TOMÉ MI NOMBRE POR LEÓN XIII QUIEN AFRONTÓ LA DEFENSA DE LA DIGNIDAD, LA JUSTICIA Y EL TRABAJO: PALABRAS DE LEÓN XIV AL COLEGIO CARDENALICIO (10/05/2025)

León XIV, nombre (pontificio) que ilustra todo un programa. Fue el mismo Papa Prevost quien explicó el “motivo principal” de esta elección en su primer encuentro de este 10 de mayo con los Cardenales – todos los Cardenales del Sacro Colegio, no sólo aquellos que lo eligieron en el Cónclave – recibidos esta mañana a puerta cerrada en el Aula del Sínodo. Es decir, la clara referencia a León XIII que, a finales del Siglo XIX, con la histórica encíclica Rerum Novarum «afrontó la cuestión social en el contexto de la primera gran revolución industrial». Compartimos a continuación el texto completo de su discurso, traducido del italiano, que fue precedido por unas palabras del Cardenal Decano Giovanni Battista Re:

Muchas gracias, Eminencia. Antes de tomar nuestros lugares comencemos con una oración, pidiendo que el Señor siga acompañando a este Colegio y, sobre todo, a toda la Iglesia con este espíritu, también entusiasmo, pero de profunda fe. Oremos juntos en latín.

Pater noster… Ave María…

En la primera parte de este encuentro hay un pequeño discurso con las reflexiones que quisiera compartir con ustedes. Pero después habrá una segunda parte, un poco como la experiencia que muchos han solicitado, de una especie de compartir con el Colegio Cardenalicio para poder escuchar los consejos, sugerencias, cosas muy concretas, de las cuales que ya se habló en los días anteriores al Cónclave.

Hermanos Cardenales:

Saludo y agradezco a todos ustedes por este encuentro y por los días que lo han precedido, dolorosos por la pérdida del Santo Padre Francisco, arduos por las responsabilidades afrontadas juntos y, al mismo tiempo, según la promesa que Jesús mismo nos ha hecho, ricos en gracia y consolación en el Espíritu (cf. Jn 14, 25-27).

Ustedes, queridos Cardenales, son los más estrechos colaboradores del Papa, y esto es para mí de gran consuelo al aceptar un yugo que es claramente superior a mis fuerzas, así como a las de cualquier otro. Su presencia me recuerda que el Señor, que me ha confiado esta misión, no me deja solo con la carga de esta responsabilidad. Sé, ante todo, que puedo contar siempre, siempre con su ayuda, la ayuda del Señor, y, por su Gracia y Providencia, con la cercanía de ustedes y de tantos hermanos y hermanas que en todo el mundo creen en Dios, aman a la Iglesia y sostienen con la oración y las buenas obras al Vicario de Cristo.

Agradezco al Decano del Colegio Cardenalicio, el Cardenal Giovanni Battista Re – merece un aplauso, al menos uno, si no es que más – cuya sabiduría, fruto de una larga vida y de muchos años de fiel servicio a la Sede Apostólica, nos ha ayudado mucho en este tiempo. Agradezco al Camarlengo de la Santa Iglesia Romana, el Cardenal Kevin Joseph Farrell – creo que está aquí presente –, por el valioso y exigente papel que ha desempeñado durante el tiempo de la Sede Vacante y la Convocación del Cónclave. Dirijo también mi pensamiento a los hermanos Cardenales que, por razones de salud, no han podido estar presentes y, junto con ustedes, me abrazo a ellos en comunión de afecto y oración.

En este momento, a la vez triste y alegre, envuelto providencialmente en la luz de la Pascua, quisiera que contempláramos juntos la partida del recordado Santo Padre Francisco y el Cónclave como un acontecimiento pascual, una etapa del largo éxodo a través del cual el Señor sigue guiándonos hacia la plenitud de la vida; y en esta perspectiva, encomendemos al «Padre misericordioso y Dios de todo consuelo» (2 Cor 1, 3) el alma del difunto Pontífice y también el futuro de la Iglesia.

El Papa, comenzando desde San Pedro y hasta mí, su indigno Sucesor, es un humilde servidor de Dios y de los hermanos, nada más que esto. Lo han demostrado bien los ejemplos de muchos de mis Predecesores, el último, el del Papa Francisco mismo, con su estilo de plena dedicación al servicio y sobria esencialidad de vida, de abandono en Dios en el tiempo de la misión y de serena confianza en el momento del retorno a la Casa del Padre. Recojamos esta valiosa herencia y retomemos el camino, animados por la misma esperanza que viene de la fe.

