EL CONCILIO NOS INVITA A LO ESENCIAL, A UNA IGLESIA QUE SEA LIBRE Y LIBERADORA: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA POR EL 60º ANIVERSARIO DEL INICIO DEL CONCILIO VATICANO II (11/10/2022)

La tarde de este 11 de octubre, el Santo Padre Francisco presidió la Santa Misa en la Basílica de San Pedro, en la memoria litúrgica de San Juan XXIII y en el 60º Aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. En su homilía, el Pontífice presentó tres miradas que enseña el Concilio a la Iglesia: “la mirada desde lo alto, la mirada desde en medio, la mirada de conjunto”. “Redescubramos el Concilio para volver a dar la primacía a Dios, a lo esencial, a una Iglesia que esté loca de amor por su Señor y por todos los hombres que Él ama, a una Iglesia que sea rica de Jesús y pobre de medios, a una Iglesia que sea libre y liberadora”, dijo también el Papa Francisco en su homilía, cuyo texto completo reproducimos a continuación, traducido del italiano:

«¿Me amas?». Es la primera frase que Jesús dirige a Pedro en el Evangelio que escuchamos (Jn 21, 15). La última, en cambio, es: «Apacienta mis ovejas» (v. 17). En el aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II sentimos dirigidas también a nosotros, a nosotros como Iglesia, estas palabras del Señor: ¿Me amas? Apacienta mis ovejas.

1. Ante todo: ¿Me amas? Es una pregunta, porque el estilo de Jesús no es tanto el de dar respuestas, sino hacer preguntas, preguntas que provocan la vida. Y el Señor, que «en su gran amor habla a los hombres como amigos y se entretiene con ellos» (Dei Verbum, 2), pregunta hoy, pregunta siempre a la Iglesia, su esposa: “¿Me amas?”. El Concilio Vaticano II fue una gran respuesta a esta pregunta: es para reavivar su amor que la Iglesia, por primera vez en la historia, dedicó un Concilio a interrogarse sobre sí misma, a reflexionar sobre su propia naturaleza y su propia misión. Y se redescubrió como misterio de gracia generado por el amor: se redescubrió Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, templo vivo del Espíritu Santo.

Esta es la primera mirada que hay que tener sobre la Iglesia, la mirada desde lo alto. Sí, la iglesia debe ser mirada antes que nada desde lo alto, con los ojos enamorados de Dios. Preguntémonos si en la Iglesia partimos de Dios, de su mirada enamorada sobre nosotros. Siempre existe la tentación de partir desde el yo más que desde Dios, deponer nuestras agendas antes que el Evangelio, de dejarnos transportar por el viento de la mundanidad para seguir las modas del tiempo o rechazar el tiempo que la providencia nos da para dirigirnos hacia atrás. Sin embargo tengamos cuidado: ya sea el progresismo que se alinea con el mundo, o el tradicionalismo – o el “regresionismo” – que añora un mundo pasado, no son pruebas de amor, sino de infidelidad. Son egoísmos pelagianos, que anteponen los propios gustos y los propios planes al amor que le agrada a Dios, el sencillo, humilde y fiel que Jesús pidió a Pedro.

¿Tú me amas? Redescubramos el Concilio para dar nuevamente la primacía a Dios, a lo esencial: a una Iglesia que esté loca de amor por su Señor y por todos los hombres, amados por Él; a una Iglesia que sea libre y liberadora. El Concilio indica a la Iglesia esta ruta: la hace volver, como a Pedro en el Evangelio, a Galilea, a las fuentes del primer amor, para redescubrir en su pobreza la santidad de Dios (cf. Lumen gentium, 8c; cap. V). También nosotros, cada uno de nosotros tiene su propia Galilea, la Galilea del primer amor y seguramente también cada uno de nosotros hoy es invitado a volver a su Galilea para escuchar la voz del Señor: “Sígueme”. Y ahí, para reencontrar en la mirada del Señor crucificado y resucitado la alegría perdida, para concentrarse en Jesús. Reencontrar la alegría: una Iglesia que ha perdido la alegría ha perdido el amor. Hacia el final de sus días el Papa Juan escribía: «Esta vida mía que se dirige al ocaso no podría resolverse mejor que en concentrarme todo en Jesús, hijo de María... Grande y continua intimidad con Jesús, contemplado en imagen: niño, crucificado, adorado en el Sacramento» (Diario del alma, 977-978). Ahí está nuestra mirada alta, esa es nuestra fuente siempre viva: Jesús, la Galilea del amor, Jesús que nos llama, Jesús que nos pregunta: “¿Me amas?”.

