LA PUERTA DE LA ESPERANZA: SEGUNDO SERMÓN DE ADVIENTO DEL PREDICADOR DE LA CASA PONTIFICIA (09/12/2022)
Esperando la bendita esperanza
¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria. (Sal 24, 7). Hemos tomado este versículo del salmo como hilo conductor de las meditaciones de Adviento sobre las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. El templo de Jerusalén – leemos en los Hechos de los Apóstoles – tenía una puerta llamada “la Hermosa” (Hch 3, 2). El templo de Dios que es nuestro corazón tiene también una puerta “hermosa”, y es la puerta de la Esperanza. Esta es la puerta que hoy queremos intentar abrir a Cristo que viene.
¿Cuál es el objeto propio de la “bienaventurada esperanza”, que proclamamos estar “esperando” en cada Misa? Para darnos cuenta de la novedad absoluta que trajo Cristo en este campo, necesitamos colocar la revelación del Evangelio en el contexto de las creencias antiguas sobre el más allá.
Sobre este punto, incluso el Antiguo Testamento no tenía respuesta para dar. Es bien sabido que sólo hacia el final del mismo, hay alguna declaración explícita sobre una vida después de la muerte. Antes de eso, la creencia de Israel no difería de la de los pueblos vecinos, especialmente los de Mesopotamia. La muerte acaba con la vida para siempre; todos terminamos, buenos y malos, en una especie de lúgubre “fosa común” que entre otros pueblos se llama Arallu y en la Biblia Sheol. No es diferente la creencia dominante en el mundo grecorromano contemporáneo del Nuevo Testamento que llama a ese triste lugar de sombras Infierno, o Hades.
Lo grande que distingue a Israel de todos los demás pueblos es que siguió, a pesar de todo, creyendo en la bondad y el amor de su Dios; no atribuyó la muerte, como hacían los babilonios, a la envidia de la divinidad que reserva la inmortalidad a sí misma, sino al pecado del hombre (Gen 3), o simplemente a la propia naturaleza mortal. En ciertos momentos, el hombre bíblico no calló, es cierto, su propio desconcierto ante un destino que parecía no hacer distinción entre justos y pecadores. Sin embargo, Israel nunca se ha rebelado. En algunos de sus salmos parece haber llegado, incluso, a desear y vislumbrar la posibilidad de una relación con Dios más allá de la muerte: un ser “arrancado del sheol” (Sal 49, 16), “estar siempre con Dios” (Sal 73, 23) y “saciarse de alegría en su presencia” (Sal 16, 11).
Cuando, hacia fines del Antiguo Testamento, esta expectativa, madurada en el subsuelo del alma bíblica, finalmente sale a la luz, no se expresa, a la manera de los filósofos griegos, como la supervivencia del alma inmortal que, liberado del cuerpo, vuelve al mundo celestial del que procede. En armonía con la concepción bíblica del hombre, como unidad inseparable de alma y cuerpo, la supervivencia consiste en la resurrección – cuerpo y alma – de la muerte (Dan 12, 2-3; 2 Mac 7, 9).
Jesús trajo repentinamente esta certeza a su mediodía y – lo que más importa – después de anunciarla en parábolas y dichos (como el de la respuesta a los saduceos sobre la mujer desposada con siete maridos: Mt 22, 30) – dio la prueba irrefutable resucitándose Él mismo de entre los muertos. ¡Después de Él, para el creyente, la muerte ya no es un aterrizaje, sino un despegue!
El regalo más hermoso y más preciado que la Reina Isabel II de Inglaterra dejó a su nación y al mundo, después de 70 años de reinado, fue su esperanza cristiana en la resurrección de los muertos. En el rito fúnebre, seguido en directo por casi todos los poderosos de la tierra y, por televisión, por cientos de millones de personas, se proclamaron, por su voluntad expresa, en primera lectura, las siguientes palabras de Pablo:
La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley. ¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo! (1 Cor 15, 54-57).
Y, en el Evangelio, siempre por su voluntad, las palabras de Jesús:
En la casa de mi Padre hay muchas moradas… Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. (Jn 14, 2-3).
