ESCUCHAR AL ESPÍRITU Y A LOS HERMANOS: PALABRAS DEL PAPA EN EL MOMENTO DE REFLEXIÓN PARA EL INICIO DEL PROCESO SINODAL (09/10/2021)

El Papa Francisco abrirá oficialmente, este 10 de octubre, el Sínodo sobre la Sinodalidad en la Ciudad del Vaticano con la celebración de la Eucaristía en la Basílica de San Pedro. La Santa Misa está precedida por el Momento de Reflexión en el que este 9 de octubre participó el Obispo de Roma, en el Aula Nueva del Sínodo, mediante una alocución. “Las palabras clave del Sínodo son tres: comunión, participación y misión”, indicó el Sumo Pontífice. Comunión y misión son expresiones teológicas que designan el misterio de la Iglesia, la naturaleza misma de la Iglesia. Compartimos a continuación, el texto completo de su intervención, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas:

Gracias por estar aquí, en la apertura del Sínodo. Han venido desde muchos caminos e Iglesias, cada uno trayendo en el corazón preguntas y esperanzas, y estoy seguro de que el Espíritu nos guiará y nos dará la gracia de seguir adelante juntos, de escucharnos recíprocamente y de comenzar un discernimiento en nuestro tiempo, haciéndonos solidarios con las fatigas y los deseos de la humanidad. Reitero que el Sínodo no es un parlamento, que el Sínodo no es un sondeo de opiniones; el Sínodo es un momento eclesial, y el protagonista del Sínodo es el Espíritu Santo. Si no está el Espíritu, no habrá Sínodo.

Vivamos este Sínodo en el espíritu de la oración que Jesús dirigió desde el corazón al Padre por los suyos: «Para que todos sean uno» (Jn 17, 21). A esto estamos llamados: a la unidad, a la comunión, a la fraternidad que nace de sentirnos abrazados por el único amor de Dios. Todos, sin distinciones, y nosotros Pastores en particular, como escribía San Cipriano: «Debemos mantener y reivindicar con firmeza esta unidad, sobre nosotros Obispos, que presidimos en la Iglesia, para dar prueba de que también el mismo episcopado es uno solo e indiviso» (De Ecclesiae catholicae unitate, 5). Por eso, caminamos juntos en el único Pueblo de Dios, para hacer experiencia de una Iglesia que recibe y vive el don de la unidad, y que se abre a la voz del Espíritu.

Las palabras clave del Sínodo son tres: comunión, participación, misión. Comunión y misión son expresiones teológicas que designan el misterio de la Iglesia y de las cuales es bueno hacer memoria. El Concilio Vaticano II dejó claro que la comunión expresa la naturaleza misma de la Iglesia y, al mismo tiempo, afirmó que la Iglesia ha recibido «la misión de anunciar e instaurar en todos los pueblos el reino de Cristo y de Dios, y de ese reino constituye en la tierra el germen y el principio» (Lumen gentium, 5). Dos palabras a través de las cuales la Iglesia contempla e imita la vida de la Santísima Trinidad, misterio de comunión ad intra y fuente de misión ad extra. Después de un tiempo de reflexiones doctrinales, teológicas y pastorales que caracterizaron la recepción del Vaticano II, San Pablo VI quiso condensar precisamente en estas dos palabras —comunión y misión— «las líneas maestras, enunciadas por el Concilio». Conmemorando la apertura, afirmó, de hecho, que las líneas generales habían sido «la comunión, es decir, la cohesión y la plenitud interior, en la gracia, en la verdad, en la colaboración […] y la misión, es decir, el compromiso apostólico hacia el mundo contemporáneo» (Ángelus, 11 octubre 1970), que no es proselitismo.

