EL PAPA, UN TRABAJADOR QUE VIVIÓ SU MISIÓN CON PASIÓN: HOMILÍA DEL CARD. VÍCTOR MANUEL FERNÁNDEZ, EN EL SEXTO NOVENDIAL EN SUFRAGIO DEL SANTO PADRE (01/05/2025)
En esta Pascua Cristo nos dice: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí... Su voluntad es que yo no pierda nada de lo que Él me ha dado”. Qué inmensa dulzura tienen estas palabras.
El Papa Francisco es de Cristo, le pertenece a Él, y ahora que ha dejado esta tierra es plenamente de Cristo. El Señor tomó a Jorge Bergoglio consigo desde su bautismo y a lo largo de toda su existencia. Él es de Cristo, que le ha prometido la plenitud de la vida.
Saben con cuánta ternura hablaba de Cristo el Papa Francisco, cómo gozaba con el dulce nombre de Jesús, como buen jesuita. Él sabía bien ser suyo y seguramente Cristo no lo dejó, no lo perdió. Esa es nuestra esperanza que celebramos con la alegría pascual a la luz preciosa de este Evangelio de hoy.
No podemos ignorar que estamos celebrando también el Día de los Trabajadores, que eran tan queridos para el Papa Francisco.
Recuerdo un video que hace tiempo envió para una reunión de empresarios argentinos. A ellos les decía: “No me cansaré de hacer referencia a la dignidad del trabajo. Alguien me ha hecho decir que propongo una vida sin cansancio o que desprecio la cultura del trabajo”. De hecho, algunos deshonestos han dicho que el Papa Francisco defendía a los perezosos, a los zánganos, a los delincuentes, a los ociosos.
Pero él insistía: “Imagínate si se puede decir eso de mí, un descendiente de piamonteses, que no vinieron a este país con el deseo de ser sostenidos sino con una gran voluntad de remangarse las mangas y construir un futuro para sus familias”. Se ve que lo habían molestado.
Porque para el Papa Francisco el trabajo expresa y alimenta la dignidad del ser humano, le permite desarrollar sus capacidades, no ayuda a acrecentar relaciones, le permite sentirse colaborador de Dios para cuidar y mejorar este mundo, lo hace sentir útil para la sociedad y solidario con sus seres queridos. He ahí porque el trabajo, más allá de las fatigas y dificultades, es un camino de maduración humana. Y por eso afirmó que el trabajo “es la mejor ayuda para un pobre”. Aún más: “No hay pobreza peor que la que priva del trabajo y de la dignidad del trabajo”.
Vale la pena recordar las palabras en el viaje a Génova. Allí sostenía que “en torno al trabajo se edifica todo el pacto social” y que cuando hay problemas con el trabajo “es la democracia la que entra en crisis”. Después retomaba con admiración lo que dice la Constitución italiana en el Artículo 1: “Italia es una república democrática, fundada en el trabajo”.
Detrás de este amor por el trabajo hay una fuerte convicción del Papa Francisco: el valor infinito de todo ser humano, una inmensa dignidad que nunca se pierde, que en ningún caso puede ser ignorada u olvidada.
Pero toda persona es tan digna y debe ser tomada tan en serio, que no se trata sólo de darle cosas, sino de promoverla. Es decir, que pueda desarrollar todo el bien que tiene en sí misma, que pueda ganarse el pan con los dones que Dios le ha dado, que pueda desarrollar sus capacidades. Así cada persona es promovida en toda su dignidad. Y es aquí donde el trabajo se convierte en algo tan importante.
Ahora tengamos cuidado, decía Francisco. Otra cosa son algunos falsos discursos sobre la “meritocracia”. Porque una cosa es valorar los méritos de una persona y premiar sus esfuerzos. Otra cosa es la falsa “meritocracia”, que nos lleva a pensar que solo tienen méritos los que han tenido éxito en la vida.
Demos una ojeada a una persona que nació en una buena familia y ha sido capaz de aumentar su riqueza, llevar una buena vida con una hermosa casa, auto, vacaciones en el extranjero. Todo está bien. Ha tenido la fortuna de crecer en las condiciones justas y ha realizado acciones meritorias. Así, con las capacidades y el tiempo ha construido una vida muy confortable para sí mismo y para sus hijos.
Al mismo tiempo, alguien que trabaja con sus manos, con méritos iguales o mayores debidos a los esfuerzos y al tiempo que ha invertido, no tiene nada. No ha tenido la fortuna de nacer en el mismo contexto y, por lo que suda, logra a duras penas sobrevivir.
