JESÚS NO ES UN REY CON INSIGNIAS, ES REY CON CLAVOS Y ESPINAS: HOMILÍA DEL PAPA EN LA SOLEMNIDAD DE CRISTO REY (20/11/2022)
Vimos a este joven, Stefano, que pide recibir el ministerio de acólito en su camino hacia el sacerdocio. Debemos orar por él, para que siga adelante en su vocación y sea fiel; pero también debemos orar por esta Iglesia de Asti, para que el Señor envíe vocaciones sacerdotales, porque como pueden ver la mayoría son viejos, como yo: se necesitan sacerdotes jóvenes, como algunos de aquí que son muy buenos. Pidamos al Señor para que bendiga a esta tierra.
Y de estas tierras mi padre partió para emigrar a Argentina; y a estas tierras, hechas valiosas de buenos productos de la tierra y sobre todo de la genuina laboriosidad de la gente, he venido a reencontrar el sabor de las raíces. Pero hoy es una vez más el Evangelio el que nos lleva a las raíces de la fe. Éstas se encuentran en el árido terreno del Calvario, donde la semilla de Jesús, muriendo, hizo germinar la esperanza: plantado en el corazón de la tierra nos abrió el camino al Cielo; con su muerte nos dio la vida eterna; a través del leño de la cruz nos trajo los frutos de la salvación. Mirémoslo entonces a Él, miremos al Crucificado.
Sobre la cruz aparece una sola frase: «Este es el rey de los Judíos» (Lc 23, 38). Ese es el título: Rey. Pero, observando a Jesús, nuestra idea de rey es transformada. Tratemos de imaginar visualmente a un rey: nos vendrá a la mente un hombre fuerte sentado en un trono con insignias preciosas, un cetro en las manos y anillos brillantes en los dedos, mientras profiere a los súbditos palabras solemnes. Esta, a grosso modo, es la imagen que tenemos en la cabeza. Pero mirando a Jesús, vemos que es todo lo contrario. Él no está sentado en un cómodo trono, sino colgado en un patíbulo; el Dios que « derriba a los poderosos de sus tronos» (Lc 1, 52) actúa como siervo puesto en la cruz por los poderosos; adornado solamente por clavos y espinas, despojado de todo pero rico en amor, desde el trono de la cruz ya no enseña a las multitudes con la palabra, ya no alza la mano para enseñar. Hace más: no apunta el dedo contra nadie, sino que abre los brazos a todos. Así se manifiesta nuestro Rey: Con brazos abiertos, a brasa aduerte (en dialecto piamontés).
Solo entrando en su abrazo entendemos: entendemos que Dios ha llegado hasta ahí, hasta la paradoja de la cruz, precisamente para abrazar todo en nosotros, incluso lo más lejano de Él: nuestra muerte – Él abrazó nuestra muerte –, nuestro dolor, nuestras pobrezas, nuestras fragilidades y nuestras miserias. Y Él abrazó todo esto. Se hizo siervo para que cada uno de nosotros se sienta hijo: pagó con su servidumbre nuestra filiación; Se dejó insultar y humillar, para que en cada humillación ninguno de nosotros esté solo; se dejó despojar, para que nadie se sienta despojado de su propia dignidad; subió a la cruz, para que en cada crucificado de la historia esté la presencia de Dios. He ahí a nuestro Rey, Rey de cada uno de nosotros, Rey del universo porque derrumbó los confines más remotos del ser humano, y entró en los abismos negros del odio, en los abismos negros del abandono para iluminar cada vida y abrazar toda realidad. Hermanos, hermanas, ¡este es el Rey que hoy festejamos! No es fácil entenderlo, pero es nuestro Rey. Y la pregunta que hay que hacerse es: ¿este Rey del universo es el Rey de mi existencia? ¿Creo en Él? ¿Cómo puedo celebrarlo como Señor de todas las cosas si no se convierte también en el Señor de mi vida? Y tú que hoy comienzas este camino hacia el sacerdocio no olvides que este es tu modelo: no te aferres a los honores, no. Este es tu modelo; si no piensas ser sacerdote como este Rey, mejor detente ahí.
