SEAN SERVIDORES DE UNA IGLESIA ABIERTA Y MISIONERA: MEDITACIÓN DE LEÓN XIV EN EL JUBILEO DE LOS SEMINARISTAS (24/06/2025)
¡Gracias, gracias a todos!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¡La paz esté con ustedes!
Eminencias, Excelencias, formadores y, especialmente, a todos ustedes, seminaristas, ¡buenos días a todos!
Estoy muy contento de encontrarme con ustedes y les doy las gracias a todos, seminaristas y formadores, por su cálida presencia. Gracias, ante todo, por su alegría y su entusiasmo. ¡Gracias porque con su energía alimentan la llama de la esperanza en la vida de la Iglesia!
Hoy no son sólo peregrinos, sino también testigos de esperanza: dan testimonio de ella a mí y a todos, porque se han dejado involucrar por la fascinante aventura de la vocación sacerdotal en un tiempo no fácil. Han acogido la llamada a convertirse en anunciadores mansos y fuertes de la Palabra que salva, servidores de una Iglesia abierta y de una Iglesia en salida misionera.
Y digo una palabra también en español, gracias por haber aceptado con valentía la invitación del Señor a seguir, a ser discípulo, a entrar en el seminario. Hay que ser valientes y no tengan miedo.
A Cristo que llama, ustedes le están diciendo “sí”, con humildad y valentía; y este su “aquí estoy”, que le dirigen a Él, germina en la vida de la Iglesia y se deja acompañar por el necesario camino de discernimiento y formación.
Jesús, lo saben, los llama ante todo a vivir una experiencia de amistad con Él y con los compañeros de cordada (cf. Mc 3, 13); una experiencia destinada a crecer de manera permanente también después de la Ordenación y que involucra todos los aspectos de la vida. No hay nada de ustedes, de hecho, que deba ser descartado, sino que todo deberá ser asumido y transfigurado en la lógica del grano de trigo, con el fin de convertirse en personas y sacerdotes felices, “puentes” y no obstáculos para el encuentro con Cristo para todos aquellos que se acercan a ustedes. Sí, Él debe crecer y nosotros disminuir, para que podamos ser pastores según su Corazón [1].
A propósito del Corazón de Jesucristo, ¿cómo no recordar la Encíclica Dilexit nos que nos entregó el querido Papa Francisco? [2] Precisamente en este tiempo que están viviendo, es decir, el tiempo de la formación y del discernimiento, es importante dirigir la atención al centro, al “motor” de todo su camino: ¡el corazón! El seminario, en cualquier modalidad que sea pensado, debería ser una escuela de los afectos. Hoy, de manera particular, en un contexto social y cultural marcado por el conflicto y el narcisismo, necesitamos aprender a amar y a hacerlo como Jesús [3].
Como Cristo amó con corazón de hombre [4], ¡ustedes están llamados a amar con el Corazón de Cristo! Amar con el corazón de Jesús. Pero para aprender este arte hay que trabajar en la propia interioridad, donde Dios hace oír su voz y desde donde parten las decisiones más profundas; pero que es también lugar de tensiones y luchas (cf. Mc 7, 14-23), que hay que convertir para que toda su humanidad tenga perfume de Evangelio. El primer trabajo, por tanto, hay que hacerlo sobre la interioridad. Recuerden bien la invitación de San Agustín a volver al corazón, porque allí encontramos las huellas de Dios. Bajar al corazón a veces puede darnos miedo, porque en él también hay heridas. No tengan miedo de cuidarlas, déjense ayudar, porque precisamente de esas heridas nacerá la capacidad de estar junto a los que sufren. Sin la vida interior tampoco es posible la vida espiritual, porque Dios nos habla precisamente allí, en el corazón. Dios nos habla en el corazón, tenemos que saber escucharlo. De este trabajo interior forma parte también el entrenamiento para aprender a reconocer los movimientos del corazón: no sólo las emociones rápidas e inmediatas que caracterizan el alma de los jóvenes, sino sobre todo sus sentimientos, que les ayudan a descubrir la dirección de su vida. Si aprenden a conocer su corazón, serán cada vez más auténticos y no necesitarán ponerse máscaras. Y el camino privilegiado que nos conduce a la interioridad es la oración: en una época en la que estamos hiperconectados, se hace cada vez más difícil experimentar el silencio y la soledad. Sin el encuentro con Él, ni siquiera logramos conocernos verdaderamente a nosotros mismos.
Los invito a invocar con frecuencia al Espíritu Santo, para que moldee en ustedes un corazón dócil, capaz de captar la presencia de Dios, también escuchando las voces de la naturaleza y del arte, de la poesía, de la literatura [5] y de la música, como de las ciencias humanas [6]. En el riguroso compromiso del estudio teológico, sepan también escuchar con mente y corazón abiertos las voces de la cultura, como los recientes desafíos de la inteligencia artificial y los de las redes sociales [7]. Sobre todo, como hacía Jesús, sepan escuchar el grito, a menudo silencioso, de los pequeños, de los pobres y de los oprimidos y de tantos, sobre todo jóvenes, que buscan un sentido para su vida.
