EN LA TIERRA DEL ÁRBOL DE LA VIDA, UN SEMBRADOR DE PAZ: PALABRAS DEL PAPA EN EL ENCUENTRO CON AUTORIDADES EN BAHRÉIN (03/11/2022)

El “árbol de la vida”: este es el “emblema de vitalidad” que caracteriza a Bahréin, en el que el Papa Francisco pensó mientras se preparaba para el viaje a dicho país. Fue, también, el elemento de inspiración de su primer discurso en el Reino, durante el encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático, en la tarde de este 3 de noviembre en el “Sakhir Royal Palace” en Awali. El Papa resaltó la cordialidad del pueblo multiétnico, multicultural y multi-religioso, donde muchos migrantes se han trasladado en búsqueda de oportunidades, y llamó a construir la fraternidad. Compartimos a continuación el texto de su discurso, traducido del italiano:

Majestad, Altezas Reales, ilustres miembros del gobierno y del cuerpo diplomático, distinguidas autoridades religiosas y civiles, señoras y señores, As-salamu alaykum:

Agradezco de corazón a Su Majestad por la gentil invitación a visitar el Reino de Bahréin, por la calurosa y generosa acogida y por las palabras de bienvenida que me ha dirigido. Saludo cordialmente a cada uno de ustedes. Deseo dirigir un pensamiento amigable y afectuoso a quienes viven en este país: a cada creyente, a cada persona y a cada familia, que la Constitución de Bahréin define como «piedra angular de la sociedad». A todos les expreso mi alegría de estar entre ustedes.

Aquí, donde las aguas del mar circundan las arenas del desierto e imponentes rascacielos flanquean los tradicionales mercados orientales, realidades lejanas se encuentran: antigüedad y modernidad convergen, historia y progreso se funden; sobre todo, gentes de diversas procedencias forman un original mosaico de vida. Cuando me preparaba para este viaje, supe de la existencia de un “emblema de vitalidad” que caracteriza al país. Me refiero al así llamado “árbol de la vida” (Shajarat-al-Hayat), en el que quisiera inspirarme para compartir algunos pensamientos. Se trata de una majestuosa acacia, que sobrevive desde hace siglos en una zona desértica, donde las lluvias son muy escasas. Parece imposible que un árbol tan longevo resista y prospere en tales condiciones. Según muchos, el secreto está en las raíces, que se extienden por decenas de metros bajo el suelo, alcanzando depósitos subterráneos de agua.

Las raíces, entonces: el Reino de Bahréin está comprometido en la investigación y valoración de su pasado, que da cuenta de una tierra sumamente antigua, a la que, ya desde hace milenios, los pueblos acudían, atraídos por su belleza, debida en particular a las abundantes fuentes de agua dulce que le dieron la fama de ser paradisíaca: el antiguo reino de Dilmun era llamado “tierra de los vivos”. Remontándonos a las vastas raíces del tiempo —unos 4,500 años de ininterrumpida presencia humana— se pone de manifiesto cómo la posición geográfica, la predisposición y las capacidades comerciales de la gente, además de ciertos hechos históricos, hayan dado a Bahréin la oportunidad de conformarse como una confluencia de mutuo enriquecimiento entre los pueblos. Un aspecto, por tanto, destaca de esta tierra: ha sido siempre lugar de encuentro entre poblaciones diversas.