Pero fijemos una vez más los ojos en Jesús Crucificado. Mira, Él no observa tu vida por un momento y basta, no te dedica una mirada fugaz como a menudo hacemos nosotros con Él, sino que Él se queda ahí, a brasa aduerte, a decirte en el silencio que nada de ti le es extraño, que quiere abrazarte, levantarte, salvarte tal como eres, con tu historia, tus miserias, tus pecados. ¿Pero Señor, es verdad? ¿Con mis miserias, me amas así? Cada uno en este momento piense en su propia pobreza: “¿Pero, tú me amas con esta pobreza espiritual que tengo, con estas limitaciones?”. Y Él sonríe y nos hace entender que nos ama y dio la vida por nosotros. Pensemos un poco en nuestros límites, también en las cosas buenas: Él nos ama como somos, como somos ahora. Él nos da la posibilidad de reinar en la vida, si te rindes a su amor manso que se propone pero no se impone – el amor de Dios nunca se impone – a su amor que siempre te perdona. Nosotros muchas veces nos cansamos de perdonar a la gente y crucificamos, sepultamos socialmente. Él nunca se cansa de perdonar, nunca, nunca: siempre vuelve a ponerte de pie, siempre te restituye tu dignidad real. Sí, ¿la salvación de dónde viene? De dejarnos amar por Él, porque solo así somos liberados de la esclavitud de nuestro yo, del miedo a estar solos, de pensar que no lo lograremos. Hermanos, hermanas, pongámonos a menudo ante el crucificado, dejándonos amar, para que esos brasa aduerte abran también para nosotros el paraíso, como al “buen ladrón”. Sintamos dirigida a nosotros esa frase, la única que Jesús dice hoy desde la cruz: «Estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). Esto desea y quiere decirnos Dios, a todos nosotros, cada vez que nos dejamos mirar por Él. Y entonces entendemos que no tenemos un Dios desconocido que está allá en el cielo, poderoso y distante, no: un Dios cercano, la cercanía es el estilo de Dios: la cercanía, con ternura y misericordia. Ese es el estilo de Dios. No tiene otro estilo. Cercano, misericordioso y tierno. Tierno y compasivo, cuyos brazos abiertos consuelan y acarician. ¡Ese es nuestro Rey!
Hermanos, hermanas, después de mirarlo, ¿qué podemos hacer? El Evangelio hoy nos coloca ante dos caminos. Ante Jesús está quien actúa como espectador y quien se involucra. Los espectadores son muchos, la mayoría. Miran, es un espectáculo ver morir a uno en la cruz. De hecho – dice el texto – « el pueblo estaba ahí para ver» (v. 35). No era gente mala, muchos eran creyentes, pero ante el Crucificado se quedan como espectadores: nos dan un paso al frente hacia Jesús, sino que lo miran desde lejos, curiosos e indiferentes, sin interesarse realmente, sin preguntarse qué pueden hacer. Habrán comentado, quizá: “Pero mira esto...” habrán expresado juicios y opiniones: “pero es inocente, mira esto...” alguno se habrá lamentado, pero todos se quedaron mirando con los brazos cruzados. Pero también cerca de la cruz están los espectadores: los jefes del pueblo, que quieren asistir al espectáculo cruento del fin humillante de Cristo; los soldados, que esperan que la ejecución termine pronto, para irse a casa; 1 de los malhechores, que descarga en Jesús su rabia. Se burlan, insultan, se desahogan.
Y todos estos espectadores comparten una frase, que el texto reporta tres veces: “¡Si eres rey, sálvate a ti mismo!” (cf. vv. 35.37.39) ¡Lo insultan así, lo desafían! Sálvate a ti mismo, exactamente lo contrario de lo que está haciendo Jesús, que no piensa en sí mismo, sino en salvarlos a ellos, que lo insultan. Pero el sálvate a ti mismo contagia: de los jefes a los soldados y a la gente, la ola del mal llega a casi todos. Pero pensamos que el mal es contagioso, nos contagia: como cuando nos contagiamos de una enfermedad infecciosa, nos contagia de pronto. Y esa gente habla de Jesús pero no se sintoniza ni siquiera un momento con Jesús. Toma distancia y habla. Es el contagio letal de la indiferencia. Una tremenda enfermedad de indiferencia. “Eso no me toca, no me toca”. Indiferencia hacia Jesús e indiferencia también hacia los enfermos, hacia los pobres, hacia los miserables de la tierra. Me gusta preguntarle a la gente, y le pregunto a cada uno de ustedes; sé que cada uno de ustedes da limosna a los pobres, y yo les pregunto: “Cuando das limosna a los pobres, ¿los miras a los ojos? ¿ Eres capaz de mirar a los ojos a ese pobre o esa pobre que te pide limosna? Cuando das limosna a los pobres, ¿avientas la moneda o los tocas en la mano? ¿Eres capaz de tocar una miseria humana?”. Que cada uno se dé la respuesta hoy. Esa gente estaba en la indiferencia. Esa gente habla de Jesús pero no sintoniza con Jesús. Y ése es el contagio letal de la indiferencia: que crea distancias con la miseria. La ola del mal se propaga siempre así: comienza por tomar distancia, por mirar sin hacer nada, por no hacerse cargo, después se piensa solo en lo que interesa y nos acostumbramos a voltear hacia otra parte. Y ese es un riesgo también para nuestra fe, que se marchita si se queda como una teoría que no se convierte en práctica, si no hay un involucramiento, si no nos gastamos en primera persona, si no nos ponemos en juego. Entonces nos convertimos en cristianos al agua de rosas – como escuché decir en mi casa – que dicen creer en Dios y desear la paz, pero no hacen oración y no cuidan al prójimo e incluso, no les interesa Dios, ni la paz. ¡Estos cristianos solamente de palabra, superficiales!