La esperanza, una virtud activa
Precisamente porque aún estamos inmersos en el tiempo y el espacio, nos faltan las categorías necesarias para representarnos en qué consiste esta “vida eterna” con Dios; es como intentar explicarle a un ciego de nacimiento qué es la luz. San Pablo simplemente dice:
Se siembra un cuerpo sin gloria, resucita glorioso; se siembra un cuerpo débil, resucita lleno de fortaleza; se siembra un cuerpo animal, resucita espiritual. Si hay un cuerpo animal, lo hay también espiritual (1 Cor 15, 43-44).
Desde esta vida, algunos místicos han tenido la gracia de experimentar unas gotas del océano infinito de alegría que Dios tiene preparado para su pueblo; pero todos unánimemente afirman que nada puede decirse de ella con palabras humanas. El primero de ellos es el apóstol Pablo. Él confiesa a los Corintios que fue raptado, catorce años antes, al “tercer cielo”, en el paraíso, y haber oído “palabras inefables que a nadie le es lícito pronunciar” (2 Cor 12, 2-4). El recuerdo que le dejó aquella experiencia es perceptible en lo que escribe en otra ocasión: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (1 Cor 2,9).
Pero dejemos de lado lo que será en el más allá (del que tan poco podemos decir) y pasemos al presente de nuestra vida. Reflexionar sobre la esperanza cristiana significa reflexionar sobre el sentido último de nuestra existencia. Una cosa es común a todos: el anhelo y el vivir “bien”. Sin embargo, en cuanto se intenta comprender qué se entiende por “bien”, inmediatamente surgen dos clases de personas: los que piensan sólo en el bien material y personal y los que también piensan al bien moral y al bien común.
En cuanto a lo primero, el mundo no ha cambiado mucho desde la época de Isaías y San Pablo. Ambos señalan el dicho que corría en su tiempo: “Comamos y bebamos que mañana moriremos” (Is 22, 13; 1 Cor 15, 32). Más interesante es intentar comprender a quienes se proponen – al menos como ideal – “vivir bien” no sólo material e individualmente, sino también moralmente y junto a los demás. Hay sitios en internet donde se entrevistan a personas mayores sobre cómo, al llegar el atardecer, evalúan la vida que han vivido. Son, en general, hombres y mujeres que han vivido una vida rica y digna, al servicio de la familia, la cultura y la sociedad, pero sin ninguna referencia religiosa. Intentar hacer creer a la gente que uno es feliz por haber vivido así, es patético. La tristeza de haber vivido – ¡y de pronto no vivir más! –, escondida por las palabras, grita desde sus ojos.
San Agustín expresó el núcleo del problema: “¿De qué sirve vivir bien, si no se da para vivir siempre?” [1]. Antes que él, Jesús había dicho: “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo?” (Lc 9, 25). Aquí es donde encaja la respuesta de la esperanza teológica, y en qué se diferencia. Nos asegura que Dios nos creó para la vida, no para la muerte; que Jesús vino a revelarnos la vida eterna ya garantizarla con su resurrección.
Hay que subrayar una cosa para no caer en un peligroso malentendido. Vivir “siempre” no se opone a vivir “bien”. La esperanza de la vida eterna es lo que la hace hermosa, o al menos aceptable, también la vida presente. Todos en esta vida tenemos nuestra parte de sufrimiento, creyentes y no creyentes. Pero una cosa es sufrir sin saber con qué fin, y otra sufrir sabiendo que “los sufrimientos de este tiempo no son comparables a la gloria futura que se manifestará en nosotros” (Rom 8, 18).
Dar razón de la esperanza
La esperanza teológica tiene un papel importante que desempeñar en relación con la evangelización. Uno de los factores determinantes de la rápida difusión de la fe, en los primeros tiempos del cristianismo, fue el anuncio cristiano de una vida después de la muerte infinitamente más plena y gozosa que la terrena.
