AMAR SIN VENGANZA NI VIOLENCIA: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA POR LA PAZ Y LA JUSTICIA EN BAHRÉIN (05/11/2022)

La mañana de este 5 de noviembre el Papa Francisco celebró la Santa Misa por la paz y la justicia en el Estadio Nacional de Bahréin. En su homilía explicó que el Señor ama “de manera incondicional, no sólo cuando todo va bien y sentimos el deseo de amar, sino siempre; no sólo a nuestros amigos y vecinos, sino a todos, incluso a los enemigos” e invitó a la asamblea a reflexionar sobre el hecho de “amar siempre y amar a todos”. Compartimos a continuación, el texto completo de la homilía, traducido del italiano:

Del Mesías que Dios hará surgir, el profeta Isaías dice: «grande será su poder, y la paz no tendrá fin» (Is 9, 6). Parece una contradicción: en la escena de este mundo (cf. 1 Cor 7, 31), de hecho, a menudo vemos que cuanto más se busca el poder, más amenazada está la paz. En cambio, el profeta da un anuncio de extraordinaria novedad: el Mesías que llega es poderoso, sí, pero no a la manera de un caudillo que trae la guerra y domina a los demás, sino como «Príncipe de la paz» (v. 5), como Aquel que reconcilia a los hombres con Dios y entre ellos. La grandeza de su poder no usa la fuerza de la violencia, sino la debilidad del amor. Este es el poder de Cristo: el amor. Y también a nosotros Él nos confiere el mismo poder, el poder de amar, de amar en su nombre, de amar como Él ha amado. ¿Cómo? De manera incondicional: no sólo cuando todo va bien y sentimos el deseo de amar, sino siempre; no solamente a nuestros amigos y vecinos, sino a todos, incluso a los enemigos. Siempre y a todos.

Amar siempre y amar a todos: reflexionemos un poco sobre esto.

En primer lugar, hoy las palabras de Jesús (cf. Mt 5, 38-48) nos invitan a amar siempre, es decir, a permanecer siempre en su amor, a cultivarlo y practicarlo cualquiera que sea la situación que vivamos. Pero, cuidado: la mirada de Jesús es concreta; no dice que será fácil y no propone un amor sentimental o romántico, como si en nuestras relaciones humanas no existiesen momentos de conflicto y entre los pueblos no hubiera motivos de hostilidad. Jesús no es optimista, sino realista, habla explícitamente de «malvados» y de «enemigos» (vv. 39.43). Sabe que en nuestras relaciones tiene lugar una cotidiana lucha entre amor y odio; y que también dentro de nosotros, cada día, se verifica un combate entre la luz y las tinieblas, entre muchos propósitos y deseos de bien y esa fragilidad pecaminosa que frecuentemente nos domina y nos arrastra hacia las obras del mal. Sabe también que experimentamos cómo, a pesar de tantos esfuerzos generosos, no siempre recibimos el bien que nos esperábamos y, más aún, a veces incomprensiblemente, sufrimos el mal. E, incluso, ve y sufre observando en nuestros días, en tantas partes del mundo, formas de ejercer el poder que se alimentan del abuso y la violencia, que buscan aumentar su propio espacio restringiendo el de los demás, imponiendo su dominio y limitando las libertades fundamentales, oprimiendo a los débiles. Por tanto —dice Jesús— existen conflictos, opresiones y enemistades.

Frente a todo esto, la pregunta importante que debemos hacernos es: ¿qué hacer cuando nos encontramos viviendo situaciones de este tipo? La propuesta de Jesús es sorprendente, atrevida, audaz. Él pide a los suyos la valentía de arriesgarse por algo que aparentemente parece la opción perdedora. Pide permanecer siempre, fielmente, en el amor, a pesar de todo, incluso ante el mal y el enemigo. La simple reacción humana nos clava al «ojo por ojo, diente por diente», pero eso significa hacer justicia con las mismas armas del mal recibido. Jesús se atreve a proponernos algo nuevo, distinto, impensable, algo suyo: «Yo les digo que no se opongan al malvado; es más, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra» (v. 39). Esto nos pide el Señor: no que soñemos de forma optimista un mundo animado por la fraternidad, sino que nos comprometamos a partir de nosotros mismos, empezando por vivir concreta y valientemente la fraternidad universal, perseverando en el bien incluso cuando recibimos el mal, rompiendo la espiral de la venganza, desarmando la violencia, desmilitarizando el corazón. El Apóstol Pablo hace eco de esto cuando escribe: «No te dejes vencer por el mal, más bien, vence al mal con el bien» (Rom 12,21).