Hermanos, hermanas, regresemos a las fuentes puras de amor del Concilio. ¡Reencontremos la pasión del Concilio y renovemos la pasión por el Concilio! Inmersos en el misterio de la Iglesia madre y esposa, digamos también nosotros, con San Juan XXIII: Gaudet Mater Ecclesia! (Discurso en la apertura del Concilio, 11 de octubre 1962). Que la Iglesia esté habitada por la alegría. Si no se alegra se desmiente a sí misma, porque olvida el amor que la creó. Sin embargo, ¿cuántos entre nosotros no logran vivir la fe con alegría, sin murmurar y sin criticar? Una Iglesia enamorada de Jesús no tiene tiempo para desencuentros, venenos y polémicas. Que Dios nos libre de ser críticos e intolerantes, ásperos y enojados. No es sólo cuestión de estilo, sino de amor, porque el que ama, como enseña el apóstol Pablo, hace todo sin murmurar (cf. Fil 2,14). Señor, enséñanos tu mirada alta, a mirar la Iglesia como la miras Tú. Y cuando seamos críticos y descontentos, recuérdanos que ser Iglesia es dar testimonio de la belleza de tu amor y vivir en respuesta a tu pregunta: ¿me amas? No es andar como si estuviéramos en un velorio.

2. ¿Me amas? Apacienta mis ovejas. La segunda palabra: Apacienta. Jesús expresa con este verbo el amor que desea de Pedro. Pensemos justamente en Pedro: era un pescador de peces Y Jesús lo había transformado en pescador de hombres (cf. Lc 5, 10). Ahora le asigna un oficio nuevo, el de pastor, que nunca había ejercido. Y es un punto de inflexión, porque mientras el pescador toma para sí, atrae hacia él, el pastor se ocupa de los demás, apacienta a los demás. Más aún, el pastor vive con el rebaño, nutre a las ovejas, siente afecto por ellas. No está por encima, como el pescador, sino en medio. El pastor está delante del pueblo para marcar el camino, en medio del pueblo como uno de ellos y detrás del pueblo para estar cerca de los que se han atrasado. El pastor no está por encima, como el pescador, sino en medio. He aquí la segunda mirada que nos enseña el Concilio, la mirada desde en medio: Estar en el mundo con los demás y sin sentirse nunca por encima de los demás, como servidores del más grande Reino de Dios (cf. Lumen gentium, 5); llevar el buen anuncio del Evangelio dentro de la vida y las lenguas de los hombres (cf. Sacrosanctum Concilium, 36), compartiendo sus alegrías y esperanzas (cf. Gaudium et spes, 1). Estar en medio del pueblo, no sobre el pueblo: éste es el pecado terrible del clericalismo que mata a las ovejas, no las guía, no las hace crecer, mata. Qué actual es el Concilio: nos ayuda a rechazar la tentación de cerrarnos en los recintos de nuestra comodidad y convicciones, para imitar el estilo de Dios, que nos ha descrito hoy el profeta Ezequiel: “ir en busca de la oveja perdida y conducir de nuevo al rebaño a la extraviada, curar a la herida y sanar a la enferma” (cf. Ez 34, 16).