El emperador romano Adriano se había construido villas espectaculares en varias partes del mundo y había preparado lo que ahora es Castel Sant’Angelo, a tiro de piedra de aquí, como su mausoleo. Cerca de la muerte escribió una especie de epitafio para su tumba[2]. En él, hablando a su alma, la exhortaba a echar una última mirada a las bellezas y los recreos de este mundo, porque – le dijo – estáis a punto de descender “a lugares incoloros, arduos y desnudos”. ¡Infierno! Uno puede imaginar el choque espiritual que debió causar, en una atmósfera como esta, el anuncio de una vida infinitamente más plena y gozosa que la que se quedó con la muerte. Esto explica por qué la idea y los símbolos de la vida eterna son tan frecuentes en los entierros cristianos de las catacumbas.
En la Primera Carta de San Pedro, la actividad de la Iglesia hacia el exterior, es decir, la propagación del mensaje, se presenta como “dar razón de su esperanza”: “Glorificad a Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza” (1Pe 3, 15-16). Leyendo los relatos posteriores a la Pascua, se tiene el sentimiento de que la Iglesia nace de un movimiento de “esperanza viva” (1Pe 1, 3) y con esta esperanza los apóstoles partieron a la conquista del mundo.
También hoy necesitamos una regeneración de la esperanza si queremos emprender una nueva evangelización. Nada se hace sin esperanza. Los hombres van donde hay un aire de esperanza y huyen de donde no sienten su presencia. La esperanza es lo que da a los jóvenes el coraje para formar una familia o para seguir una vocación religiosa y sacerdotal, que los aleja de las drogas y otros similares remedios a la desesperación.
La Carta a los Hebreos compara la esperanza con “un ancla del alma segura y firme, que penetra más allá de la cortina” (Heb 6, 18-19). “Segura y firme” porque arrojada a la eternidad. Pero también tenemos otra imagen de esperanza, en cierto sentido opuesta: la vela. Si el ancla es lo que da seguridad al barco y lo mantiene firme entre el vaivén del mar, la vela es la que lo hace caminar y avanzar en el mar. Ambas cosas forjan la esperanza en la barca de la Iglesia.
En comparación con el pasado, hoy nos encontramos en una situación ventajosa en cuanto a la esperanza. Ya no tenemos que perder nuestro tiempo defendiendo la esperanza cristiana de los ataques externos; podemos por tanto hacer lo más útil y fecundo que es anunciarla, ofrecerla e irradiarla en el mundo. Hacer de la esperanza no tanto un discurso apologético como un discurso kerigmático.
Echemos un vistazo a lo que ha sucedido con respecto a la esperanza cristiana desde hace más de un siglo. Al principio fue el ataque frontal de hombres como Feuerbach, Marx, Nietzsche. La esperanza cristiana fue, en muchos casos, el blanco directo de su crítica. Vida eterna, más allá, paraíso: todas estas cosas eran vistas como la proyección ilusoria de los deseos y necesidades insatisfechas del hombre en este mundo, como un “desperdiciar en el cielo los tesoros destinados a la tierra”. Los cristianos trataban de defender el contenido de la esperanza cristiana, a menudo con malestar mal disimulado. La esperanza cristiana estaba “en minoría”. Rara vez se hablaba y predicaba de la vida eterna.
Después, sin embrago, de haber demolido la esperanza cristiana, la cultura atea marxista no tardó en darse cuenta de que las personas humanas no podían quedarse sin esperanza. Y aquí inventó el “Principio Esperanza”[3]. Con ella, la cultura marxista no pretendía haber demolido la esperanza cristiana, sino, peor aún, haberla superado y ser su legítima heredera. Para el autor del “Principio esperanza” (¡“principio”, ojo, no virtud!) es cierto que la esperanza es vital para el hombre. Su papel es “la revelación del hombre oculto”, es decir, de las posibilidades aún latentes de la humanidad. La manifestación del Hijo del hombre, Cristo, es reemplazada por la manifestación del hombre oculto, la parusía es reemplazada por la utopía.