Clausurando el Sínodo de 1985, a veinte años de la conclusión de la asamblea conciliar, también San Juan Pablo II quiso reafirmar que la naturaleza de la Iglesia es la koinonia: de ella surge la misión de ser signo de íntima unión de la familia humana con Dios. Y añadía: «Es sumamente conveniente que en la Iglesia se celebren Sínodos ordinarios y, llegado el caso, también extraordinarios» los cuales, para dar fruto, tienen que estar bien preparados: «es necesario entonces que en las Iglesias locales se trabaje en su preparación con participación de todos» (Discurso en la clausura de la II Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, 7 diciembre 1985). He aquí entonces la tercera palabra, participación. Comunión y misión corren el peligro de quedarse como términos un poco abstractos, si no se cultiva una praxis eclesial que exprese la concreción de la sinodalidad en cada paso del camino y del obrar, promoviendo el involucramiento real de todos y cada uno, la. Quisiera decir que celebrar un Sínodo siempre es hermoso e importante, pero es verdaderamente provechoso si se convierte en expresión viva del ser Iglesia, de un actuar caracterizado por una participación verdadera.

Y esto no por exigencias de estilo, sino de fe. La participación es una exigencia de la fe bautismal. Como afirma el Apóstol Pablo, «todos nosotros hemos sido bautizados mediante un solo Espíritu en un solo cuerpo» (1 Cor 12, 13). El punto de partida, en el cuerpo eclesial, es este y ningún otro: el Bautismo. De éste, nuestra fuente de vida, deriva la igual dignidad de hijos de Dios, aun en la diferencia de ministerios y carismas. Por eso, todos estamos llamados a participar en la vida de la Iglesia y en su misión. Si falta una participación real de todo el Pueblo de Dios, los discursos sobre la comunión corren el riesgo de permanecer como intenciones piadosas. En este aspecto hemos dado pasos hacia adelante, pero todavía nos cuesta trabajo, y nos vemos obligados a constatar el malestar y el sufrimiento de tantos trabajadores pastorales, de los organismos de participación de las diócesis y las parroquias, de las mujeres que a menudo siguen estando al margen. Participen todos: ¡es un compromiso eclesial irrenunciable! Todos los bautizados, este es el carné de identidad: el Bautismo.

El Sínodo, precisamente mientras que nos ofrece una gran oportunidad para una conversión pastoral en clave misionera y también ecuménica, no está exento de algunos riesgos. Cito tres de ellos. El primero es el del formalismo. Se puede reducir un Sínodo a un evento extraordinario, pero de fachada, justamente como si se quedara mirando una hermosa fachada de una iglesia, sin nunca poner un pie dentro. En cambio, el Sínodo es un itinerario de efectivo discernimiento espiritual, que no emprendemos para dar una bella imagen de nosotros mismos, sino para colaborar mejor con la obra de Dios en la historia. Por tanto, si hablamos de una Iglesia sinodal no podemos contentarnos con la forma, sino que también necesitamos sustancia, instrumentos y estructuras que favorezcan el diálogo y la interacción en el Pueblo de Dios, sobre todo entre sacerdotes y laicos. ¿Por qué subrayo esto? Porque a veces hay cierto elitismo en el orden presbiteral que lo hace separarse de los laicos; y el cura se vuelve al final el “dueño de la choza” y no el pastor de toda una Iglesia que está avanzando. Esto requiere transformar ciertas visiones verticalistas, distorsionadas y parciales de la Iglesia, del ministerio presbiteral, del papel de los laicos, de las responsabilidades eclesiales, de los roles de gobierno, entre otras.

Un segundo riesgo es el del intelectualismo —la abstracción, la realidad va por un lado y nosotros con nuestras reflexiones vamos por otro—: convertir el Sínodo en una especie de grupo de estudio, con intervenciones cultas pero abstractas sobre los problemas de la Iglesia y los males del mundo; una suerte de “hablar por hablar”, donde se procede de manera superficial y mundana, terminando por caer otra vez en las habituales y estériles clasificaciones ideológicas y partidistas, y alejándose de la realidad del Pueblo santo de Dios, de la vida concreta de las comunidades dispersas por el mundo.

