LLAMADOS A LA HUMILDAD, A RECORDAR Y A ENGENDRAR: MENSAJE DE NAVIDAD DEL PAPA A LA CURIA ROMANA (23/12/2021)

Por la mañana de este 23 de diciembre, en el Aula de las Bendiciones, el Santo Padre Francisco dirigió su Discurso a la Curia Romana con ocasión de las felicitaciones navideñas. La humildad, la soberbia, el pecado del “se debería hacer”, la sinodalidad a la que hay que “convertirse”, la comunión, la participación y la misión que “salva”, fueron algunos de los conceptos expresados por el Papa Francisco. “Somos leprosos, necesitados de curación”. “Estamos aquí —yo el primero— para aprender a ponernos de rodillas y adorar al Señor en su humildad, y no a otros señores en su vacía opulencia”. Transcribimos a continuación, el texto completo de su mensaje, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, buenos días:

Como cada año, tenemos ocasión de encontrarnos a pocos días de la fiesta de Navidad. Es una forma para expresar “en voz alta” nuestra fraternidad a través del intercambio de los deseos navideños, pero es también un momento de reflexión y de verificación para cada uno de nosotros, para que la luz del Verbo que se hace carne nos muestre cada vez mejor quiénes somos y nuestra misión.

Todos lo sabemos: el misterio de la Navidad es el misterio de Dios que viene al mundo a través del camino de la humildad. Se hizo carne: esa gran synkatábasis. Este tiempo parece haber olvidado la humildad, o parece que la ha relegado simplemente a una forma de moralismo, vaciándola de la fuerza disruptiva de la que está dotada.

Pero si debiéramos expresar todo el misterio de la Navidad en una palabra, creo que la palabra humildad es la que mayormente puede ayudarnos. Los Evangelios nos hablan de un escenario pobre, sobrio, no adaptado para acoger a una mujer que está por dar a luz. Sin embargo el Rey de reyes viene al mundo no atrayendo la atención, sino suscitando una misteriosa atracción en los corazones de quién siente la disruptiva presencia de una novedad que está por cambiar la historia. Por ello me gusta pensar y también decir que la humildad fue su puerta de ingreso y nos invita, a todos nosotros, a atravesarla. Me viene a la mente ese fragmento de los Ejercicios: no se puede avanzar sin humildad, y no se puede avanzar en la humildad sin humillación. Y San Ignacio nos dice que hay que pedir las humillaciones.

No es fácil entender qué es la humildad. Ella es el resultado de un cambio que el mismo espíritu obra en nosotros a través de la historia que vivimos, como por ejemplo le sucede a Naamán el Sirio (cf. 2 Re 5). Este personaje gozaba, en el tiempo del profeta Eliseo, de una gran fama. Era un valeroso general del Ejército arameo, que había mostrado en varias ocasiones su valor y su valentía. Pero junto con la fama, la fuerza, la estima, los honores, la gloria, este hombre está obligado a convivir con un drama terrible: es leproso. Su armadura, esa misma que le obtiene la fama, en realidad cubre una humanidad frágil, herida, enferma. Esta contradicción a menudo la reencontramos en nuestras vidas: a veces los grandes dones son la armadura para cubrir grandes fragilidades.

Naamán comprende una verdad fundamental: no se puede pasar la vida escondiéndose detrás de una armadura, de un papel, de un reconocimiento social: al final, hace daño. Llega el momento, en la existencia de cada uno, en que se tiene el deseo de no vivir más detrás de El revestimiento de la gloria de este mundo, sino en la plenitud de una vida sincera, sin mayor necesidad de armaduras y de máscaras. Este deseo impulsa al valeroso general Naamán a ponerse en camino en la búsqueda de alguien que pueda ayudarlo, y lo hace a partir de la sugerencia de una esclava, una hebrea prisionera de guerra que habla de un Dios que es capaz de curar semejantes contradicciones.

