NO SE CANSEN DE SOÑAR Y DE SEGUIR CONSTRUYENDO UNA CIVILIZACIÓN DE PAZ: HOMILÍA DEL PAPA EN LA SANTA MISA EN YAKARTA (05/09/2024)

En su homilía de la Santa Misa de este 5 de septiembre en el Estadio Gelora Bung Karno, en Yakarta, el Papa Francisco recordó a los fieles que el encuentro con Jesús nos llama a vivir “dos actitudes fundamentales” que nos hacen capaces de llegar a ser sus discípulos: escuchar y vivir la Palabra. “Con la Palabra del Señor, los animo a sembrar amor, a recorrer confiados el camino del diálogo, a seguir manifestando su bondad y amabilidad con la sonrisa típica que los caracteriza, para ser constructores de unidad y de paz”, dijo el Santo Padre en su homilía cuyo texto compartimos a continuación, traducido del italiano:

El encuentro con Jesús nos llama a vivir dos actitudes fundamentales, que nos permiten convertirnos en sus discípulos. La primera actitud: escuchar la Palabra; la segunda: vivir la Palabra. Primero escuchar, porque todo nace de la escucha, de abrirse a Él, de acoger el don precioso de su amistad. Pero después es importante vivir la Palabra recibida, para no ser escuchas vanos que se engañan a sí mismos (cf. Sant 1, 22); Para no correr el riesgo de escuchar solamente con los oídos sin que la semilla de la Palabra descienda al corazón y cambie nuestra forma de pensar, de sentir, de actuar, y eso no es bueno. La Palabra que nos es entregada y que escuchamos pide convertirse en vida, transformar la vida, encarnarse en nuestra vida.

Estas dos actitudes esenciales: escuchar la Palabra y vivir la Palabra, podemos contemplarlas en el Evangelio que se acaba de proclamar.

Ante todo, escuchar la Palabra. El Evangelista relata que mucha gente acudía con Jesús y «la multitud se agolpaba a su alrededor para escuchar la palabra de Dios» (Lc 5, 1). Lo buscan a Él, tienen hambre y sed de la Palabra del Señor y la escuchan resonar en las palabras de Jesús. Entonces, esta escena, que se repite muchas veces en el Evangelio, nos dice que el corazón del hombre está siempre en la búsqueda de una verdad capaz de quitar el hambre y saciar su deseo de felicidad; que no podemos contentarnos sólo con palabras humanas, con criterios de este mundo, con juicios terrenales; siempre necesitamos una luz que venga de lo alto a iluminar nuestros pasos, de un agua viva que pueda quitar la sed de los desiertos del alma, de un consuelo que no defraude porque proviene del cielo y no de las cosas efímeras de aquí abajo. En medio del aturdimiento y la vanidad de las palabras humanas, hermanos y hermanas, se necesita la Palabra de Dios, la única que es brújula para nuestro camino, la única que entre tantas heridas y errores es capaz de conducirnos de nuevo al significado auténtico de la vida.

Hermanos y hermanas, no olvidemos esto: la primera tarea del discípulo – todos nosotros somos discípulos – no es la de vestir el hábito de una religiosidad exteriormente perfecta, hacer cosas extraordinarias o esforzarse en empresas grandiosas. No. La primera tarea, el primer paso, en cambio, consiste en saber ponerse a la escucha de la única Palabra que salva, la de Jesús, como podemos ver en el episodio de evangélico, cuando el Maestro sube a la barca de Pedro para distanciarse un poco de la orilla y así predicar mejor a la gente (cf. Lc 5, 3). Nuestra vida de fe inicia cuando humildemente acogemos a Jesús en la barca de nuestra existencia, le hacemos espacio, nos ponemos a la escucha de su palabra y por ella nos hacemos interrogar, sacudir y cambiar.

Al mismo tiempo, hermanos y hermanas, la Palabra del Señor pide encarnarse concretamente en nosotros: estamos por ello llamados a vivir la Palabra. Repetir solamente la Palabra, sin vivirla, hace que nos convirtamos un pericos; sí, la digo, pero no se entiende, no se vive. De hecho, después de que ha terminado de predicar a las multitudes desde la barca, Jesús se dirige a Pedro y lo exhorta a arriesgarse apostando por esa Palabra: «Toma la barca y lancen sus redes para la pesca» (v. 4). La Palabra del Señor no puede quedarse como una hermosa idea abstracta o suscitar solamente la emoción de un momento; ésta nos pide cambiar nuestra mirada, dejarnos transformar el corazón a imagen del de Cristo; la palabra nos llama a lanzar con valentía las redes del Evangelio en medio del mar del mundo, “corriendo el riesgo”, sí, corriendo el riesgo de vivir el amor que Él nos enseñó y vivió en primer lugar. También a nosotros, hermanos y hermanas, el Señor, con la fuerza quemante de su Palabra, nos pide tomar la barca, separarnos de las orillas estancadas de las malas costumbres, de los miedos y la mediocridad, para atrevernos a una nueva vida. ¡La mediocridad le gusta el diablo! Porque entra en nosotros y nos arruina.