Si cuidan su corazón, con momentos cotidianos de silencio, meditación y oración, podrán aprender el arte del discernimiento. También este es un trabajo importante: aprender a discernir. Cuando somos jóvenes, llevamos dentro muchos deseos, muchos sueños y ambiciones. El corazón a menudo está abarrotado y sucede que nos sentimos confundidos. En cambio, siguiendo el modelo de la Virgen María, nuestra interioridad debe ser capaz de custodiar y meditar. Capaz de synballein – como escribe el evangelista Lucas (2, 19.51): juntar los fragmentos [8]. Protéjanse de la superficialidad y junten los fragmentos de la vida en la oración y la meditación, preguntándose: ¿qué me enseña lo que estoy viviendo? ¿Qué le está diciendo a mi camino? ¿Hacia dónde me está guiando el Señor?
Muy queridos todos, tengan un corazón manso y humilde como el de Jesús (cf. Mt 11, 29). Que siguiendo el ejemplo del apóstol Pablo (cf. Fil 2, 5ss), puedan asumir los sentimientos de Cristo, para progresar en la madurez humana, sobre todo afectiva y relacional. Es importante, más aún necesario, desde el tiempo del Seminario, apostar mucho por la madurez humana, rechazando todo enmascaramiento e hipocresía. Manteniendo la mirada en Jesús, hay que aprender a dar nombre y voz también a la tristeza, al miedo, a la angustia, a la indignación, llevando todo a la relación con Dios. Las crisis, los límites, las fragilidades no deben ocultarse, son más bien ocasiones de gracia y de experiencia pascual.
En un mundo en el que a menudo hay ingratitud y sed de poder, en el que a veces parece prevalecer la lógica del descarte, ustedes están llamados a dar testimonio de la gratitud y la gratuidad de Cristo, del júbilo y la alegría, de la ternura y la misericordia de su Corazón. A practicar el estilo de acogida y cercanía, de servicio generoso y desinteresado, dejando que el Espíritu Santo “unja” su humanidad incluso antes de la ordenación.
El Corazón de Cristo está animado por una inmensa compasión: es el buen Samaritano de la humanidad y nos dice: «Ve y haz tú lo mismo» (Lc 10, 37). Esta compasión lo impulsa a partir para las multitudes el pan de la Palabra y del compartir (cf. Mc 6, 30-44), dejando entrever el gesto del Cenáculo y de la Cruz, cuando se entregaría a sí mismo para ser comido, y nos dice: «Ustedes denles de comer» (Mc 6, 37), es decir, hagan de su vida un don de amor.
Queridos seminaristas, la sabiduría de la Madre Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, busca siempre, a lo largo del tiempo, los medios más adecuados para la formación de los ministros ordenados, según las exigencias de los lugares. En este compromiso, ¿cuál es su tarea? Es la de no rebajar nunca sus exigencias, no conformarse, no ser meros receptores pasivos, sino apasionarse por la vida sacerdotal, viviendo el presente y mirando al futuro con corazón profético. Espero que este nuestro encuentro ayude a cada uno de ustedes a profundizar en el diálogo personal con el Señor, en el que le pidan asimilar cada vez más los sentimientos de Cristo, los sentimientos de su Corazón. Ese Corazón que palpita de amor por ustedes y por toda la humanidad. ¡Buen camino! Los acompaño con mi bendición.
Queridos seminaristas:
Me alegra poder acompañarlos esta mañana, en ocasión de su Jubileo, junto a los sacerdotes que los acompañan en el camino formativo. Provienen de diversas Iglesias del mundo y tienen experiencias de vida muy diferentes, pero en el Señor todos formamos un único cuerpo. En efecto, una sola es la esperanza a la que han sido llamados, la de su vocación (cf. Ef 4, 4). Hoy, sobre la tumba del apóstol Pedro y junto a mí, su Sucesor, renuevan solemnemente la fe de su Bautismo. Que este Credo sea la raíz de la cual brota el “aquí estoy” que dirán con alegría el día de su ordenación sacerdotal. Dios, que ha comenzado en ustedes su obra, la lleve a cumplimiento.
[Recitación del Credo en latín]
Oremos. Padre, que en este Año Jubilar abres a tu Iglesia el camino de la salvación, acoge nuestros propósitos de bien y escucha nuestro deseo de convertir nuestras vidas a ti para volvernos auténticos testigos del Evangelio. Con la gracia del Espíritu Santo, guía nuestros pasos hacia la bienaventurada esperanza de encontrar tu rostro en la Jerusalén celestial, donde tu Reino alcanzará su plena y perfecta realización y todo se cumplirá en Cristo, tu Hijo. Él vive y reina contigo y con el Espíritu Santo por los siglos de los siglos.
[Bendición]
¡Muchas felicidades a todos ustedes y buen peregrinaje de esperanza!
[1] cf. San Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 43.
[2] Carta Enc. Dilexit nos, sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo (24 de octubre de 2024).
[3] cf. ibid., 17.
[4] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22.
[5] cf. Francisco, Carta sobre el papel de la literatura en la formación, 17 de julio de 2024.
[6] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 62.
[7] Congregación para el Clero, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, El don de la vocación presbiteral (8 de diciembre de 2016), 97.
[8] cf. Francisco, Carta Enc. Dilexit nos, sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo (24 de octubre de 2024), 19.
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