CATEQUESIS DEL PAPA: EL ESPÍRITU CAMBIA EL CORAZÓN; LA BUROCRACIA DE LO SAGRADO, ALEJA (27/10/2021)

El Santo Padre celebró la mañana de este 27 de octubre, la acostumbrada Audiencia General, en el Aula Pablo VI de la Ciudad del Vaticano, ante la presencia de fieles y peregrinos procedentes de numerosos países. Continuando con el ciclo de catequesis sobre la Carta de San Pablo a los Gálatas, hoy el Papa Francisco abordó el tema de “El fruto del Espíritu”. Su Santidad concluyó su catequesis afirmando que “tenemos entonces, la gran responsabilidad de anunciar a Cristo crucificado y resucitado, animados por el soplo del Espíritu de amor. Porque es sólo este Amor quien tiene el poder de atraer y cambiar el corazón del hombre”. Compartimos a continuación, el texto de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La predicación de San Pablo está toda centrada en Jesús y su Misterio Pascual. El Apóstol, de hecho, se presenta como anunciador de Cristo, y de Cristo crucificado (cf. 1 Cor 2, 2). A los Gálatas, tentados en basar su religiosidad en la observancia de preceptos y tradiciones, les recuerda el centro de la salvación y de la fe: la muerte y la resurrección del Señor. Lo hace poniendo ante ellos el realismo de la cruz de Jesús. Escribe así: «¿Quién los encantó? ¡Precisamente a ustedes, a cuyos ojos fue presentado vivo, Jesucristo crucificado!» (Gál 3, 1). ¿Quién los encantó para alejarlos de Cristo Crucificado? Es un momento feo de los Gálatas…

Incluso hoy, muchos están en la búsqueda de seguridades religiosas antes que del Dios vivo y verdadero, concentrándose en rituales y preceptos en lugar de abrazar con todo su ser al Dios del amor. Y esta es la tentación de los nuevos fundamentalistas, de aquellos a quienes les parece que el camino a recorrer da miedo y no van hacia adelante sino hacia atrás porque se sienten más seguros: buscan la seguridad de Dios y no al Dios de la seguridad. Por eso Pablo pide a los Gálatas que vuelvan a lo esencial, a Dios que nos da la vida en Cristo crucificado. Les da testimonio de ello en primera persona: «He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2, 20). Y hacia el final de la Carta, afirma: «En cuanto a mí que no tenga otra gloria que la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (6, 14).

Si nosotros perdemos el hilo de la vida espiritual, si mil problemas y pensamientos nos acosan, hagamos nuestros el consejo de Pablo: pongámonos ante Cristo Crucificado, partamos de nuevo de Él. Tomemos el Crucifijo entre las manos, apretémoslo sobre el corazón. O detengámonos en adoración ante la Eucaristía, donde Jesús es el Pan partido por nosotros, el Crucificado resucitado, poder de Dios que derrama su amor en nuestros corazones.

Y ahora, de nuevo guiados por San Pablo, demos un paso más. Preguntémonos: ¿Qué ocurre cuando encontramos en la oración a Jesús Crucificado? Sucede lo que ocurrió bajo la Cruz: Jesús entrega el Espíritu (cf. Jn 19, 30), es decir, da su propia vida. Y el Espíritu, que brota de la Pascua de Jesús, es el principio de la vida espiritual. Es Él quien cambia el corazón: no nuestras obras. Es Él el quien cambia el corazón, no las cosas que nosotros hacemos, ¡sino que la acción del Espíritu Santo en nosotros cambia el corazón! Es Él quien guía a la Iglesia, y nosotros estamos llamados a obedecer su acción, que extiende dónde y cómo quiere. Además, fue precisamente la constatación de que el Espíritu Santo descendía sobre todos y que su gracia actuaba sin exclusión alguna, lo que convenció, incluso a los más reacios de entre los Apóstoles, de que el Evangelio de Jesús estaba destinado a todos y no a unos pocos privilegiados. Y aquellos que buscan la seguridad, el pequeño grupo, las cosas claras como entonces, se alejan del Espíritu, no dejan que la libertad del Espíritu entre en ellos. Así, la vida de la comunidad se regenera en el Espíritu Santo; y es siempre gracias a Él que alimentamos nuestra vida cristiana y llevamos adelante nuestra lucha espiritual.

