CRISTO ES LA RESPUESTA DE DIOS AL HAMBRE DEL HOMBRE: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA MISA DE LA SOLEMNIDAD DE CORPUS DOMINI (22/06/2025)

Este 22 de junio por la tarde, el Papa León XIV presidió la Santa Misa en la Solemnidad de Corpus Domini, en el atrio de la Basílica Papal de San Juan de Letrán. Ante miles de fieles reunidos, el Obispo de Roma reflexionó sobre el Evangelio de la multiplicación de los panes (Lc 9, 11-17), resaltando cómo la compasión de Jesús revela la cercanía amorosa de Dios. “Cuando Dios reina, el hombre es liberado de todo mal”, dijo el Santo Padre, pero incluso los que reciben la buena nueva experimentan el límite de la vida, simbolizado por el hambre y la caída del día. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, es hermoso estar con Jesús. El Evangelio que se acaba de proclamar lo atestigua, narrando que las multitudes permanecían horas y horas con Él, que hablaba del Reino de Dios y curaba a los enfermos (cf. Lc 9, 11). La compasión de Jesús por los que sufren manifiesta la amorosa cercanía de Dios, que viene al mundo para salvarnos. Cuando Dios reina, el hombre es liberado de todo mal. Sin embargo, incluso para cuantos reciben la buena nueva, llega la hora de la prueba. En aquel lugar desierto, donde las multitudes han escuchado al Maestro, cae la tarde y no hay nada para comer (cf. v. 12). El hambre del pueblo y la puesta del sol son signos de un límite que se cierne sobre el mundo, sobre toda criatura: el día termina, al igual que la vida de los hombres. Es en esta hora, en el tiempo de la indigencia y de las sombras, cuando Jesús permanece entre nosotros.

Justo cuando el sol se pone y el hambre crece, mientras los propios apóstoles piden despedir a la gente, Cristo nos sorprende con su misericordia. Él tiene compasión del pueblo hambriento e invita a sus discípulos a que se ocupen de él: el hambre no es una necesidad que no tenga que ver con el anuncio del Reino y el testimonio de la salvación. Al contrario, esta hambre está relacionada con nuestra relación con Dios. Cinco panes y dos peces, sin embargo, no parecen suficientes para alimentar al pueblo: aparentemente razonables, los cálculos de los discípulos revelan, en cambio, su poca fe. Porque, en realidad, con Jesús está todo lo necesario para dar fuerza y sentido a nuestra vida.

A la urgencia del hambre, de hecho, Él responde con el signo del compartir: levanta los ojos, pronuncia la bendición, parte el pan y da de comer a todos los presentes (cf. v. 16). Los gestos del Señor no inauguran un complejo ritual mágico, sino que dan testimonio con sencillez del agradecimiento hacia el Padre, la oración filial de Cristo y la comunión fraterna que el Espíritu Santo sostiene. Para multiplicar panes y peces, Jesús divide los que hay: sólo así son suficientes para todos, es más, sobran. Después de haber comido – y comido hasta saciarse – llenaron con lo que sobró doce canastos (cf. v. 17).

Esta es la lógica que salva al pueblo hambriento: Jesús actúa según el estilo de Dios, enseñando a hacer lo mismo. Hoy, en el lugar de las multitudes que recuerda el Evangelio hay pueblos enteros, humillados por la codicia de los demás aún más que por el hambre misma. Ante la miseria de muchos, la acumulación de unos pocos es signo de una soberbia indiferente, que produce dolor e injusticia. En lugar de compartir, la opulencia desperdicia los frutos de la tierra y del trabajo del hombre. Especialmente en este año jubilar, el ejemplo del Señor sigue siendo para nosotros un urgente criterio de acción y servicio: compartir el pan, para multiplicar la esperanza, proclama la venida del Reino de Dios.

Al salvar a las multitudes del hambre, Jesús anuncia que salvará a todos de la muerte. Este es el misterio de la fe, que celebramos en el sacramento de la Eucaristía. Así como el hambre es señal de nuestra radical indigencia de vida, así también partir el pan es signo del don divino de la salvación.

Muy queridos todos, Cristo es la respuesta de Dios al hambre del hombre, porque su cuerpo es el pan de la vida eterna: ¡tomen y coman todos de él! La invitación de Jesús abraza nuestra experiencia cotidiana: para vivir, necesitamos alimentarnos de la vida, quitándosela a las plantas y a los animales. Sin embargo, comer algo muerto nos recuerda que también nosotros, por mucho que comamos, moriremos. Cuando en cambio nos alimentamos de Jesús, pan vivo y verdadero, vivimos por Él. Ofreciéndose totalmente, el Crucificado Resucitado se entrega a nosotros, que descubrimos así que hemos sido hechos para alimentarnos de Dios. Nuestra naturaleza hambrienta lleva el signo de una indigencia que es saciada por la gracia de la Eucaristía. Como escribe San Agustín, en verdad Cristo es, «panis qui reficit, et non deficit; panis qui sumi potest, consumi non potest» (Sermo 130, 2), es decir, un pan que alimenta y nunca falta; un pan que se puede comer pero que nunca se agota. La Eucaristía, en efecto, es la presencia verdadera, real y sustancial del Salvador (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1413), que transforma el pan en sí mismo, para transformarnos en Él. Vivo y vivificante, el Corpus Domini hace de nosotros, es decir de la Iglesia misma, cuerpo del Señor.

Por eso, según las palabras del apóstol Pablo (cf. 1 Cor 10, 17), el Concilio Vaticano II enseña que «por el sacramento del pan eucarístico se representa y se realiza la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo. Todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo, que es la luz del mundo: de Él procedemos, por medio suyo vivimos, hacia Él caminamos» (Const. dogm. Lumen gentium, 3). La procesión, que dentro de poco comenzaremos, es signo de dicho camino. Juntos, pastores y rebaño, nos alimentamos del Santísimo Sacramento, lo adoramos y lo llevamos por las calles. Al hacerlo, lo ofrecemos a la mirada, a la conciencia, al corazón de la gente. Al corazón de quien cree, para que crea más firmemente; al corazón de quien no cree, para que se cuestione sobre el hambre que tenemos en el alma y sobre el pan que puede saciarla.

Restaurados por el alimento que Dios nos da, llevemos a Jesús al corazón de todos, porque Jesús incluye a todos en la obra de la salvación, invitando a cada uno a participar en su mesa. ¡Dichosos los invitados, que se convierten en testigos de este amor!

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