PIDAMOS A DIOS UNA MIRADA COMPASIVA Y UN CORAZÓN HUMILDE: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA POR BENEDICTO XVI Y LOS CARDENALES Y OBISPOS FALLECIDOS EN 2023 (03/11/2023)

La mañana de este 3 de noviembre, el Papa Francisco presidió, en la Basílica de San Pedro, la Misa en sufragio por el Papa Benedicto XVI, Cardinales y Obispos difuntos en el curso del año. Compasión y humildad, fueron las dos palabras en las que el Santo Padre centró su homilía, subrayando que es importante comunicar la compasión de Dios a quien vive el dolor de la muerte de sus seres queridos. El Papa invitó a que cada uno pida a Dios una mirada compasiva y un corazón humilde y a no cansarnos de pedírselo, porque es en el camino de la compasión y de la humildad que el Señor nos da su vida, que vence a la muerte. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Jesús está a punto de entrar en Naím, los discípulos y «una gran multitud» caminan con Él (cf. Lc 7, 11). Cuando está cerca de la puerta de la ciudad, otro cortejo marcha, pero en dirección opuesta: está saliendo para enterrar al hijo único de una madre que se ha quedado viuda. Y, dice el Evangelio: «Al verla, el Señor sintió una gran compasión» (Lc 7, 13). Jesús ve y se deja conmover. Benedicto XVI, a quien hoy recordamos junto a los Cardenales y Obispos difuntos durante el año, en su primera Encíclica escribió que el programa de Jesús es un «corazón que ve» (Deus caritas est, 31). Cuántas veces nos ha recordado que la fe no es ante todo una idea que hay que entender o una moral que hay que asumir, sino una Persona que hay que encontrar, Jesucristo: su corazón late con fuerza por nosotros, su mirada se apiada ante nuestros sufrimientos.

El Señor se detiene ante el dolor de esa muerte. Es interesante que precisamente en esta ocasión, por primera vez, el Evangelio de Lucas atribuye a Jesús el título de “Señor”: «el Señor sintió una gran compasión». Es llamado Señor —es decir, Dios, que tiene señorío sobre todo— precisamente en su compasión por una madre viuda que ha perdido, con su único hijo, el motivo de vivir. Este es nuestro Dios, cuya divinidad resplandece en contacto con nuestras miserias, porque su corazón es compasivo. La resurrección de aquel hijo, el don de la vida que vence a la muerte, brota precisamente de aquí: de la compasión del Señor, que se conmueve ante nuestro mal extremo, la muerte. Qué importante es comunicar esta mirada de compasión a quien vive el dolor de la muerte de sus seres queridos.

La compasión de Jesús tiene una característica: es concreta. Él, dice el Evangelio, se “acerca y toca el féretro” (Lc 7, 14). Tocar el féretro de un muerto era inútil; en ese tiempo, además, se consideraba un gesto impuro, que contaminaba a quien lo hacía. Pero Jesús no repara en esto, su compasión elimina las distancias y lo lleva a hacerse cercano. Este es el estilo de Dios, hecho de cercanía, compasión y ternura. Y de pocas palabras. Cristo no predica sobre la muerte, sino que le dice a esa madre una sola cosa: «No llores» (Lc 7, 13). ¿Por qué? ¿Acaso está mal llorar? No. Jesús mismo llora en los Evangelios. Pero a esa madre le dice: No llores, porque con el Señor las lágrimas no duran para siempre, tienen un fin. Él es el Dios que, como profetiza la Escritura, «destruirá la muerte» y «enjugará las lágrimas de todos los rostros» (Is 25, 8; cf. Ap 21, 4). Ha hecho suyas nuestras lágrimas para quitárnoslas a nosotros.

Esta es la compasión del Señor, que llega a reanimar a ese joven hijo. Jesús lo hace, a diferencia de otros milagros, sin siquiera pedirle a la madre que tenga fe. ¿Por qué un prodigio tan extraordinario y tan raro? Porque aquí están implicados el huérfano y la viuda, que la Biblia indica, junto al forastero, como los más solos y abandonados, que no pueden poner su confianza en nadie más que en Dios. La viuda, el huérfano, el forastero. Son por tanto las personas más íntimas y queridas para el Señor. No se puede ser íntimos y queridos para el Señor ignorándolos, pues gozan de su protección y de su predilección, y nos acogerán en el cielo. La viuda, el huérfano y el forastero.

Mirándolos a ellos, obtenemos una enseñanza importante, que condenso en la segunda palabra de hoy: humildad. El huérfano y la viuda son de hecho los humildes por excelencia, aquellos que, poniendo toda su esperanza en el Señor y no en sí mismos, han situado el centro de su vida en Dios: no cuentan en sus propias fuerzas, sino en Él, que cuida de ellos. Aquellos, que rechazan toda presunción de autosuficiencia, se reconocen necesitados de Dios y se fían de Él, ellos son los humildes. Y son estos pobres en espíritu los que nos revelan la pequeñez tan agradable al Señor, el camino que conduce al Cielo. Dios busca personas humildes, que esperan en Él, no en sí mismos y en sus propios planes. Hermanos y hermanas, esta es la humildad cristiana: no es una virtud entre las demás, sino la disposición fundamental de la vida: creerse necesitados de Dios y hacerle espacio, poniendo toda confianza en Él. Esta es la humildad cristiana.

Dios ama la humildad porque le permite interactuar con nosotros. Más aún, Dios ama la humildad porque Él mismo es humilde. Él desciende hasta nosotros, se abaja; no se impone, deja espacio. Dios no sólo es humilde, es humildad. «Tú eres humildad, Señor», así rezaba San Francisco de Asís (cf. Alabanzas, 4). Pensemos en el Padre, cuyo nombre es toda una referencia al Hijo, y no a sí mismo; y en el Hijo, cuyo nombre está todo en relación con el Padre. Dios ama a aquellos que no están centrados en sí mismos, que no son el centro de todo, ama a los humildes precisamente: a aquellos que se le parecen más que ninguno. Es por esto que, como dice Jesús, «el que se humilla será exaltado» (Lc 14, 11). Y me gusta recordar aquellas palabras iniciales del Papa Benedicto: «humilde trabajador de la viña del Señor» (Urbi et Orbi, 19 abril 2005). Sí, el cristiano, sobre todo el Papa, los Cardenales, los Obispos, están llamados a ser humildes trabajadores: a servir, no a ser servidos; a pensar, antes que en sus propios frutos, en los de la viña del Señor. ¡Y qué hermoso es renunciar a sí mismos por la Iglesia de Jesús!

Hermanos, hermanas, pidamos a Dios una mirada compasiva y un corazón humilde. No nos cansemos de pedírselo, porque es en el camino de la compasión y de la humildad que el Señor nos da su vida, que vence a la muerte. Y oremos por nuestros queridos hermanos difuntos. Su corazón ha sido pastoral, compasivo; y humilde, porque el sentido de su vida ha sido el Señor. Que en Él encuentren la paz eterna. Que se alegren con María, a quien el Señor ha exaltado mirando su humildad (cf. Lc 1, 48).

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