilumina los pasos de sus hijos. Por eso, cuando el servicio que realizamos corre el riesgo de aplanarse, de “laberintear” en la rigidez o en la mediocridad, cuando nos encontramos enmarañados en las redes de la burocracia y del “salir del paso”, acordémonos de mirar hacia lo alto, de recomenzar desde Dios, de dejarnos aclarar por su Palabra, de encontrar siempre el valor para volver a empezar. Y no olvidemos que de los laberintos se sale sólo “desde arriba”.

Se necesita valor para caminar, para ir más allá. Es cuestión de amor. Se necesita valor para amar. Me gusta recordar la reflexión de un celoso sacerdote sobre este tema, que también puede ayudar en nuestro trabajo en la Curia. Él dice que es difícil volver a encender las brasas bajo las cenizas de la Iglesia. La dificultad, hoy, es la de transmitir la pasión a quienes hace tiempo la perdieron. A sesenta años del Concilio, aún se debate sobre la división entre “progresistas” y “conservadores”, pero esta no es la diferencia: la verdadera diferencia central es entre “enamorados” y “acostumbrados”. Esta es la diferencia. Sólo el que ama puede caminar.

Hermanos, hermanas, gracias por su trabajo y su dedicación. En nuestro trabajo, cultivemos la escucha del corazón, poniéndonos así al servicio del Señor aprendiendo a acogernos, a escucharnos entre nosotros; ejercitémonos en el discernimiento, para ser una Iglesia que busca interpretar los signos de la historia con la luz del Evangelio, buscando soluciones que transmitan el amor del Padre; y permanezcamos siempre en camino, con humildad y asombro, para no caer en la presunción de sentirnos satisfechos y para que no se apague en nosotros el deseo de Dios. Y muchas gracias a ustedes, sobre todo por su trabajo realizado en el silencio. No lo olvidemos: escuchar, discernir, caminar. María, el Bautista y los Magos.

Que el Señor Jesús, Verbo Encarnado, nos conceda la gracia de la alegría en el servicio humilde y generoso. Y, por favor, les pido, no perdamos el sentido del humor, ¡que es saludable!

Mis mejores deseos de una santa Navidad, también para sus seres queridos. Y, delante del Nacimiento, hagan una oración por mí. Muchas gracias.

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