LA UNIDAD FAMILIAR COMO SIGNO DE ESPERANZA: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA MISA DEL JUBILEO DE LAS FAMILIAS, DE LOS NIÑOS, DE LOS ABUELOS Y DE LOS ANCIANOS (01/06/2025)

Este 1º de junio, el Papa León XIV presidió la Santa Misa del Jubileo de las Familias, de los Niños, de los Abuelos y de los Ancianos en la Plaza de San Pedro, con la presencia de unos 45,000 fieles y peregrinos provenientes de todo el mundo. A las familias, el Papa les confió el precioso mandato del Evangelio del día: vivir una “unión universal” que refleje el amor mismo de Dios. “Todos hemos recibido la vida antes de quererla”, recordó. Y añadió que especialmente los más pequeños necesitan de los demás para vivir, porque “nadie puede hacerlo solo”. Vivimos – dijo – “gracias a una relación, es decir, a un vínculo libre y liberador de humanidad y cuidado mutuo”. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

El Evangelio que se acaba de proclamar nos muestra a Jesús que, en la Última Cena, ora por nosotros (cf. Jn 17, 20). El Verbo de Dios hecho hombre, ya cercano al final de su vida terrena, piensa en nosotros, en sus hermanos, haciéndose bendición, súplica y alabanza al Padre, con la fuerza del Espíritu Santo. Y también nosotros, al entrar llenos de asombro y confianza en la oración de Jesús, nos vemos envueltos por su mismo amor en un gran proyecto, que abarca a toda la humanidad.

Cristo pide, en efecto, que todos seamos «una sola cosa» (cf. v. 21). Se trata del bien más grande que puede desearse, porque esta unión universal realiza entre las criaturas la eterna comunión de amor en la que se identifica Dios mismo como Padre que da la vida, Hijo que la recibe y Espíritu que la comparte.

El Señor no quiere que nosotros, para unirnos, nos sumemos a una masa indistinta, como un bloque anónimo, sino que desea que seamos uno: «Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros» (v. 21). La unidad, por la que Jesús ora, es así una comunión fundada en el amor mismo con que Dios ama, del cual vienen al mundo la vida y la salvación. Y como tal, es ante todo un don que Jesús trae. Es, desde su corazón de hombre, que el Hijo de Dios se dirige al Padre diciendo: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad y el mundo sepa que tú me has enviado, y que los has amado cómo me has amado a mí» (v. 23).

Escuchamos admirados estas palabras: Jesús nos está revelando que Dios nos ama como se ama a sí mismo. El Padre no nos ama menos de lo que ama a su Hijo unigénito, o sea de manera infinita. Dios no ama menos, porque ama primero, ¡ama antes que nadie! Lo atestigua Cristo mismo cuando dice al Padre: «Tú me amaste antes de la creación del mundo» (v. 24). Y es justamente así: en su misericordia, Dios desde siempre quiere abrazar a todos los hombres y es su vida, entregada por nosotros en Cristo, la que nos hace uno, la que nos une entre nosotros.

Escuchar hoy este Evangelio, durante el Jubileo de las Familias y de los Niños, de los Abuelos y de los Ancianos, nos llena de alegría.

Muy queridos todos, hemos recibido la vida antes de haberla deseado. Como enseñaba el Papa Francisco, «todos los hombres son hijos, pero ninguno de nosotros eligió nacer» (Ángelus, 1º enero 2025). Y no sólo eso. Apenas nacemos, necesitamos de los demás para vivir, solos no lo hubiéramos logrado: es alguien más quien nos salvó, cuidó de nosotros, de nuestro cuerpo como de nuestro espíritu. Todos nosotros vivimos, entonces, gracias a una relación, es decir, a un vínculo libre y liberador de humanidad y cuidado mutuo.

Es cierto, a veces, esta humanidad se ve traicionada. Por ejemplo, cada vez que se invoca la libertad no para dar vida, sino para quitarla, no para ayudar, sino para ofender. Sin embargo, incluso frente al mal, que contrapone y mata, Jesús sigue orando al Padre por nosotros, y su oración actúa como un bálsamo sobre nuestras heridas, convirtiéndose para todos en anuncio de perdón y reconciliación. Dicha oración del Señor da sentido pleno a los momentos luminosos de nuestro amor como padres, abuelos, hijos e hijas. Y es esto lo que queremos anunciar al mundo: estamos aquí para ser “uno” como el Señor quiere que seamos “uno”, en nuestras familias y ahí donde vivimos, trabajamos y estudiamos: distintos, sin embargo uno; muchos, sin embargo uno, siempre, en cualquier circunstancia y edad de la vida.

Muy queridos todos, si nos amamos así, sobre el fundamento de Cristo, que es «el Alfa y la Omega», «el principio y el fin» (cf. Ap 22, 13), seremos signo de paz para todos, en la sociedad y en el mundo. Y no olvidemos: de las familias nace el futuro de los pueblos.

En las últimas décadas hemos recibido un signo que da alegría y, al mismo tiempo, hace reflexionar: me refiero al hecho de que fueron proclamados Beatos y Santos algunos cónyuges, y no por separado, sino juntos, como parejas de esposos. Pienso en Luis y Celia Martin, los padres de santa Teresa del Niño Jesús; como también los Beatos Luis y María Beltrame Quattrocchi, cuya vida familiar transcurrió en Roma el siglo pasado. Y no olvidemos a la familia polaca Ulma: padres e hijos unidos en el amor y en el martirio. Decía que se trata de un signo que hace pensar. Sí, señalando como testigos ejemplares a esposos, la Iglesia nos dice que el mundo de hoy necesita la alianza conyugal para conocer y acoger el amor de Dios, y para superar, con su fuerza que une y reconcilia, las fuerzas que destruyen las relaciones y las sociedades.

Por eso, con el corazón lleno de reconocimiento y esperanza, a ustedes esposos les digo: el matrimonio no es un ideal, sino el canon del verdadero amor entre el hombre y la mujer: amor total, fiel y fecundo (cf. S. Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae, 9). Al transformarlos en una sola carne, este amor los hace capaces, a imagen de Dios, de dar vida.

Por ello los animo a que sean, para sus hijos, ejemplos de coherencia, comportándose como desean que ellos se comporten, educándolos en la libertad mediante la obediencia, buscando siempre en ellos el bien y los medios para acrecentarlo. Y ustedes, hijos, sean agradecidos con sus padres: decir “gracias”, por el don de la vida y por todo lo que con ella se nos da cada día, es la primera forma de honrar al padre y a la madre (cf. Ex 20, 12). Por último, a ustedes, queridos abuelos y ancianos, les pido que velen por quienes aman, con sabiduría y compasión, con la humildad y paciencia que los años enseñan.

En la familia, la fe se transmite junto con la vida, de generación en generación: se comparte como el alimento de la mesa y los afectos del corazón. Esto la convierte en lugar privilegiado para encontrar a Jesús, que nos ama y quiere nuestro bien, siempre.

Y quisiera añadir una última cosa. La oración del Hijo de Dios, que nos infunde esperanza a lo largo del camino, también nos recuerda que un día seremos todos uno unum (cf. S. Agustín, Sermo super Ps. 127): una sola cosa en el único Salvador, abrazados por el amor eterno de Dios. No sólo nosotros, sino también los padres y las madres; los abuelos y abuelas; los hermanos, hermanas e hijos que ya nos han precedido en la luz de su Pascua eterna, y que sentimos presentes, aquí, con nosotros, en este momento de fiesta.

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