EL MAL NO SE PUEDE OCULTAR: HOMILÍA DEL PAPA DURANTE LA MISA EN BÉLGICA (29/09/2024)
«Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que creen en mí, sería mucho mejor para él que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar» (Mc 9, 42). Con estas palabras, dirigidas a los discípulos, Jesús pone en guardia del peligro de escandalizar, es decir, de obstaculizar el camino y herir la vida de los “pequeños”. Es una advertencia fuerte, una advertencia severa, sobre la que debemos detenernos a reflexionar. Quisiera hacerlo con ustedes, a la luz de otros textos sagrados, a través de tres palabras clave: apertura, comunión y testimonio.
Al principio la apertura. Nos habla de ella la primera Lectura y el Evangelio, mostrándonos la acción libre del Espíritu Santo que, en la narración del Éxodo, llena de su don de profecía no sólo a los ancianos que habían ido con Moisés a la tienda del encuentro, sino también a dos hombres que se habían quedado en el campamento.
Esto nos hace pensar, porqué, si en un primer momento era escandalosa su ausencia en el grupo de los elegidos, después del don del Espíritu es escandaloso prohibirles ejercer la misión que, a pesar de ello, han recibido. Bien lo comprende Moisés, hombre humilde y sabio, que con mente y corazón abiertos dice: «¡Ojalá todos fueran profetas en el pueblo del Señor, y el Señor quisiera poner sobre ellos su espíritu!» (Num 11, 29). Hermoso deseo.
Son palabras sabias, que preludian lo que Jesús afirma en el Evangelio (cf. Mc 9, 38-43.45.47-48). Aquí la escena se desarrolla en Cafarnaúm, y los discípulos quisieran a su vez impedir a un hombre expulsar los demonios en el nombre del Maestro, porque – afirman – «no nos seguía» (Mc 9, 38), es decir, “no es de nuestro grupo”. Ellos piensan así: “Quien no nos sigue, quien no es ‘de los nuestros’, no puede hacer milagros, no tiene el derecho”. Pero Jesús los sorprende – como siempre, Jesús siempre nos sorprende – y a estos los sorprende y los reprende, invitándolos a ir más allá de sus esquemas, a no “escandalizarse” de la libertad de Dios. Les dice: «No se lo impidan […], el que no está contra nosotros, está con nosotros» (Mc 9, 39-40).
Observemos bien estas dos escenas, la de Moisés y la de Jesús, porque se refieren también a nosotros y a nuestra vida cristiana. Todos, de hecho, con el Bautismo, hemos recibido una misión en la Iglesia. Pero se trata de un don, no de un motivo de orgullo. La comunidad de los creyentes no es un círculo de privilegiados, es una familia de salvados, y nosotros no somos enviados a llevar el Evangelio al mundo por nuestros méritos, sino por la gracia de Dios, por su misericordia y por la confianza que, más allá de todos nuestros límites y pecados, Él sigue poniendo en nosotros con amor de Padre, viendo en nosotros lo que nosotros mismos no alcanzamos a darnos cuenta. Por esto nos llama, nos envía y nos acompaña pacientemente cada día.
Y entonces, si queremos cooperar, con amor abierto y preocupado, a la acción libre del Espíritu sin ser motivo de escándalo, de obstáculo para nadie con nuestra presunción y nuestra rigidez, necesitamos realizar nuestra misión con humildad, gratitud y alegría. No debemos resentirnos, sino más bien alegrarnos del hecho de que también otros puedan hacer lo que nosotros hacemos, para que crezca el Reino de Dios y para reunirnos todos unidos, un día, en los brazos del Padre.
Y esto nos lleva a la segunda palabra: comunión. De esta nos habla Santiago en la segunda Lectura (cf. Sant 5, 1-6) con dos imágenes fuertes: las riquezas que corrompen (cf. v. 3) y las protestas de los cosechadores que llegan a los oídos del Señor (cf. v. 4). Nos recuerda, así, que el único camino de la vida es el del don, el del amor que une en el compartir. El camino del egoísmo genera sólo cerrazón, muros y obstáculos – “escándalos”, precisamente – encadenándonos a las cosas y alejándonos de Dios y los hermanos.