Durante un par de décadas, recuerdo, no se hablaba de otra cosa en las universidades y muchos cristianos se entusiasmaban de que hubiera alguien del otro lado que aceptara tomar en serio la esperanza y establecer un diálogo. Sobre todo, porque la inversión era tan sutil y el lenguaje a menudo similar. La patria celestial se convertía en la “patria de la identidad”; no el lugar donde el hombre finalmente ve, cara a cara, a Dios, sino donde ve al verdadero hombre, aquel en quien se realiza la perfecta identidad entre lo que puede ser y lo que es. La llamada “teología de la esperanza” nació como respuesta a este desafío, aceptando, lamentablemente, a veces, su enfoque. Lo que menos se percibe en todos estos escritos es precisamente lo que Pedro llama “esperanza viva” (1 Pe, 1, 3), el estremecimiento de la esperanza. No es vida, sino ideología.
Ahora, dije, la situación ha cambiado en parte. La tarea que tenemos ante nosotros, con respecto a la esperanza, ya no es la de defenderla y justificarla filosófica y teológicamente, sino la de anunciarla, mostrarla y dársela a un mundo que ha perdido el sentido de la esperanza y está hundiéndose cada vez más en el pesimismo y el nihilismo que es el verdadero “agujero negro” del universo.
Gaudium et spes
Una forma de hacer activa y contagiosa la esperanza es la formulada por San Pablo cuando dice que “la caridad todo lo espera” (1 Cor 13, 7). Esto se aplica no solo al individuo, sino también a toda la Iglesia. La Iglesia todo lo espera, todo lo cree, todo lo soporta. No puede limitarse a denunciar las posibilidades del mal que existen en el mundo y en la sociedad. Ciertamente, no debemos descuidar el miedo al castigo y al infierno y dejar de advertir a las personas sobre la posibilidad de daño que conlleva una acción o situación, como las heridas causadas al medio ambiente. La experiencia, sin embargo, muestra que se logra más positivamente, al insistir en las posibilidades del bien; en términos evangélicos, predicando la misericordia. El mundo moderno nunca se ha mostrado tan bien dispuesto hacia la Iglesia y tan interesado en su mensaje, como en los años del Concilio. Y la razón principal es que el Concilio daba esperanza.
Pero de esta manera, ¿no nos exponemos – se dice – a desilusionarnos y a parecer ingenuos? Esta es la gran tentación contra la esperanza, sugerida por la prudencia humana, o por el miedo a ser desmentidos por los hechos y es lo que sucede en parte también con el Concilio. Como si atreverse a hablar de “alegría y esperanza” (gaudium et spes) hubiera sido una ingenuidad de la que incluso deberíamos avergonzarnos un poco. Esto es lo que muchos pensaron del Papa Juan en su anuncio del Concilio.
Debemos retomar el movimiento de esperanza iniciado por el Concilio. La eternidad es una medida muy grande; nos permite esperar en todos, no abandonar a nadie sin esperanza. El Apóstol dio a los cristianos de Roma el mandato de abundar en esperanza. “Que el Dios de la esperanza os colme de alegría y de paz viviendo vuestra fe, para que desbordéis de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo” (Rom 15,13).
La Iglesia no puede dar mejor don al mundo que darle esperanza, no esperanzas humanas, efímeras, económicas o políticas, sobre las que no tiene competencia específica, sino esperanza pura y simple, la que también, sin saberlo, tiene la eternidad como su horizonte y como garante Jesucristo y su resurrección. Será entonces esta esperanza teologal la que actuará como resorte de todas las demás legítimas esperanzas humanas. Cualquiera que haya visto a un médico visitar a un enfermo grave sabe que el mayor alivio que puede brindarle, mejor que todos los medicamentos, es decirle: “El médico espera; ¡tiene buenas esperanzas para ti!”.
La esperanza, así entendida, transforma todo lo que toca. Su efecto se describe bellamente en este pasaje de Isaías:
Se cansan los muchachos, se fatigan,
los jóvenes tropiezan y vacilan;
pero los que esperan en el Señor
renuevan sus fuerzas,
echan alas como las águilas,
corren y no se fatigan,
caminan y no se cansan. (Is 40, 30-31).
