QUE LA IGLESIA SEA UN FARO QUE ILUMINE LAS NOCHES DEL MUNDO: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA MISA PRO ECCLESIA (09/05/2025)
Comenzaré con unas palabras en inglés, el resto es en italiano.
Pero quiero repetir la frase del Salmo Responsorial: «Cantaré al Señor un canto nuevo, porque Él ha hecho maravillas» (Sal 98, 1).
Y en efecto, no sólo conmigo sino con todos nosotros. Mis hermanos Cardenales, mientras celebramos esta mañana, los invito a reconocer las maravillas que el Señor ha hecho, las bendiciones que el Señor sigue derramando sobre todos nosotros.
A través del ministerio de Pedro, ustedes me han llamado a cargar esa cruz y a ser bendecido con esa misión, y sé que puedo contar con todos y cada uno de ustedes para caminar conmigo, mientras continuamos, como Iglesia, como una comunidad de amigos de Jesús, como creyentes, anunciando la Buena Nueva, anunciando el Evangelio.
«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Con estas palabras Pedro, interrogado por el Maestro, junto con los otros discípulos sobre su fe en Él, expresa en síntesis el patrimonio que desde hace dos mil años la Iglesia, a través de la sucesión apostólica, custodia, profundiza y trasmite.
Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, es decir, el único Salvador y el que nos revela el rostro del Padre.
En Él Dios, para hacerse cercano y accesible a los hombres, se ha revelado a nosotros en los ojos confiados de un niño, en la mente inquieta de un joven, en los rasgos maduros de un hombre (cf. Conc. Vat. II, Const. Past. Gaudium et spes, 22), hasta aparecerse a los suyos, después de la resurrección, con su cuerpo glorioso. Nos ha mostrado así un modelo de humanidad santa que todos podemos imitar, junto con la promesa de un destino eterno que, en cambio, supera todos nuestros límites y capacidades.
Pedro, en su respuesta, capta ambas cosas: el don de Dios y el camino que se debe recorrer para dejarse transformar, dimensiones inseparables de la salvación, confiadas a la Iglesia para que las anuncie por el bien del género humano. Confiadas a nosotros, elegidos por Él antes de que nos formásemos en el vientre materno (cf. Jer 1, 5), regenerados en el agua del Bautismo y, más allá de nuestros límites y sin ningún mérito propio, conducidos aquí y desde aquí enviados, para que el Evangelio se anuncie a todas las criaturas (cf. Mc 16, 15).
Después Dios, en particular, al llamarme a través del voto de ustedes a suceder al primero de los Apóstoles, me confía este tesoro a mí, para que, con su ayuda, sea su fiel administrador (cf. 1 Cor 4, 2) en favor de todo el Cuerpo místico de la Iglesia; de modo que ésta sea cada vez más la ciudad puesta sobre el monte (cf. Ap 21, 10), arca de salvación que navega a través de las mareas de la historia, faro que ilumina las noches del mundo. Y esto no tanto gracias a la magnificencia de sus estructuras y a la grandiosidad de sus construcciones – como los monumentos en los que nos encontramos –, sino por la santidad de sus miembros, de ese «pueblo que Dios adquirió para sí para que proclame las obras admirables de aquel, que los llamó de las tinieblas a su luz maravillosa» (1 Pe 2, 9).
Sin embargo, antes de la conversación en la que Pedro hace su profesión de fe, hay también otra pregunta: «La gente – pregunta Jesús –, ¿quién dice que es el Hijo del hombre?» (Mt 16, 13). No es una cuestión banal, al contrario, se refiere a un aspecto importante de nuestro ministerio: la realidad en la que vivimos, con sus límites y sus potencialidades, sus cuestionamientos y sus convicciones.
«¿La gente quién dice que es el Hijo del hombre?» (Mt 16,13). Pensando en la escena sobre la que estamos reflexionando, podremos encontrar dos posibles respuestas a esta pregunta, que delinean otras tantas actitudes.