Precisamente el combate espiritual es otra gran enseñanza de la Carta a los Gálatas. El Apóstol presenta dos frentes opuestos: por un lado las «obras de la carne», por otro el «fruto del Espíritu». ¿Qué son las obras de la carne? Son los comportamientos contrarios al Espíritu de Dios. El Apóstol las llama obras de la carne no porque en nuestra carne humana haya algo incorrecto o malo; por el contrario, hemos visto cómo insiste en el realismo de la carne humana llevada por Cristo en la cruz. Carne es una palabra que indica al hombre en su dimensión sólo terrenal, cerrado en sí mismo, en una vida horizontal, donde se siguen los instintos mundanos y se cierra la puerta al Espíritu, que nos eleva y nos abre a Dios y a los demás. Pero la carne recuerda también que todo esto envejece, que todo esto pasa, se pudre, mientras que el Espíritu da vida. Pablo enumera, entonces, las obras de la carne, que hacen referencia al uso egoísta de la sexualidad, a las prácticas mágicas que son idolatría y a cuanto mina las relaciones interpersonales, como «discordia, celos, disensiones, divisiones, facciones, envidias…» (cf. Gál 5, 19-21). Todo esto es el fruto —digámoslo así— de la carne, de un comportamiento solamente humano, “enfermizamente” humano. Porque lo humano tiene sus valores, pero todo esto es “enfermizamente” humano.

El fruto del Espíritu, en cambio, es «amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gál 5, 22): así dice Pablo. Los cristianos, que en el Bautismo han sido «revestidos de Cristo» (Gál 3, 27), están llamados a vivir así. Puede ser un buen ejercicio espiritual, por ejemplo, leer la lista de San Pablo y mirar la propia conducta, para ver si corresponde, si nuestra vida es verdaderamente según el Espíritu Santo, si da estos frutos. ¿Mi vida produce estos frutos de amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí? Por ejemplo, los tres primeros enumerados son el amor, la paz y la alegría: de aquí se reconoce a una persona habitada por el Espíritu Santo. Una persona que está en paz, que es alegre y que ama: con estos tres rasgos se ve la acción del Espíritu.

Esta enseñanza del Apóstol pone un gran desafío también a nuestras comunidades. A veces, quien se acerca a la Iglesia tiene la impresión de encontrarse ante una densa masa de mandatos y preceptos: pero no, ¡esto no es la Iglesia! Esto puede ser cualquier asociación. Pero, en realidad, no se puede captar la belleza de la fe en Jesucristo partiendo de demasiados mandamientos y de una visión moral que, desarrollándose en muchas corrientes, puede hacer olvidar la original fecundidad del amor, nutrido de oración que da la paz y de testimonio alegre. Del mismo modo, la vida del Espíritu que se expresa en los Sacramentos no puede ser sofocada por una burocracia que impide tener acceso a la gracia del Espíritu, autor de la conversión del corazón. Y cuántas veces, nosotros mismos, sacerdotes u Obispos, hacemos tanta burocracia para dar un Sacramento, para acoger a la gente, que en consecuencia dice: “No, esto no me gusta” y se va, y no ve en nosotros, muchas veces, la fuerza del Espíritu que regenera, que nos hace nuevos. Tenemos entonces, la gran responsabilidad de anunciar a Cristo crucificado y resucitado, animados por el soplo del Espíritu de amor. Porque es sólo este Amor quien tiene el poder de atraer y cambiar el corazón del hombre. Gracias.

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