Por tanto, la invitación de Jesús no se refiere en primer lugar a las grandes cuestiones de la humanidad, sino a las situaciones concretas de nuestra vida: a nuestras relaciones en familia, a las relaciones en la comunidad cristiana, a los vínculos que cultivamos en la realidad laboral y social en la que nos encontramos. Habrá fricciones, momentos de tensión, habrá conflictos, visiones distintas, pero quien sigue al Príncipe de la paz debe buscar siempre la paz. Y no se puede restablecer la paz si a una palabra ofensiva se responde con otra palabra todavía peor, si a una bofetada le sigue otra: no, es necesario “desactivar”, romper la cadena del mal, romper la espiral de violencia, dejar de albergar resentimiento, dejar de quejarse y compadecerse de sí mismo. Hay que permanecer en el amor, siempre: es el camino de Jesús para dar gloria al Dios del cielo y construir la paz en la tierra. Amar siempre.

Llegamos ahora el segundo aspecto: amar a todos. Podemos comprometernos en el amor, pero no es suficiente si lo reducimos al estrecho ámbito de aquellos de quienes recibimos ese mismo amor, de nuestros amigos, de nuestros semejantes, familiares. También en este caso, la invitación de Jesús es sorprendente porque extiende las fronteras de la ley y del sentido común: ya amar al prójimo, amar al que tenemos cerca, aunque es razonable, es difícil. En general, es lo que una comunidad o un pueblo intentan hacer para conservar la paz internamente: si se pertenece a la misma familia o a la misma nación, si se tienen las mismas ideas o los mismos gustos, si se profesa el mismo credo, es normal procurar ayudarse y quererse. Pero, ¿qué sucede si el que está lejos se acerca a nosotros, si el que es extranjero, diferente o de otro credo se convierte en nuestro vecino de casa? Esta tierra es precisamente una imagen viva de la convivencia en la diversidad, de nuestro mundo cada vez más marcado por la permanente migración de los pueblos y el pluralismo de ideas, usos y tradiciones. Es importante, entonces, acoger esta provocación de Jesús: «Si aman a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo también los publicanos?» (Mt 5, 46). El verdadero desafío, para ser hijos del Padre y construir un mundo de hermanos, es aprender a amar a todos, incluso al enemigo: «Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y oren por los que los persiguen» (vv. 43-44). Esto, en realidad, significa elegir no tener enemigos, no ver en el otro un obstáculo que se debe superar, sino un hermano y una hermana a quien amar. Amar al enemigo es llevar a la tierra el reflejo del Cielo, es hacer bajar sobre el mundo la mirada y el corazón del Padre, que no hace distinciones, no discrimina, sino que «hace salir el sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos» (v. 45).

Hermanos, hermanas, el poder de Jesús es el amor y Jesús nos da el poder de amar así, de un modo que a nosotros nos parece sobrehumano. Pero una capacidad semejante no puede ser sólo fruto de nuestros esfuerzos, es ante todo una gracia. Una gracia que se debe pedir con insistencia: “Jesús, tú que me amas, enséñame a amar como tú. Jesús, tú que me perdonas, enséñame a perdonar como tú. Manda sobre mí tu Espíritu, el Espíritu del amor”. Pidamos esto. Porque muchas veces presentamos al Señor muchas peticiones, pero esto es lo esencial para el cristiano, saber amar como Cristo. Amar es el don más grande, y lo recibimos cuando hacemos espacio al Señor en la oración, cuando acogemos su presencia en su Palabra que nos trasforma y en la revolucionaria humildad de su Pan partido. Así, lentamente, caen los muros que hacen rígido el corazón y encontramos la alegría de realizar obras de misericordia para con todos. Entonces comprendemos que una vida dichosa pasa a través de las bienaventuranzas, y consiste en convertirse en constructores de paz (cf. Mt 5, 9).

Queridos amigos, quisiera agradecer por su testimonio manso y alegre de fraternidad, para ser en esta tierra semillas del amor y de la paz. Es el desafío que el Evangelio entrega cada día a nuestras comunidades cristianas, a cada uno de nosotros. Y a ustedes, a todos ustedes que han venido a esta celebración desde los cuatro países del Vicariato Apostólico de Arabia del Norte —Bahréin, Kuwait, Qatar y Arabia Saudita—, así como de otros países del Golfo, como también de otros territorios, hoy les traigo el afecto y la cercanía de la Iglesia universal, que los mira y los abraza, los quiere y los alienta. Que la Virgen Santa, Nuestra Señora de Arabia, los acompañe en el camino y los cuide siempre en el amor hacia los demás.

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