Les cuento un caso que no puedo olvidar: un joven que vi muchas veces cerca de mi casa en Buenos Aires. Lo encontraba en la calle, realizando su trabajo, que era recoger cartones y botellas para alimentar a su familia. Cuando iba a la Universidad por la mañana, cuando regresaba, incluso de noche lo encontraba trabajando. Una vez le pregunté: “¿Pero cuántas horas trabajas?”. Respondió: “Entre 12 y 15 horas al día. Porque tengo varios hijos que mantener y quiero que tengan un futuro mejor que el mío”.
Entonces le pregunté: “¿Pero cuando estás con ellos?”. Y respondió: “Debo elegir, o estoy con ellos o les llevo de comer”. No obstante, una persona bien vestida que pasaba por ahí le dijo: “¡Ponte a trabajar, vago!”. Estas palabras me parecieron de una crueldad y una vanidad horrendas. Pero esas palabras se encuentran también ocultas detrás de otros discursos más elegantes.
El Papa Francisco lanzó un grito profético contra esta falsa idea. Y en distintas conversaciones me hacía notar: mira, nos llevan a pensar que la mayor parte de los pobres lo son porque no tienen “méritos”. Parece que fuera más digno el que heredó muchos bienes que aquel que ha hecho trabajos duros toda su vida sin lograr ahorrar algo y mucho menos comprarse una pequeña casa.
Por eso afirmaba en Evangelli gaudium que en este modelo “no parece que tenga sentido invertir para que los que se quedan atrás, los débiles o los menos dotados puedan hacerse camino en la vida” (EG 209).
La pregunta que vuelve siempre es la misma: ¿los menos dotados no son personas humanas? ¿Los débiles no tienen nuestra misma dignidad? ¿Los que nacen con menos posibilidades deben limitarse sólo a sobrevivir? ¿No hay para ellos la posibilidad de tener un trabajo que les permita crecer, desarrollarse, crear algo mejor para sus hijos? De la respuesta que demos a estas preguntas depende del valor de nuestra sociedad.
Pero permítanme presentar también al Papa Francisco como un trabajador. Él no sólo hablaba del valor del trabajo, sino que toda su vida fue alguien que vivía su misión con gran esfuerzo, pasión y compromiso. Para mí siempre fue un misterio entender cómo podía soportar, aún siendo un hombre grande y con distintas enfermedades, un ritmo de trabajo tan exigente. Él no sólo trabajaba por la mañana con distintas reuniones, audiencias, celebraciones y encuentros, sino también toda la tarde. Y me pareció verdaderamente heroico que con las muy pocas fuerzas que tenía en sus últimos días se haya hecho fuerte para visitar una cárcel.
No es que podamos tomarlo como ejemplo, porque él nunca tomaba algunos días de vacaciones. En Buenos Aires, en verano, si no encontrabas un sacerdote seguramente no encontrabas a él. Cuando estaba en Argentina nunca salía a cenar, al teatro, a pasear o a ver una película, nunca se tomaba un día completamente libre. En cambio, nosotros, seres normales, no podríamos resistir. Pero su vida es un estímulo para vivir con generosidad nuestro trabajo.
Lo que quiero mostrar, sin embargo, es hasta qué punto el entendió que su trabajo era su misión, su trabajo de cada día era su respuesta al amor de Dios, era la expresión de su preocupación por el bien de los demás. Y por estas razones el trabajo mismo era su alegría, su alimento, su reposo. Experimentaba lo que dice la primera lectura que escuchamos: “ninguno de nosotros vive para sí mismo”.
Pidamos por todos los trabajadores, que a veces deben trabajar en condiciones poco agradables, para que puedan encontrar la forma de vivir su trabajo con dignidad y esperanza para que reciban una compensación que les permita mirar hacia adelante con esperanza.
Pero en esta Misa, con la presencia de la Curia vaticana, tengamos en cuenta que también nosotros en la Curia trabajamos. En efecto, somos trabajadores que respetamos su horario, que realizamos las tareas que nos son asignadas, que debemos ser responsables y esforzarnos y sacrificarnos en nuestros compromisos.
La responsabilidad del trabajo es también para nosotros en la Curia un camino de maduración y realización como cristianos.
Finalmente, déjenme recordar el amor del Papa Francisco hacia San José, ese fuerte y humilde trabajador, ese carpintero de un pequeño pueblo olvidado, que con su trabajo cuidaba de María y de Jesús.
Y recordemos también que cuando el Papa Francisco tenía un gran problema, metí a un pedacito de papel con una súplica bajo la imagen de San José. Entonces pidamos a San José que en el cielo le dé un fuerte abrazo a nuestro querido Papa Francisco.
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