Esta es el agua vital de la que todavía hoy se abrevan las raíces de Bahréin, cuya mayor riqueza resplandece en su variedad étnica y cultural, en la convivencia pacífica y en la tradicional hospitalidad de la población. Una diversidad que no busca homologar, sino incluyente, representa el tesoro de todo país verdaderamente evolucionado. Y en estas islas se admira una sociedad heterogénea, multiétnica y multi-religiosa, capaz de superar el peligro del asilamiento. Es muy importante en nuestro tiempo, en que el repliegue exclusivo sobre sí mismos y sobre los propios intereses impide captar la importancia irrenunciable del conjunto. En cambio, los muchos grupos nacionales, étnicos y religiosos que aquí coexisten dan testimonio de que se puede y se debe convivir en nuestro mundo, convertido desde hace décadas en una aldea global en la que, a pesar de dar por sentada la globalización, es todavía desconocido en muchos sentidos “el espíritu de la aldea”: la hospitalidad, la búsqueda del otro, la fraternidad. Por el contrario, asistimos con preocupación al crecimiento, a gran escala, de la indiferencia y de la sospecha recíproca, a la expansión de rivalidades y contraposiciones que se esperaban superadas, a populismos, extremismos e imperialismos que ponen en peligro la seguridad de todos. No obstante el progreso y tantas conquistas civiles y científicas, la distancia cultural entre las diversas partes del mundo aumenta, y a las beneficiosas oportunidades de encuentro se anteponen feroces actitudes de enfrentamiento.

Pensemos en cambio en el árbol de la vida — su símbolo — y en los áridos desiertos de la convivencia humana distribuyamos el agua de la fraternidad: no dejemos evaporar la posibilidad del encuentro entre civilizaciones, religiones y culturas, ¡no permitamos que se sequen las raíces de lo humano! ¡Trabajemos juntos, trabajemos por el conjunto, por la esperanza! Estoy aquí, en la tierra del árbol de la vida, como sembrador de paz, para vivir días de encuentro, para participar en un Foro de diálogo entre Oriente y Occidente por la convivencia humana pacífica. Agradezco desde ahora a los compañeros de viaje, de modo especial a los representantes religiosos. Estos días marcan una etapa preciosa en el itinerario de amistad que se ha intensificado en los últimos años con varios líderes religiosos islámicos: un camino fraterno que, bajo la mirada del Cielo, quiere favorecer la paz en la Tierra.

A este respecto, expreso mi aprecio por las conferencias internacionales y por las oportunidades de encuentro que este Reino organiza y favorece, centrándose especialmente en el tema del respeto, la tolerancia y la libertad religiosa. Son temas esenciales, reconocidos por la Constitución del país, que establece que «no debe haber ninguna discriminación con base en el sexo, en la proveniencia, en la lengua, en la religión o el credo» (art. 18), que «la libertad de conciencia es absoluta» y que «el Estado tutela la inviolabilidad del culto» (art. 22). Son, sobre todo, compromisos que deben ponerse en práctica constantemente, para que la libertad religiosa sea plena y no se limite a la libertad de culto; para que la misma dignidad y igualdad de oportunidades sean reconocidas concretamente a cada grupo y a cada persona; para que no haya discriminaciones y los derechos humanos fundamentales no sean violados, sino promovidos. Pienso ante todo en el derecho a la vida, en la necesidad de garantizarlo siempre, también en relación a los que son castigados, cuya existencia no puede ser eliminada.

Volvamos al árbol de la vida. Las muchas ramas de diversas dimensiones que lo caracterizan, con el tiempo han dado vida a un frondoso follaje, aumentando su altura y amplitud. En este país ha sido precisamente la contribución de muchas personas de pueblos diferentes lo que ha permitido un considerable desarrollo productivo. Eso ha sido posible por la inmigración, de la que el Reino de Baréin ostenta una de las tasas más elevadas del mundo: cerca de la mitad de la población residente es extranjera y trabaja de modo notable por el desarrollo de un país en el que, aun habiendo dejado la propia patria, se siente en casa. Pero no se puede olvidar que en nuestros tiempos aún existe demasiada falta de trabajo, y demasiado trabajo deshumanizante: eso no sólo conlleva graves riesgos de inestabilidad social, sino que representa un atentado a la dignidad humana. El trabajo, en efecto, no sólo es necesario para ganarse la vida, es un derecho indispensable para desarrollarse integralmente a sí mismo y para moldear una sociedad a la medida del hombre.

