CATEQUESIS DE LEÓN XIV: LA COMPASIÓN ES HUMANIDAD, AYUDAR AL OTRO SIGNIFICA INVOLUCRARSE (28/05/2025)
Jesucristo, nuestra esperanza. II. La vida de Jesús. Las parábolas. 7. El samaritano. Pasando a su lado, lo vio y tuvo compasión de él (Lc 10).
Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos meditando sobre algunas parábolas del Evangelio que son una ocasión para cambiar de perspectiva y abrirnos a la esperanza. La falta de esperanza, a veces, se debe al hecho de que nos quedamos fijos en una cierta forma rígida y cerrada de ver las cosas, y las parábolas nos ayudan a mirarlas desde otro punto de vista.
Hoy me gustaría hablarles de una persona experta, preparada, un doctor en la Ley, que sin embargo necesita cambiar de perspectiva, porque está concentrado en sí mismo y no se da cuenta de los demás (cf. Lc 10, 25-37). Él, de hecho, interroga a Jesús sobre la forma en que se “hereda” la vida eterna, usando una expresión que la entiende como un derecho inequívoco. Pero detrás de esta pregunta, quizás se esconde precisamente una necesidad de atención: la única palabra sobre la que pide explicaciones a Jesús es el término “prójimo”, que literalmente significa el que está cerca.
Por eso, Jesús cuenta una parábola que es un camino para transformar esa pregunta, para pasar del ¿quién me quiere? al ¿quién ha querido? La primera es una pregunta inmadura, la segunda es la pregunta del adulto que ha comprendido el sentido de su vida. La primera pregunta es la que pronunciamos cuando nos ponemos en un rincón y esperamos, la segunda es la que nos impulsa a ponernos en camino.
La parábola que cuenta Jesús tiene, de hecho, como escenario precisamente un camino, y es un camino difícil y accidentado, como la vida. Es el camino que recorre un hombre que baja de Jerusalén, la ciudad en la montaña, a Jericó, la ciudad bajo el nivel del mar. Es una imagen que ya presagia lo que podría ocurrir: ocurre, de hecho, que ese hombre es asaltado, golpeado, despojado y abandonado medio muerto. Es la experiencia que se vive cuando las situaciones, las personas, a veces incluso aquellos en quienes hemos confiado, nos quitan todo y nos dejan en medio del camino.
La vida, sin embargo, está hecha de encuentros, y en estos encuentros nos revelamos por lo que somos. Nos encontramos frente al otro, frente a su fragilidad y su debilidad, y podemos decidir qué hacer: cuidar de él o fingir como si nada pasara. Un sacerdote y un levita bajan por ese mismo camino. Son personas que prestan servicio en el Templo de Jerusalén, que viven en el espacio sagrado. Sin embargo, la práctica del culto no lleva automáticamente a ser compasivos. De hecho, antes que una cuestión religiosa, ¡la compasión es una cuestión de humanidad! Antes que ser creyentes, estamos llamados a ser humanos.
Podemos imaginar que, después de haber permanecido mucho tiempo en Jerusalén, aquel sacerdote y aquel levita tienen prisa por volver a casa. Es precisamente la prisa, tan presente en nuestra vida, la que muchas veces nos impide sentir compasión. Quien piensa que su viaje debe tener la prioridad, no está dispuesto a detenerse por otro.
Pero he aquí que llega alguien que efectivamente es capaz de detenerse: es un samaritano, alguien, entonces, que pertenece a un pueblo despreciado (cf. 2 Re 17). En su caso, el texto no precisa la dirección, sino que sólo dice que estaba de viaje. La religiosidad aquí no tiene nada que ver. Este samaritano se detiene simplemente porque es un hombre ante otro hombre que necesita ayuda.
La compasión se expresa a través de gestos concretos. El evangelista Lucas se detiene en las acciones del samaritano, al que nosotros llamamos “bueno”, pero que en el texto es simplemente una persona: el samaritano se acerca, porque si quieres ayudar a alguien, no puedes pensar en mantenerte a distancia, debes involucrarte, ensuciarte, quizás contaminarte; le venda las heridas después de haberlas limpiado con aceite y vino; lo carga en su cabalgadura, es decir, se hace cargo de él, porque se ayuda de verdad si se está dispuesto a sentir el peso del dolor del otro; lo lleva a una posada donde gasta su dinero, “dos denarios”, más o menos dos días de trabajo; y se compromete a volver y, eventualmente, a pagar más, porque el otro no es un paquete que hay que entregar, sino alguien al que hay que cuidar.
Queridos hermanos y hermanas, ¿cuándo seremos capaces también nosotros de interrumpir nuestro viaje y tener compasión? Cuando hayamos comprendido que ese hombre herido en el camino nos representa a cada uno de nosotros. Y entonces, la memoria de todas las veces en que Jesús se detuvo para cuidar de nosotros nos hará más capaces de compasión.
Oremos, entonces, para que podamos crecer en humanidad, de modo que nuestras relaciones sean más verdaderas y más ricas en compasión. Pidamos al Corazón de Cristo la gracia de tener cada vez más sus mismos sentimientos.
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