Por último, puede existir la tentación del inmovilismo: ya que «siempre se ha hecho así» (Exhort. apost. Evangelii gaudium, 33) —esta palabra es un veneno en la vida de la Iglesia, “siempre se ha hecho así”—, es mejor no cambiar. Quien se mueve en este horizonte, aun sin darse cuenta, cae en el error de no tomar en serio el tiempo en que vivimos. El riesgo es que al final se adopten soluciones viejas para problemas nuevos; un pedazo de tela nueva, que al final provoca una rotura peor (cf. Mt 9, 16). Por eso, es importante que el camino sinodal lo sea realmente, un proceso continuo; que involucre, en fases diversas y partiendo desde abajo, a las Iglesias locales, en un trabajo apasionado y encarnado, que imprima un estilo de comunión y participación marcado por la misión.

Vivamos entonces esta ocasión de encuentro, escucha y reflexión como un tiempo de gracia, hermanos y hermanas, un tiempo de gracia que, en la alegría del Evangelio, nos permita captar al menos tres oportunidades. La primera es la de encaminarnos no ocasionalmente sino estructuralmente hacia una Iglesia sinodal; un lugar abierto, donde todos se sientan en casa y puedan participar. El Sínodo nos ofrece después la oportunidad de convertirnos en Iglesia de la escucha: de tomarnos una pausa en nuestros ritmos, de frenar nuestras ansias pastorales para detenernos a escuchar. Escuchar al Espíritu en la adoración y la oración. ¡Cuánto nos hace falta hoy la oración de adoración! Muchos han perdido no sólo la costumbre, sino también la noción de lo que significa adorar. Escuchar a los hermanos y hermanas acerca de las esperanzas y las crisis de la fe en las diversas zonas del mundo, sobre las urgencias de renovación de la vida pastoral, sobre las señales que provienen de las realidades locales. En fin, tenemos la oportunidad de convertirnos en una Iglesia de la cercanía. Volvamos siempre al estilo de Dios: el estilo de Dios es cercanía, compasión y ternura. Dios siempre ha actuado así. Si nosotros no llegamos a ser esta Iglesia de la cercanía con actitudes de compasión y ternura, no seremos la Iglesia del Señor. Y esto no sólo con palabras, sino con la presencia, para que se establezcan mayores lazos de amistad con la sociedad y con el mundo: una Iglesia que no se separa de la vida, sino que se hace cargo de las fragilidades y las pobrezas de nuestro tiempo, curando las heridas y sanando los corazones quebrantados con el bálsamo de Dios. No olvidemos el estilo de Dios que nos debe ayudar: cercanía, compasión y ternura.

Queridos hermanos y hermanas, ¡que este Sínodo sea un tiempo habitado por el Espíritu! Porque tenemos necesidad del Espíritu, del aliento siempre nuevo de Dios, que libera de toda cerrazón, revive lo que está muerto, desata las cadenas, difunde la alegría. El Espíritu Santo es Aquel que nos guía hacia donde Dios quiere, y no hacia donde nos llevarían nuestras ideas y nuestros gustos personales. El padre Congar, de santa memoria, recordaba: «No hace falta hacer otra Iglesia, hace falta hacer una Iglesia distinta» (Verdadera y falsa reforma en la Iglesia, Milán 1994, 193). Y este es el desafío. Por una “Iglesia distinta”, abierta a la novedad que Dios le quiere sugerir, invoquemos con más fuerza y frecuencia al Espíritu, y pongámonos con humildad a su escucha, caminando juntos, como Él, creador de la comunión y de la misión, desea, es decir, con docilidad y valentía.

Ven, Espíritu Santo. Tú que suscitas lenguas nuevas y pones en los labios palabras de vida, líbranos de convertirnos en una Iglesia de museo, hermosa pero muda, con mucho pasado y poco porvenir. Ven entre nosotros, para que en la experiencia sinodal no nos dejemos abrumar por el desencanto, no diluyamos la profecía, no terminemos por reducirlo todo a discusiones estériles. Ven, Espíritu Santo de amor, abre nuestros corazones a la escucha. Ven, Espíritu de santidad, renueva al santo Pueblo fiel de Dios. Ven, Espíritu creador, renueva la faz de la tierra. Amén.

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