Desde este país, atractivo por las oportunidades laborales que ofrece, quisiera señalar la emergencia de la crisis laboral mundial: a menudo el trabajo, valioso como el pan, falta; frecuentemente, es pan envenenado, porque esclaviza. En ambos casos, en el centro ya no está el hombre, que, de ser el fin sagrado e inviolable del trabajo, es reducido a un medio para producir dinero. Por ello, que se garanticen en todas partes condiciones laborales seguras y dignas del hombre, que no impidan sino que favorezcan la vida cultural y espiritual; que promuevan la cohesión social, en favor de la vida común y del desarrollo mismo de los países (cf. Gaudium et spes, 9.27.60.67).

Bahréin cuenta con valiosas adquisiciones en ese sentido: pienso, por ejemplo, en la primera escuela femenina que surgió en el Golfo y en la abolición de la esclavitud. Que sea un faro que promueva, en toda la región, derechos y condiciones justas y cada vez mejores para los trabajadores, las mujeres y los jóvenes, garantizando al mismo tiempo respeto y atención para cuantos se sienten más a los márgenes de la sociedad, como los que han emigrado y los detenidos: el desarrollo verdadero, humano, integral se mide sobre todo por la atención hacia ellos.

El árbol de la vida, que se yergue solitario en el paisaje desértico, me evoca además dos ámbitos decisivos para todos y que interpelan especialmente a quien, gobernando, tiene la responsabilidad de servir al bien común. En primer lugar, la cuestión ambiental: ¡cuántos árboles son derribados, cuántos ecosistemas devastados, cuántos mares contaminados por la insaciable avidez del hombre, que después se vuelve en su contra! ¡No nos cansemos de ocuparnos en esta dramática emergencia, tomando decisiones concretas y con amplitud de miras, emprendidas pensando en las jóvenes generaciones, antes de que sea demasiado tarde y se comprometa su futuro! ¡Que la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático (COP27), que tendrá lugar en Egipto dentro de pocos días, sea un paso adelante en ese sentido!

En segundo lugar, el árbol de la vida, con sus raíces que desde el subsuelo comunican el agua vital al tronco, y desde este a las ramas y por tanto a las hojas, que dan oxígeno a las criaturas, me hace pensar en la vocación del hombre, de todo hombre que está sobre la tierra: hacer prosperar la vida. Pero hoy asistimos, cada día más, a acciones y amenazas de muerte. Pienso, en particular, en la realidad monstruosa e insensata de la guerra, que siembra destrucción en todas partes y erradica la esperanza. En la guerra emerge el lado peor del hombre: egoísmo, violencia y mentira. Sí, porque la guerra, toda guerra, representa también la muerte de la verdad. Rechacemos la lógica de las armas e invirtamos la ruta, convirtiendo los enormes gastos militares en inversiones para combatir el hambre, la falta de cuidados de salud y de educación. Tengo en el corazón el dolor por tantas situaciones de conflicto. Mirando a la Península arábiga, cuyos países deseo saludar con cordialidad y respeto, dirijo un pensamiento especial y apenado a Yemen, martirizado por una guerra olvidada que, como toda guerra, no conduce a ninguna victoria, sino sólo a amargas derrotas para todos. Llevo en la oración sobre todo a los civiles, a los niños, a los ancianos, a los enfermos e imploro: ¡que callen las armas, que callen las armas, que callen las armas! ¡Comprometámonos en todas partes y realmente por la paz!

La Declaración del Reino de Bahréin reconoce, a este propósito, que la fe religiosa es «una bendición para todo el género humano», el fundamento «para la paz en el mundo». Estoy aquí como creyente, como cristiano, como hombre y peregrino de paz, porque hoy más que nunca estamos llamados, en todos lados, a comprometernos seriamente por la paz. Majestad, Altezas Reales, autoridades, amigos, entonces hago mío y comparto con ustedes, a modo de deseo para estos deseados días de visita en el Reino de Bahréin, un hermoso pasaje de la misma Declaración: «Nos comprometemos a trabajar para un mundo en el que las personas de buena fe se unen para repudiar lo que nos divide y compartir en cambio lo que nos une». ¡Que así sea, con la bendición del Altísimo! ¡Shukran! [Gracias].

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