Dios no promete quitar las razones del cansancio y el agotamiento, pero da esperanza. La situación sigue siendo en sí misma la que era, pero la esperanza da la fuerza para superarla. En el Apocalipsis leemos que “cuando vio el dragón que había sido precipitado a la tierra, persiguió a la mujer que había dado a luz al hijo varón. Y le fueron dadas a la mujer las dos alas de la gran águila, para que volara al desierto, a su lugar” (Ap 12, 13-14). La imagen de las alas del águila está claramente inspirada en el texto de Isaías. Entonces se dice que las grandes alas de la esperanza han sido dadas a toda la Iglesia, para que con ellas pueda, cada vez, escapar de los ataques del mal, vencer con entusiasmo las dificultades.
“¡Levántate y camina!”
La puerta del templo llamada “la Hermosa” es conocida por el milagro que ocurrió cerca de ella. Un lisiado yacía ante él pidiendo limosna. Un día pasaron por allí Pedro y Juan y sabemos lo que pasó. El lisiado, curado, saltó sobre sus pies y finalmente después de quién sabe cuántos años había estado tirado allí abandonado, él también pasó por esa puerta y entró en el templo, leemos, “saltando y alabando a Dios” (Hch 3, 1-9).
También nos podría pasar algo similar con respecto a la esperanza. Con frecuencia nos encontramos, espiritualmente, en la posición del lisiado en el umbral del templo: inertes, tibios, como paralizados ante las dificultades. Pero aquí la esperanza divina pasa a nuestro lado, llevada por la palabra de Dios, y nos dice también a nosotros, como Pedro al lisiado: “¡Levántate y anda!”. Y nos ponemos en pie de un salto y entramos por fin en el corazón de la Iglesia, dispuestos a asumir, una vez más y con alegría, tareas y responsabilidades. Son los milagros cotidianos de la esperanza. Ella es verdaderamente una gran taumaturga, una gran hacedora de milagros; pone de pie a miles de lisiados, miles de veces.
Además de la evangelización, la esperanza nos ayuda en nuestro camino personal de santificación. Se convierte, en quienes la practican, en el principio del progreso espiritual. Te permite descubrir siempre nuevas “posibilidades para el bien”, siempre algo que se puede hacer. Ella no nos deja acomodarnos en la tibieza y la pereza. Cuando tienes la tentación de decirte a ti mismo: “No hay nada más que hacer”, la esperanza se adelanta y te dice: “¡Ora!”. Tú respondes: “¡Pero ya oré!” y ella: “¡Ora de nuevo!”. E incluso cuando la situación se vuelva extremadamente dura y parezca que no hay verdaderamente nada más que hacer, la esperanza aún os indica una tarea: perseverar hasta el final y no perder la paciencia, uniéndoos a Cristo en la cruz. El Apóstol, hemos oído, recomienda “abundar en esperanza”, pero enseguida añade cómo esto se hace posible: “en virtud del Espíritu Santo”. No por nuestros esfuerzos.
La Navidad puede ser la ocasión para un salto de esperanza. El gran poeta moderno de las virtudes teologales, Charles Péguy, escribió que Fe, Esperanza y Caridad son tres hermanas, dos grandes y una niña pequeña. Van por la calle tomadas de la mano: las dos grandes, Fe y Caridad, a los lados y la pequeña Esperanza en el centro. Todos al verlas piensan que son las dos grandes los que arrastran a la pequeña al centro. ¡Están equivocados! Es ella la que arrastra todo. Porque si falla la esperanza, todo se para[4].
Si queremos dar un nombre propio a esta niña, sólo podemos llamarla María, la que aquí abajo – dice el otro gran poeta de las virtudes teologales, Dante Alighieri – “entre los mortales”, es “fuente viva de esperanza”.
[1] San Agustín, Tratado sobre el Evangelio de Juan, 45, 2 (Quid prodest bene vivere si non datur semper vivere?)
[2] cf. cit por M. Yourcenar, Memorias de Adriano.
[3] cf. Ernst Bloch, Das Prinzip Hoffnung, 3 vol., Berlín 1954-1959.
[4] cf. Ch. Péguy, Le porche de la deuxième vertu, Oeuvres poétiques complètes, Gallimard, Paris 1975, pp. 534-539.
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