CON EL ENTRENAMIENTO COTIDIANO DEL AMOR SE CONSTRUYE UN MUNDO NUEVO: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA MISA DE LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (15/06/2025)

El valor de la colaboración, la concreción de estar juntos y la experiencia de la derrota que nos recuerda nuestra fragilidad y nos abre a la esperanza hacen del deporte un medio valioso para la formación humana y cristiana. El Papa León XIV lo subrayó en la homilía de la Misa presidida por la mañana de este 15 de junio en la Basílica de San Pedro, en la que reflexionó sobre el binomio Trinidad-deporte en el día en que se celebra la Solemnidad de Dios Trino, una combinación que no es “de uso común… pero que no está fuera de lugar” porque de hecho “toda buena actividad humana lleva consigo un reflejo de la belleza de Dios, y sin duda el deporte es una de ellas”. Reproducimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas:

En la primera Lectura escuchamos estas palabras: «Así habla la Sabiduría de Dios: “El Señor me creó como inicio de su actividad, antes de todas sus obras, en el origen. […] Cuando él fijaba los cielos, yo estaba allí; […] yo estaba con él como artífice y lo deleitaba día tras día: jugaba delante de él en todo tiempo, jugaba sobre el globo terráqueo, poniendo mis delicias entre los hijos de los hombres”» (Pr 8, 22.27.30-31). Para San Agustín, la Trinidad y la sabiduría están íntimamente relacionadas. La sabiduría divina se revela en la Santísima Trinidad, y la sabiduría nos lleva siempre a la verdad.

Y hoy, mientras celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, estamos viviendo los días del Jubileo del Deporte. El binomio Trinidad-deporte no es precisamente de uso común, sin embargo, la asociación no está fuera de lugar. Toda buena actividad humana, de hecho, lleva consigo un reflejo de la belleza de Dios, y sin duda el deporte es una de ellas. Después de todo, Dios no es estático, no está cerrado en sí mismo. Es comunión, relación viva entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que se abre a la humanidad y al mundo. La teología llama a esta realidad pericoresis, es decir, “danza”: una danza de amor recíproco.

Es a partir de este dinamismo divino de donde brota la vida. Hemos sido creados por un Dios que se complace y se regocija en dar la existencia a sus criaturas, que “juega”, como nos ha recordado la primera lectura (cf. Pr 8, 30-31). Algunos Padres de la Iglesia hablan incluso, con audacia, de un Deus ludens, de un Dios que se divierte (cf. S. Salonio de Ginebra, in Parabolas Salomonis expositio mystica; S. Gregorio Nacianceno, Carmina, I, 2, 589). Es por eso que el deporte puede ayudarnos a encontrar a Dios Trinidad: porque requiere un movimiento del yo hacia el otro, ciertamente exterior, pero también y sobre todo interior. Sin esto, se reduce a una estéril competencia de egoísmos.

Pensemos en una expresión que, en italiano, se utiliza comúnmente para animar a los atletas durante las competiciones: los espectadores gritan: «Dai!» [en español “¡Dale!”]. Quizás no nos damos cuenta, pero es un imperativo muy hermoso: es el imperativo del verbo “dar”. Y esto nos puede hacer reflexionar: no se trata solo de dar una actuación física, quizá extraordinaria, sino de darse a sí mismo, de “jugársela”. Se trata de entregarse por los demás – por el propio crecimiento, por los aficionados, por los seres queridos, por los entrenadores, por los colaboradores, por el público, incluso por los adversarios – y, si se es verdaderamente deportista, esto vale más allá del resultado. San Juan Pablo II – un deportista, como sabemos – hablaba así de ello: «El deporte es alegría de vivir, juego, fiesta, y como tal debe valorarse […] mediante la recuperación de su gratuidad, de su capacidad para estrechar lazos de amistad, para favorecer el diálogo y la apertura de unos hacia otros, […] por encima de las duras leyes de la producción y el consumo y de cualquier otra consideración puramente utilitaria y hedonista de la vida» (cf. Homilía para el Jubileo de los Deportistas, 12 abril 1984).

Desde esta óptica mencionamos entonces, en particular, tres aspectos que hacen del deporte, hoy, un medio valioso de formación humana y cristiana.