El egoísmo, como todo lo que impide la caridad, es “escandaloso” porque aplasta a los pequeños, humillando la dignidad de las personas y ahogando el clamor de los pobres (cf. Sal 9, 13). Y esto valía tanto en los tiempos de San Pablo como hoy para nosotros. Pensemos, por ejemplo, en lo que ocurre cuando se ponen en la base de la vida de los individuos y de las comunidades únicamente los principios del interés y las lógicas del mercado (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 54-58). Se crea un mundo en el que ya no hay espacio para quien está en dificultad, ni hay misericordia para quien se equivoca, ni compasión para quien sufre y no es capaz. No hay.
Pensemos en lo que ocurre cuando los pequeños son escandalizados, golpeados, abusados por aquellos que debieran cuidarlos; en las heridas de dolor e impotencia ante todo de las víctimas, pero también de sus familiares y de la comunidad. Con la mente y con el corazón vuelvo a las historias de algunos de estos “pequeños” con quienes me encontré antier. Los he escuchado, he escuchado su sufrimiento por haber sido abusados y lo repito aquí: en la Iglesia hay lugar para todos, todos, todos, pero todos seremos juzgados y no hay lugar para el abuso, no hay lugar para el encubrimiento del abuso. Se lo pido a todos: ¡no encubran los abusos! Se lo pido a los Obispos: ¡no encubran los abusos! Condenen a los abusadores y ayúdenles a curarse de esta enfermedad del abuso. El mal no se esconde: el mal debe ser puesto al descubierto, que se sepa, como lo han hecho algunos abusados y con valentía. Que se sepa. Y que sea juzgado el abusador. Que sea juzgado el abusador, sea laica, laico, sacerdote u obispo: que sea juzgado.
La Palabra de Dios es clara: dice que las “protestas de los cosechadores” y el “clamor de los pobres” no se pueden ignorar, no se pueden borrar, como si fuesen la nota desafinada en el concierto perfecto del mundo del bienestar, ni se pueden atenuar con alguna forma de asistencialismo de fachada. Al contrario, son voz viva del Espíritu, nos recuerdan quiénes somos – todos somos pobres pecadores, todos, yo el primero –; y las personas abusadas son un lamento que sube al cielo, que toca el alma, que nos hace avergonzarnos y nos llama a convertirnos. No obstaculicemos la voz profética, silenciándola con nuestra indiferencia. Escuchemos lo que dice Jesús en el Evangelio: lejos de nosotros el ojo escandaloso, que ve al indigente y se voltea para otro lado. Lejos de nosotros la mano escandalosa, que cierra el puño para esconder sus tesoros y se esconde ávida en los bolsillos. Mi abuela decía: “El diablo entra por los bolsillos”. Esa mano que golpea para cometer un abuso sexual, un abuso de poder, un abuso de conciencia contra el que es más débil. ¡Y cuántos casos de abuso tenemos en nuestra historia, en nuestra sociedad! Lejos de nosotros el pie escandaloso, que corre veloz no para hacerse cercano a quien sufre, sino para “pasar de largo” y permanecer a distancia. Fuera todo esto; ¡lejos de nosotros! Nada bueno ni sólido se construye de este modo. Y una pregunta que me gusta hacer a las personas: “¿Das limosna?” – “Sí, Padre, sí.” – “Y dime, cuando das limosna, ¿tocas la mano de la persona indigente o se la arrojas y miras para otro lado? ¿Miras a los ojos de las personas que sufren?”. Pensemos en esto.
Si queremos sembrar para el futuro, también a nivel social y económico, nos hará bien volver a poner en la base de nuestras decisiones el Evangelio de la misericordia. Jesús es la misericordia. Todos nosotros, todos, hemos sido misericordiados. De otro modo, por más que parezcan imponentes, los monumentos de nuestra opulencia serán siempre colosos con los pies de barro (cf. Dt 2, 31-45). No nos engañemos, sin amor nada dura, todo se desvanece, se derrumba, y nos deja prisioneros de una vida evasiva, vacía y sin sentido, de un mundo inconsistente que, más allá de las fachadas, ha perdido toda credibilidad, ¿por qué? Porque ha escandalizado a los pequeños.
