LES OFREZCO LO POCO QUE TENGO Y QUE SOY: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA TOMA DE POSESIÓN COMO OBISPO DE ROMA EN LA BASÍLICA DE SAN JUAN DE LETRÁN (25/05/2025)

La escucha más importante que hace posible todo lo demás es la de la voz de Dios: estas fueron algunas de las palabras del Papa León XIV en su homilía de la Misa en Basílica de San Juan de Letrán, en la que tomó posesión de la Cátedra de Obispo de Roma, por la tarde de este 25 de mayo, VI domingo de Pascua. El Santo Padre desarrolló su reflexión a partir de las lecturas de la liturgia, en primer lugar, los Hechos de los Apóstoles que, narrando cómo la primera comunidad enfrentó el desafío de la apertura al mundo pagano en el anuncio del Evangelio, muestra que “la comunión se construye ante todo ‘de rodillas’, en la oración y en un continuo compromiso de conversión”. Compartimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Dirijo un cordial saludo a los señores Cardenales presentes, en particular al Cardenal Vicario, a los Obispos auxiliares y a todos los Obispos, a los muy queridos sacerdotes párrocos, vice párrocos y a todos aquellos que de distintas formas cooperan con el cuidado pastoral en nuestras comunidades –; así como también a los diáconos, religiosos, religiosas, autoridades y a todos ustedes, muy queridos fieles.

La Iglesia de Roma es heredera de una gran historia, enraizada en el testimonio de Pedro, de Pablo y de innumerables mártires, y tiene una misión única, claramente indicada por lo que está escrito en la fachada de esta Catedral: ser Mater omnium Ecclesiarum, Madre de todas las Iglesias.

A menudo el Papa Francisco nos invitó a reflexionar sobre la dimensión materna de la Iglesia (cf. Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 46-49.139-141; Catequesis, 13 enero 2016) y sobre las características que le son propias: la ternura, la disponibilidad al sacrificio y esa capacidad de escucha que permite no sólo ayudar, sino a menudo prevenir las necesidades y las expectativas, incluso antes de que se expresen. Son rasgos que deseamos que crezcan en todos lados en el pueblo de Dios, también aquí, en nuestra gran familia diocesana: en los fieles, en los pastores, en mí en primer lugar. Sobre ellos nos pueden ayudar a reflexionar las lecturas que hemos escuchado.

En los Hechos de los Apóstoles (cf. 15, 1-2.22-29), en particular, se narra cómo la comunidad de los orígenes enfrentó el desafío de la apertura al mundo pagano en el anuncio del Evangelio. No fue un proceso fácil: requirió de mucha paciencia y escucha recíproca: esto ocurrió ante todo al interior de la Comunidad de Antioquía, donde los hermanos, dialogando – también discutiendo – llegaron a definir juntos la cuestión. Después, sin embargo, Pablo y Bernabé subieron a Jerusalén. No decidieron por su cuenta: buscaron la comunión con la Iglesia Madre y se dirigieron a ella con humildad.

Ahí encontraron, para escucharlos, a Pedro y a los Apóstoles. Así se entabló el diálogo que finalmente llevó a la decisión correcta: reconociendo y considerando los esfuerzos de los neófitos, se acordó no imponerles pesos excesivos, sino limitarse a pedir lo esencial (cf. Hch 15, 28-29). Así, aquello que podía parecer un problema se convirtió para todos en una ocasión para reflexionar y crecer.

El texto bíblico, sin embargo, nos dice algo más, yendo más allá de la ya rica e interesante dinámica humana del evento.

Nos lo revelan las palabras que los hermanos de Jerusalén dirigen, por carta, a los de Antioquía, comunicándoles las decisiones tomadas. Ellos escriben: «Nos pareció bien […] al Espíritu Santo y a nosotros» (cf. Hch 15, 28). Subrayan, entonces, que en toda la experiencia la escucha más importante, que hizo posible todo lo demás, fue la de la voz de Dios. Nos recuerdan, así, que la comunión se construye ante todo “de rodillas”, en la oración y en un continuo compromiso de conversión. Solo en tal tensión, de hecho, cada uno puede sentir en sí mismo la voz del Espíritu que grita: «¡Abbá! ¡Padre!» (Gal 4, 6) y como consecuencia escuchar y comprender a los demás como hermanos.

También el Evangelio nos reitera este mensaje (cf. Jn 14, 23-29), diciéndonos que en las decisiones de la vida no estamos solos. El Espíritu nos sostiene y nos indica el camino a seguir, “enseñándonos” y “recordándonos” todo lo que Jesús dijo (cf. Jn 14, 26).