En primer lugar, en una sociedad marcada por la soledad, en la que el individualismo exasperado ha desplazado el centro de gravedad del “nosotros” al “yo”, terminando por ignorar al otro, el deporte – especialmente cuando es en equipo – enseña el valor de la colaboración, de caminar juntos, de ese compartir que, como hemos dicho, está en el corazón mismo de la vida de Dios (cf. Jn 16, 14-15). Puede así convertirse en un importante instrumento de recomposición y encuentro: entre los pueblos, en las comunidades, en los ambientes escolares y laborales, en las familias.

En segundo lugar, en una sociedad cada vez más digital, en la que las tecnologías, aunque acercan a personas lejanas, a menudo alejan a quienes están cerca, el deporte valora la concreción de estar juntos, el sentido del cuerpo, del espacio, del esfuerzo, del tiempo real. Así, contra la tentación de huir a mundos virtuales, éste ayuda a mantener un sano contacto con la naturaleza y con la vida concreta, único lugar en el que se ejerce el amor (cf. 1 Jn 3, 18).

En tercer lugar, en una sociedad competitiva, donde parece que sólo los fuertes y los ganadores merecen vivir, el deporte también enseña a perder, poniendo al hombre a prueba, en el arte de la derrota, con una de las verdades más profundas de su condición: la fragilidad, el límite, la imperfección. Esto es importante, porque es a partir de la experiencia de esta fragilidad que nos abrimos a la esperanza. El atleta que nunca se equivoca, que no pierde jamás, no existe. Los campeones no son máquinas infalibles, sino hombres y mujeres que, incluso cuando caen, encuentran el valor para levantarse. Recordemos una vez más, a este respecto, las palabras de San Juan Pablo II, quien decía que Jesús es “el verdadero atleta de Dios”, porque venció al mundo no con la fuerza, sino con la fidelidad del amor (cf. Homilía en la Misa por el Jubileo de los deportistas, 29 octubre 2000).

No es una casualidad que, en la vida de muchos santos de nuestro tiempo, el deporte haya tenido un papel significativo, tanto como práctica personal que como vía de evangelización. Pensemos en el Beato Pier Giorgio Frassati, patrono de los deportistas, que será proclamado santo el próximo 7 de septiembre. Su vida, sencilla y luminosa, nos recuerda que, así como nadie nace campeón, tampoco nadie nace santo. Es el entrenamiento cotidiano del amor lo que nos acerca a la victoria definitiva (cf. Rom 5, 3-5) y nos hace capaces de trabajar en la construcción de un mundo nuevo. Lo afirmaba también San Pablo VI, veinte años después del final de la Segunda Guerra Mundial, recordando a los miembros de una asociación deportiva católica lo mucho que el deporte había contribuido a devolver paz y esperanza a una sociedad devastada por las consecuencias de la guerra (cf. Discurso a los miembros del C.S.I., 20 marzo 1965). Decía: «Es la formación de una sociedad nueva, a la que se dirigen sus esfuerzos: […] en la conciencia de que el deporte, en los sanos elementos formativos que éste valora, puede ser un instrumento muy útil para la elevación espiritual de la persona humana, condición primera e indispensable de una sociedad ordenada, serena, constructiva» (cf. ibid.).

Queridos deportistas, la Iglesia les confía una misión muy hermosa: ser, en sus actividades, reflejo del amor de Dios Trinidad para el bien de ustedes y de sus hermanos. Déjense involucrar en esta misión, con entusiasmo: como atletas, como formadores, como sociedades, como grupos, como familias. Al Papa Francisco le gustaba subrayar que María, en el Evangelio, se nos presenta activa, en movimiento, incluso “corriendo” (cf. Lc 1, 39), dispuesta, como saben hacer las madres, a ponerse en movimiento ante una señal de Dios, para socorrer a sus hijos (cf. Discurso a los voluntarios de la JMJ, 6 agosto 2023). Pidámosle a Ella que acompañe nuestros esfuerzos y nuestros impulsos, y que los oriente siempre hacia lo mejor, hasta la victoria más grande: la de la eternidad, el “campo infinito” donde el juego ya no tendrá fin y la alegría será plena (cf. 1 Cor 9, 24-25; 2 Tim 4, 7-8).

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