Esta era la ola maligna, que estaba ahí en el Calvario. Pero estaba también la ola benéfica del bien. Entre tantos espectadores, uno se involucra, es decir el “buen ladrón”. Los otros se ríen del Señor, él le habla y lo llama por su nombre: “Jesús”; muchos le avientan su rabia, él le confiesa a Cristo sus errores; muchos dicen “sálvate a ti mismo”, él pide: «Jesús, acuérdate de mí» (v. 42). Pide solamente eso al Señor. Hermosa oración esta. Si cada uno de nosotros la recita todos los días es un hermoso camino: el camino de la santidad: “Jesús acuérdate de mí”. Así un malhechor se convierte en el primer santo: se acerca a Jesús por un instante y el Señor lo mantiene consigo para siempre. Ahora, el Evangelio habla del buen ladrón para nosotros, para invitarnos a vencer el mal dejando de permanecer como espectadores. Por favor, eso es peor que hacer el mal, la indiferencia. ¿Por dónde empezar? Por la confianza, por llamar a Dios por su nombre, precisamente como hizo el buen ladrón, que al final de la vida reencuentra la confianza valiente de los niños, que confían, piden, insisten. Y en la confianza admite sus errores, llora pero no sobre sí mismo, más bien ante el Señor. Y nosotros, ¿tenemos esta confianza, llevamos a Jesús lo que tenemos dentro o nos enmascaramos frente a Dios, quizá con un poco de sacralidad e incienso? Por favor, no hagan de la espiritualidad un maquillaje: esa es aburrida. Ante Dios: agua y jabón, solamente, sin maquillaje, sino el alma tal como es. Y de ahí viene la salvación. Quien practica la confianza, como este buen ladrón, aprende la intercesión, aprende a llevar a Dios lo que ve, los sufrimientos del mundo, las personas que encuentra; a decirle, como el buen ladrón: “¡Acuérdate, Señor!”. No estamos en el mundo solo para salvarnos a nosotros mismos, no: sino para llevar a los hermanos y hermanas al abrazo del Rey. Interceder, recordarle al Señor, abre las puertas del paraíso. ¿Pero nosotros, cuando oramos, intercedemos? “Acuérdate Señor, acuérdate de mí, de mi familia, acuérdate de este problema, acuérdate, acuérdate...” Llamar la atención del Señor.
Hermanos, hermanas, hoy nuestro Rey desde la cruz nos mira a brasa aduerte. Está en nosotros elegir sí somos espectadores o nos involucramos. ¿Soy espectador o quiero estar involucrado? Vemos las crisis de hoy, la disminución de la fe, la falta de participación... ¿Qué hacemos? ¿Nos limitamos a hacer teorías, nos limitamos a criticar, o nos arremangamos las mangas, tomamos en nuestras manos la vida, pasamos del “si” de las excusas al “sí” de la oración y el servicio? Todos pensamos que sabemos lo que no funciona en la sociedad, todos; hablamos todos los días de lo que no funciona en el mundo e incluso en la Iglesia: muchas cosas no funcionan en la Iglesia. ¿Pero después hacemos algo? ¿Nos ensuciamos las manos como nuestro Dios clavado en el leño o estamos con las manos en los bolsillos mirando? Hoy, mientras Jesús, despojado en la cruz, quita todos los velos sobre Dios y destruye cualquier falsa imagen de su realeza, mirémoslo a Él, para encontrar el valor de mirarnos a nosotros mismos, de recorrer los caminos de la confianza y la intercesión, de hacernos servidores para reinar con Él. “Acuérdate Señor, acuérdate”: Hagamos esta oración más a menudo. Gracias.
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