En primer lugar, el Espíritu nos enseña las palabras del Señor imprimiéndolas profundamente en nosotros, según la imagen bíblica de la ley escrita ya no en tablas de piedra, sino en nuestros corazones (cf. Jer 31, 33); don que nos ayuda a crecer hasta convertirnos en “carta de Cristo” (cf. 2 Cor 3, 3) los unos para los otros. Y es precisamente así: nosotros somos aún más capaces de anunciar el Evangelio cuando más nos dejamos conquistar y transformar por él, permitiendo al poder del Espíritu purificarnos en lo íntimo, hacer sencillas nuestras palabras, honestos y limpios nuestros deseos, generosas nuestras acciones.

Y aquí entra en juego el otro verbo: “recordar”, es decir volver a dirigir la atención del corazón a lo que hemos vivido y aprendido, para penetrar más profundamente en su significado y saborear su belleza.

Pienso, al respecto, en el camino exigente que la Diócesis de Roma está recorriendo en estos años, articulado a varios niveles de escucha: hacia el mundo que la rodea, para captar sus desafíos, y el interior de las comunidades, para comprender las necesidades y promover sabias y proféticas iniciativas de evangelización y caridad. Es un camino difícil, todavía en curso, que busca abrazar una realidad muy rica, pero también es muy compleja. Es, sin embargo, digno de la historia de esta Iglesia, que muchas veces ha demostrado saber pensar “en grande”, gastándose sin reservas en proyectos valientes y poniéndose en juego incluso ante escenarios nuevos y exigentes.

Es signo de ello el gran trabajo con el que toda la Diócesis, precisamente en estos días, se está prodigando para el Jubileo, en la acogida y el cuidado de los peregrinos y en otras innumerables iniciativas. Gracias a tantos esfuerzos, la ciudad aparece a quien llega a ella, a veces desde muy lejos, como una gran casa abierta y acogedora, y sobre todo como un hogar de fe.

Por mi parte, expresó el deseo y el compromiso de entrar en esta construcción tan vasta, poniéndome, en cuanto me sea posible, a la escucha de todos, para aprender, comprender y decidir juntos: “cristiano con ustedes y Obispo para ustedes”, como decía San Agustín (cf. Sermón 340, 1). Les pido que me ayuden a hacerlo en un esfuerzo común de oración y caridad, recordando las palabras de San León Magno: «Todo el bien realizado por nosotros en el desarrollo de nuestro ministerio es obra de Cristo; y no de nosotros, que no podemos hacer nada sin él, sino que de él nos gloriamos, él es de quien deriva toda la eficacia de nuestro actuar» (Serm. 5, de natali ipsius, 4).

A estas palabras quisiera unir, concluyendo, las del Beato Juan Pablo I, que el 23 de septiembre de 1978, con el rostro radiante y sereno que ya le había valido el apelativo de “Papa de la sonrisa”, así saludaba a su nueva familia diocesana: «San Pío X – decía – al comenzar como patriarca en Venecia, había exclamado en San Marcos: “¿qué sería de mí, venecianos, si no los amara?”. Yo le digo a los romanos algo semejante: puedo asegurarles que los amo, que solo deseo entrar a su servicio y poner a disposición de todos mis pobres fuerzas, lo poco que tengo y que soy» (Homilía en ocasión de la toma de posesión de la Cátedra Romana, 23 de septiembre 1978).

También yo les expreso todo mi afecto, con el deseo de compartir con ustedes, en el camino común, alegrías y dolores, fatigas y esperanzas. También yo les ofrezco “ese poco que tengo y que soy”, y lo encomiendo a la intercesión de los Santos Pedro y Pablo y de tantos otros hermanos y hermanas cuya santidad ha iluminado la historia de esta Iglesia y los caminos de esta ciudad. Que la Virgen María nos acompañe e interceda por nosotros.

Después de la Misa, desde la Logia Central de San Juan de Letrán:

¡Que la paz esté con ustedes!

Queridos hermanos y hermanas, comunidad de Roma, me da mucho gusto estar aquí con ustedes esta tarde, en esta acción litúrgica, en la que hemos celebrado mi toma de posesión como su nuevo Obispo de Roma. ¡Gracias a todos ustedes!

Vivir nuestra fe, especialmente durante este Año del Jubileo, buscando la esperanza; pero buscando ser nosotros mismos testimonio que ofrece la esperanza al mundo. ¡Un mundo que sufre mucho, mucho dolor, por las guerras, la violencia, la pobreza! Pero a nosotros los cristianos el Señor nos pide ser siempre este testimonio vivo. Vivir nuestra fe, sentir en nuestro corazón que Jesucristo está presente y saber que Él nos acompaña siempre en nuestro camino.

¡Gracias a ustedes por caminar juntos! ¡Caminemos todos juntos! Cuenten siempre conmigo, que con ustedes soy cristiano y para ustedes Obispo. Gracias a todos.

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