Llevando un cargamento de plata y oro, Naamán se pone en viaje y llega así ante el profeta Eliseo. Éste le pide a Naamán, como única condición para su curación, el simple gesto de desnudarse y lavarse siete veces en el río Jordán. ¡Nada de fama, nada de honores, ni oro ni plata! La gracia que salva es gratuita, no puede ser reducida al precio de las cosas de este mundo.

Naamán se resiste a esta petición, le parece demasiado banal, demasiado sencilla, demasiado accesible. Parece que la fuerza de la sencillez no tuviera espacio en su imaginación. Pero las palabras de sus servidores lo hacen volver a creer: «Si el profeta te hubiera ordenado una cosa difícil, ¿no la habrías hecho? ¿Cuanto más ahora qué te dijo: “Lávate y serás curado”?» (2 Re 5, 13). Naamán se rinde, y con un gesto de humildad “desciende”, se quita su armadura, se mete en las aguas del Jordán, «y su carne se volvió como la carne de un niño; estaba curado» (2 Re 5, 14). ¡La lección es grande! La humildad de poner al desnudo la propia humanidad, según la palabra del Señor, le obtiene a Naamán la curación.

La historia de Naamán nos recuerda que la Navidad es un tiempo en el que cada uno de nosotros debe tener el valor de quitarse la propia armadura, de despojarse de los vestidos del propio papel, del reconocimiento social, del brillo de la gloria de este mundo, y asumir su propia humildad. Podemos hacerlo a partir de un ejemplo más fuerte, más convincente, con más autoridad: el del Hijo de Dios, que no se sustrae a la humildad de descender en la historia haciéndose hombre, haciéndose niño, frágil, envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 16). Retirados nuestros vestidos, nuestras prerrogativas, los papeles, los títulos, todos somos leprosos, todos nosotros, necesitados de ser curados. La Navidad es la memoria viva de esta conciencia y nos ayuda a entenderla más profundamente.

Queridos hermanos y hermanas, si olvidamos nuestra humanidad vivimos solamente de los honores de nuestras armaduras, pero Jesús nos recuerda a una verdad incómoda y desafiante: “¿De qué sirve ganar el mundo entero si después te pierdes a ti mismo?” (cf. Mc 8, 36).

Esta es la peligrosa tentación – lo he recordado en otras ocasiones – de la mundanidad espiritual, que a diferencia de todas las otras tentaciones es difícil de desenmascarar, porque está cubierta de todo lo que normalmente nos asegura: nuestro papel, la liturgia, la doctrina, la religiosidad. Escribía en la Evangelii gaudium: «En este contexto, se alimenta la vanagloria de aquellos que se contentan con tener algún poder y prefieren ser generales de ejércitos vencidos más que sencillos soldados de un escuadrón que sigue combatiendo. ¡Cuántas veces soñamos planes apostólicos y expansionistas, meticulosos y bien diseñados, típicos de los generales vencidos! Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa como historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida consumada en el servicio, de constancia en el trabajo fatigoso, porque cada trabajo es “sudor de nuestra frente”. En cambio nos entretenemos vanidosos hablando a propósito de “lo que se debería hacer” – el pecado del “debería hacerse” –como maestros espirituales y expertos de pastoral que dan instrucciones quedándose afuera. Cultivamos nuestra imaginación sin límites y perdemos el contacto con la realidad sufrida por nuestro pueblo fiel» (n. 96).