Es el Resucitado, presente en medio de nosotros, quien protege y guía a la Iglesia, y continúa reavivándola en la esperanza, a través del amor «derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha sido dado» (Rom 5, 5). A nosotros nos corresponde ser dóciles escuchas de su voz y fieles ministros de sus designios de salvación, recordando que Dios ama comunicarse, más que en el fragor del trueno o del terremoto, en el «susurro de una brisa suave» (1 Re 19, 12) o, como lo traducen algunos, en una “sutil voz de silencio”. Este es el encuentro importante, que no hay que perder, y hacia el cual hay que educar y acompañar a todo el santo Pueblo de Dios que se nos ha confiado.

En los días pasados, hemos podido ver la belleza y sentir la fuerza de esta inmensa comunidad que, con tanto afecto y devoción, ha saludado y llorado a su Pastor, acompañándolo con la fe y la oración en el momento de su encuentro definitivo con el Señor. Hemos visto cuál es la verdadera grandeza de la Iglesia, que vive en la variedad de sus miembros, unidos a la única Cabeza, Cristo «pastor y guardián» (1 Pe 2, 25) de nuestras almas. Ella es el vientre en el que también nosotros fuimos engendrados y, al mismo tiempo, el rebaño (cf. Jn 21, 15-17), el campo (cf. Mc 4, 1-20) que se nos ha dado para que lo cuidemos y lo cultivemos, lo alimentemos con los Sacramentos de la salvación y lo fecundemos con la semilla de la Palabra, de manera que, firme en la concordia y entusiasta en la misión, camine, como lo hicieron los israelitas en el desierto, a la sombra de la nube y a la luz del fuego de Dios (cf. Ex 13, 21).

Y al respecto, quisiera que juntos, hoy, renováramos nuestra plena adhesión, en dicho camino, a la senda que ya desde hace décadas la Iglesia universal está recorriendo tras las huellas del Concilio Vaticano II. El Papa Francisco recordó y actualizó magistralmente sus contenidos en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, de la que quiero subrayar algunas cuestiones fundamentales: el regreso al primado de Cristo en el anuncio (cf. n. 11); la conversión misionera de toda la comunidad cristiana (cf. n. 9); el crecimiento en la colegialidad y la sinodalidad (cf. n. 33); la atención al sensus fidei (cf. nn. 119-120), especialmente en sus formas más propias e inclusivas, como la piedad popular (cf. 123); el cuidado amoroso de los últimos, de los descartados (cf. n. 53); el diálogo valiente y confiado con el mundo contemporáneo en sus diferentes componentes y realidades (cf. n. 84, Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 1-2).

Se trata de principios del Evangelio que desde siempre animan e inspiran la vida y la obra de la Familia de Dios; de valores a través de los cuales el rostro misericordioso del Padre se ha revelado y sigue revelándose en el Hijo hecho hombre, esperanza última de todos los que buscan con ánimo sincero la verdad, la justicia, la paz y la fraternidad (cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, 2; Francisco, Bulla Spes non confundit, 3).

Precisamente, al sentirme llamado a proseguir en este camino, pensé tomar el nombre de León XIV. Son varias las razones, pero principalmente porque el Papa León XIII, con la histórica Encíclica Rerum novarum, afrontó la cuestión social en el contexto de la primera gran revolución industrial; y hoy la Iglesia ofrece a todos su patrimonio de doctrina social para responder a otra revolución industrial y a los desarrollos de la inteligencia artificial, que implican nuevos desafíos en la defensa de la dignidad humana, de la justicia y el trabajo.

Queridos hermanos, quisiera concluir esta primera parte de nuestro encuentro haciendo mío – y proponiéndolo también a ustedes – el deseo que San Pablo VI, en 1963, planteó al inicio de su ministerio petrino: «Que sobre todo el mundo pase una gran llama de fe y de amor que encienda a todos los hombres de buena voluntad, ilumine los caminos de la colaboración recíproca y atraiga sobre la humanidad, una vez más y siempre, la abundancia de la benevolencia divina, la fuerza misma de Dios, sin cuya ayuda nada vale, nada es santo» (Primer Mensaje a toda la familia humana Qui fausto die, 22 junio 1963).

Que sean también estos nuestros sentimientos, que traduzcamos en oración y compromiso, con la ayuda del Señor. Gracias.

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