Y así llegamos a la tercera palabra: testimonio. Podemos inspirarnos, al respecto, de la vida y la obra de Ana de Jesús, Ana de Lobera, Enel día de su beatificación. Esta mujer estuvo entre las protagonistas, en la Iglesia de su tiempo, de un gran movimiento de reforma, siguiendo las huellas de una “gigante del espíritu” – Teresa de Ávila –, de quien difundió los ideales en España, en Francia y también aquí, en Bruselas, y en aquellos que entonces se llamaban los Países Bajos Españoles.
En un tiempo marcado por escándalos dolorosos, dentro y fuera de la comunidad cristiana, ella y sus compañeras, con su vida sencilla y pobre, hecha de oración, de trabajo y de caridad, supieron traer de nuevo a la fe a muchas personas, hasta el punto de que alguien definió su fundación en esta ciudad como un “imán espiritual”.
Por elección, no dejó escritos. Se comprometió más bien en poner en práctica lo que a su vez había aprendido (cf. 1 Cor 15, 3), y con su forma de vivir contribuyó a levantar a la Iglesia en un momento de gran dificultad.
Acojamos entonces con reconocimiento el modelo de “santidad femenina” que nos dejó (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 12), delicado y fuerte, hecho de apertura, de comunión y testimonio. Encomendémonos a su oración, imitando sus virtudes y renovemos con ella nuestro compromiso de caminar juntos siguiendo las huellas del Señor.
Palabras del Papa al finalizar la Misa, previamente a la oración del Ángelus
Agradezco al Arzobispo sus amables palabras. Expreso sentida gratitud a Sus Majestades, el Rey y la Reina, así como a Sus Altezas Reales, el Gran Duque y la Gran Duquesa de Luxemburgo: les agradezco por su presencia y por la acogida de estos días.
Y extiendo mi “gracias” a todos aquellos que, de muchas maneras, colaboraron en la organización de esta visita; de modo especial a los ancianos y enfermos que han ofrecido sus oraciones.
Hoy se celebra la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado sobre el tema “Dios camina con su pueblo”. Desde este país, Bélgica, que ha sido y es aún hoy meta de muchos migrantes, renuevo a Europa y a la Comunidad internacional mi llamado a considerar el fenómeno migratorio como una oportunidad para crecer juntos en la fraternidad e invito a todos a ver en cada hermano y hermana migrante, el rostro de Jesús que se ha hecho huésped y peregrino entre nosotros.
Sigo con dolor y mucha preocupación el crecimiento e intensificación del conflicto en el Líbano. El Líbano es un mensaje, pero en este momento es un mensaje martirizado, y esta guerra tiene efectos devastadores en la población: muchas, demasiadas personas siguen muriendo día tras día en Medio Oriente. Oremos por las víctimas, por sus familias, oremos por la paz. Pido a todas las partes en conflicto que cese el fuego inmediatamente en el Líbano, en Gaza, en el resto de Palestina, en Israel. Que se libere a los rehenes y se permita la ayuda humanitaria. No olvidemos a la martirizada Ucrania.
Agradezco también a muchos de ustedes que han venido de Holanda, Alemania, Francia para compartir esta jornada: gracias a todos.
En este momento quisiera también darles una noticia. A mi regreso a Roma iniciaré el proceso de beatificación del Rey Balduino: que su ejemplo de hombre de fe ilumine a los gobernantes. Pido a los obispos belgas que se comprometan para llevar adelante esta causa.
Nos dirigimos ahora a la Virgen María recitando juntos el Ángelus. Esta oración, muy popular en las generaciones pasadas, merece ser redescubierta: es una síntesis del misterio cristiano, que la Iglesia nos enseña a insertar en medio de las ocupaciones cotidianas. Se las entrego, especialmente a los jóvenes, y los encomiendo a todos a nuestra Madre Santísima que aquí, junto al altar, es representada como Sede de la Sabiduría. Sí, necesitamos de la sabiduría del Evangelio. Pidámosla con frecuencia al Espíritu Santo.
Y, por intercesión de la Virgen María, invoquemos a Dios el don de la paz, para la martirizada Ucrania, para Palestina e Israel, para Sudán, Myanmar y todos los pueblos heridos a causa de la guerra.
¡Gracias a todos! Y adelante, “en route, avec Espérance”.
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