Es verdad, los obstáculos y excusas para decir no nunca faltan, pero veamos una vez más la actitud de Pedro: venía de una noche difícil, en la que no había pescado nada, estaba enojado, cansado, desilusionado; sin embargo, en lugar de permanecer paralizado en ese vacío y bloqueado por el propio fracaso, dice: «Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada, pero obedeciendo tu palabra lanzaré las redes» (v. 5). Obedeciendo tu palabra lanzaré las redes. Y entonces ocurre lo inaudito, el milagro de una barca que se llena de peces hasta casi hundirse (cf. v. 7).

Hermanos y hermanas, ante tantas tareas de nuestra vida cotidiana; ante el llamado, que todos advertimos, a construir una sociedad más justa, a avanzar en el camino de la paz y el diálogo – ese camino que aquí en Indonesia desde hace tiempo se ha trazado –, podemos sentirnos a veces inadecuados, sentir el peso de tanto esfuerzo que no siempre da los frutos esperados o por nuestros errores que parecen detener el camino. Pero con la misma humildad y la misma fe de Pedro, también en nosotros se nos pide no permanecer prisioneros de nuestros errores. Esto es algo terrible, porque los errores nos atrapan y podemos convertirnos en prisioneros de ellos. No, por favor: no permanezcamos prisioneros de nuestros errores; en lugar de quedarnos con la mirada fija en nuestras redes vacías, miremos a Jesús y confiemos en Él. No mires tus redes vacías, mira a Jesús, ¡mira a Jesús! Él te hará caminar, él te hará caminar bien, ¡confía en Jesús! Siempre podemos arriesgarnos a tomar la barca y lanzar de nuevo las redes, aún cuando hayamos atravesado la noche del fracaso, el tiempo de la desilusión en que no hemos pescado nada. Ahora haré un pequeño momento de silencio en cada uno de ustedes piense en sus propios errores. [Pausa] Y mirando estos errores, arriesguemos, vayamos adelante con la valentía de la Palabra de Dios.

Santa Teresa de Calcuta, de quien hoy celebramos su memoria y que incansablemente cuidó de los más pobres y se hizo promotora de paz y diálogo, decía: “Cuando no tengamos nada que dar, démosle ese nada. Y recuerda: aún cuando no cosecharas nada, nunca te canses de sembrar”. Hermano y hermana, nunca te canses de sembrar, porque eso es vida.

Esto, hermanos y hermanas, quisiera decirles también a ustedes, a esta nación, este maravilloso y variado archipiélago: no se cansen de tomar la barca, no se cansen de lanzar las redes, no se cansen de soñar, ¡no se cansen de soñar y construir una vez más una civilización de la paz! Atrévanse siempre por el sueño de la fraternidad, que es un verdadero tesoro entre ustedes. Siguiendo la Palabra del señor los animo a sembrar amor, a recorrer confiados el camino del diálogo, a seguir practicando su bondad y gentileza con la sonrisa típica que los distingue. ¿Les han dicho que son un pueblo sonriente? ¡No pierdan la sonrisa, por favor, y sigan adelante! Y sean constructores de paz. ¡Sean constructores de esperanza!

Este es el deseo expresado recientemente por los obispos del país, y es el deseo que también yo quisiera dirigir a todo el pueblo de Indonesia: caminen juntos por el bien de la sociedad y de la Iglesia. Sean constructores de esperanza. Escuchen bien: ¡sean constructores de esperanza! Esa esperanza que no defrauda (cf. Rom 5, 5), nunca defrauda, y que nos abre a la alegría sin fin. Muchas gracias.

Agradecimiento al final de la Misa

Agradezco al Cardenal Ignatius, así como también al Presidente de la Conferencia Episcopal y a los demás pastores de la Iglesia en Indonesia, que junto con los presbíteros y diáconos sirven al pueblo santo de Dios en este gran país. Gracias a las religiosas, a los religiosos y a todos los voluntarios; y con mucho afecto a los ancianos, a los enfermos y a los que sufren que han ofrecido sus oraciones. ¡Gracias!

Mi visita entre ustedes llega a su fin y quiero expresar gozosa gratitud por la exquisita acogida que se me ha reservado. La renuevo al señor Presidente de la República, que hoy estaba aquí presente, a las demás autoridades civiles y a las fuerzas del orden, y la extiendo a todo el pueblo indonesio.

Se dice en el libro de los Hechos de los Apóstoles que el día de Pentecostés hubo en Jerusalén un gran ruido. Y todos hacían ruido para predicar el Evangelio. Les pido, queridos hermanos y hermanas, ¡hagan ruido! ¡Hagan ruido!

Que el Señor los bendiga. Gracias.

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