Está ante todo la respuesta del mundo. Mateo subraya que la conversación entre Jesús y los suyos acerca de su identidad sucede en la hermosa ciudad de Cesarea de Filipo, rica en palacios lujosos, situada en un escenario natural encantador, a las faldas del Hermón, pero también sede de círculos crueles de poder y teatro de traiciones e infidelidades. Esta imagen nos habla de un mundo que considera a Jesús una persona que carece totalmente de importancia, cuando mucho un personaje curioso, que puede suscitar maravilla con su modo insólito de hablar y de actuar. Y así, cuando su presencia se vuelva molesta por las instancias de honestidad y las exigencias morales que recuerda, este “mundo” no dudará en rechazarlo y eliminarlo.
Hay también otra posible respuesta a la pregunta de Jesús: la de la gente común. Para ellos el Nazareno no es un “charlatán”: es un hombre recto, uno con valentía, que habla bien y que dice cosas justas, como otros grandes profetas de la historia de Israel. Por eso lo siguen, al menos hasta donde pueden hacerlo sin demasiados riesgos e inconvenientes. Pero lo consideran sólo un hombre y, por eso, en el momento del peligro, durante la Pasión, también ellos lo abandonan y se van, desilusionados.
Llama la atención, de estas dos actitudes, su actualidad. Ellas encarnan, de hecho, ideas que podemos encontrar fácilmente – tal vez expresadas con un lenguaje distinto, pero idénticas en la sustancia – en la boca de muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Hoy también no son pocos los contextos en los que la fe cristiana se considera algo absurdo, para personas débiles y poco inteligentes; contextos en los que sobre ella se prefieren otras seguridades, como la tecnología, el dinero, el éxito, el poder, el placer.
Se trata de ambientes en los que no es fácil dar testimonio y anunciar el Evangelio y donde quien cree es objeto de burla, oposición y desprecio, o, cuando mucho, se le soporta y compadece. Sin embargo, precisamente por esto, son lugares en los que urge la misión, porque la falta de fe lleva a menudo consigo dramas como la pérdida del sentido de la vida, el olvido de la misericordia, la violación de la dignidad de la persona en sus formas más dramáticas, la crisis de la familia y tantas otras heridas por las que nuestra sociedad sufre y no poco.
Tampoco hoy faltan los contextos en los que Jesús, aunque apreciado como hombre, es reducido solamente a una especie de líder carismático o a un superhombre, y esto no sólo entre los no creyentes, sino incluso entre muchos bautizados, que terminan así viviendo, a este nivel, en un ateísmo de hecho.
Este es el mundo que se nos ha confiado, en el cual, como muchas veces nos enseñó el Papa Francisco, estamos llamados a dar testimonio de la fe gozosa en Cristo Salvador. Por esto, también para nosotros, es esencial repetir: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
Es esencial hacerlo ante todo en nuestra relación personal con Él, en el compromiso de un cotidiano camino de conversión. Pero también, además, como Iglesia, viviendo juntos nuestra pertenencia al Señor y llevando a todos la Buena Noticia (cf. Conc. Vat. II, Const. Dogm. Lumen gentium, 1).
Digo esto ante todo por mí, como Sucesor de Pedro, mientras inicio esta misión de Obispo de la Iglesia que está en Roma, llamada a presidir en la caridad a la Iglesia universal, según la célebre expresión de San Ignacio de Antioquía (cf. Carta a los Romanos, Saludo). Él, conducido en cadenas a esta ciudad, lugar de su inminente sacrificio, escribía a los cristianos que allí se encontraban: «Entonces seré verdaderamente discípulo de Cristo, cuando el mundo ya no verá más mi cuerpo» (Carta a los Romanos, IV, 1). Se refería a ser devorado por las fieras en el circo – y así ocurrió –, pero sus palabras evocan en un sentido más general un compromiso irrenunciable para cualquiera que en la Iglesia ejerza un ministerio de autoridad: desaparecer para que permanezca Cristo, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado (cf. Jn 3, 30), gastarse hasta el final para que a nadie falte la oportunidad de conocerlo y amarlo.
Que Dios me dé esta gracia, hoy y siempre, con la ayuda de la tierna intercesión de María, Madre de la Iglesia.
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