Apacienta: la Iglesia no celebró el Concilio para admirarse, sino para entregarse. De hecho nuestra santa Madre jerárquica, surgida del corazón de la Trinidad, existe para amar. Es un pueblo sacerdotal (cf. Lumen gentium, 10 ss.): no debe resaltar a los ojos del mundo, sino servir al mundo. No lo olvidemos: El pueblo de Dios nace en salida y rejuvenece gastándose, porque es sacramento de amor, «signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). Hermanos y hermanas, volvamos al Concilio, que redescubrió el torrente vivo de la Tradición sin estancarse en las tradiciones; que reencontró la fuente del amor no para quedarse en el monte, sino para que la iglesia descienda al valle y sea canal de misericordia para todos. Volvamos al Concilio para salir de nosotros mismos y superar la tentación de la auto referencialidad, que es una forma de ser mundana. Apacienta, repite el señor a su Iglesia; y haciéndolo, superan las nostalgias por el pasado, la añoranza por la relevancia, el apego al poder, porque tú, Pueblo santo de Dios, eres un pueblo pastoral: no existes para apacentarte a ti mismo, para escalar sobre otros, sino para apacentar a los demás, a todos los demás, con amor. Y, si es correcto tener una atención particular, ya sea por los predilectos de Dios, es decir los pobres, los descartados (cf. Lumen gentium, 8c; Gaudium et spes, 1); para ser, como dijo el Papa Juan, «la Iglesia de todos, y particularmente la Iglesia de los pobres» (Radiomensaje a los fieles de todo el mundo un mes antes del inicio del Concilio Ecuménico Vaticano II, 11 de septiembre 1962).

3. ¿ Me amas? Apacienta – concluye el Señor – mis ovejas. No se refiere solo a algunas, sino a todas, porque ama a todas, llama a todas afectuosamente “mías”. El Buen Pastor ve y quiere a su rebaño unido, bajo la guía de los Pastores que le ha dado. Quiere – tercera mirada – la mirada de conjunto: todos, todos juntos. El Concilio nos recuerda que la Iglesia, a imagen de la Trinidad, es comunión (cf. Lumen gentium, 4.13). El diablo, en cambio, quiere sembrar la cizaña de la división. No cedamos a sus lisonjas, no cedamos a la tentación de la polarización. ¡Cuántas veces, después del Concilio, los cristianos han tendido a elegir una parte en la Iglesia, sin darse cuenta que laceran el corazón de su Madre! Cuántas veces se prefiere ser “aficionados del propio grupo” en lugar de servidores de todos, progresistas y conservadores más que hermanos y hermanas, “de derecha” o “de izquierda” más que de Jesús; erigirse como “custodios de la verdad” o en “solistas de la novedad”, en lugar de reconocerse hijos humildes y agradecidos de la Santa Madre Iglesia. Todos, todos somos hijos de Dios, todos hermanos en la Iglesia, todos Iglesia, todos. El Señor nos quiere así: nosotros somos sus ovejas, su rebaño, y lo somos sólo juntos, unidos. Superemos las polarizaciones y custodiemos la comunión, convirtámonos cada vez más en “una sola cosa”, como Jesús imploró antes de dar la vida por nosotros (cf. Jn 17, 21). Que nos ayude en esto María, Madre de la Iglesia. Que haga crecer en nosotros el anhelo por la unidad, el deseo de comprometernos por la plena comunión entre todos los creyentes en Cristo. Dejemos a un lado los “ismos”: al pueblo de Dios no le gusta esta polarización. El pueblo de Dios es el santo pueblo fiel de Dios: esta es la iglesia. Es hermoso que hoy, como durante el Concilio, estén con nosotros representantes de otras comunidades cristianas. ¡Gracias! Gracias por haber venido, gracias por esta presencia.

Te damos gracias, Señor, por el don del Concilio. Tú que nos amas, libéranos de la presunción de la autosuficiencia y del espíritu de la crítica mundana. Libéranos de la auto-exclusión de la unidad. Tú, que nos apacientas con ternura, sácanos de los recintos de la auto referencialidad. Tú, que deseas que seamos rebaño unido, líbranos del artificio diabólico de las polarizaciones, de los “ismos”. Y nosotros, tu Iglesia, con Pedro y como Pedro te decimos: “Señor, tú sabes todo; tú sabes que te amamos” (cf. Jn 21, 17).

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