La humildad es la capacidad de saber habitar sin desesperación, con realismo, alegría y esperanza, nuestra humanidad; esta humanidad amada y bendecida por el Señor. La humildad es comprender que no debemos avergonzarnos de nuestra fragilidad. Jesús nos enseña a mirar nuestra miseria con el mismo amor y ternura con que se mira a un niño pequeño, frágil, necesitado de todo. Sin humildad buscaremos seguridades, y quizá las encontraremos, pero ciertamente no encontraremos lo que nos salva, lo que puede curarnos. Las seguridades son el fruto más perverso de la mundanidad espiritual, que revela la falta de fe, de esperanza y de caridad, y se convierten en incapacidades para saber discernir la verdad de las cosas. Si Naamán hubiera continuado sólo acumulando medallas que colocar sobre su armadura, al final habría sido devorado por la lepra: aparentemente vivo, sí, pero encerrado y aislado en su enfermedad. Él con valentía busca quien pueda salvarlo y no quién lo gratifique en lo inmediato.

todos sabemos que lo contrario de la humildad es la soberbia. Un versículo del profeta Malaquías, que me ha impactado mucho, nos ayuda a comprender por contraste la diferencia que existe entre el camino de la humildad y el de la soberbia: «Entonces todos los soberbios y todos aquellos que cometen injusticias serán como paja; aquel día que vendrá los incendiará – dice el Señor de los ejércitos – de manera que no les dejé ni raíces ni brotes» (3, 19).

El Profeta usa una imagen sugerente que describe bien la soberbia: ésta – dice – es como paja. Entonces, cuando llegue el fuego, la paja se convierte en cenizas, se quema, desaparece. Y nos dice también que quien vive confiando en la soberbia se encuentra privado de las cosas más importantes que tenemos: las raíces y los brotes. Las raíces son nuestro vínculo vital con el pasado de quienes tomamos la savia para poder vivir en el presente. Los brotes son el presente que no muere, sino que se vuelve mañana, se vuelve futuro. Estar en un presente que ya no tiene raíces y brotes significa vivir el fin. Así el soberbio, encerrado en su pequeño mundo, ya no tiene pasado ni futuro, ya no tiene raíces ni brotes y vive con el sabor amargo de la tristeza estéril que se apodera del corazón como «el más preciado elixir del demonio» [1]. El humilde vive en cambio constantemente guiado por dos verbos: recordar – las raíces – y engendrar, fruto de las raíces y de los brotes, y así vive la gozosa apertura de la fecundidad.

Recordar significa etimológicamente “traer de nuevo al corazón”, re-cordar. La memoria vital que tenemos de la tradición, de las raíces, no es culto del pasado, sino gesto interior a través del cual traemos de nuevo al corazón constantemente lo que nos ha precedido, lo que ha atravesado nuestra historia, lo que nos ha conducido hasta aquí. Recordar no es repetir, sino atesorar, reavivar y, con gratitud, dejar que la fuerza del Espíritu Santo haga arder nuestro corazón, como a los primeros discípulos (cf. Lc 24, 32).

Pero para que recordar no se convierta en una prisión del pasado, necesitamos otro verbo: engendrar. El humilde – el hombre humilde, la mujer humilde – tiene en el corazón también el futuro, no sólo el pasado, porque sabe mirar hacia adelante, sabe mirar los brotes, con la mirada cargada de gratitud. El humilde engendra, invita e impulsa hacia lo que no se conoce. En cambio el soberbio repite, se hace rígido – la rigidez es una perversión, es una perversión actual – y se cierra en su repetición, se siente seguro de lo que conoce y teme lo nuevo porque no puede controlarlo, y se siente desestabilizado... porque ha perdido la memoria.

El humilde acepta estar en discusión, se abre a la novedad y lo hace porque se siente fuerte en aquello que lo precede, en sus raíces, en su pertenencia. Su presente está habitado por un pasado que lo abre al futuro con esperanza. A diferencia del soberbio, sabe que ni sus méritos ni sus “buenas costumbres” son el principio y el fundamento de su existencia; por ello es capaz de tener confianza; el soberbio no la tiene.

Todos nosotros estamos llamados a la humildad porque estamos llamados a recordar y a engendrar, estamos llamados a reencontrar la relación justa con las raíces y con los brotes. Sin ellos estamos enfermos, y destinados a desaparecer.

Jesús, que viene al mundo a través del camino de la humildad, nos abre un camino, nos indica una forma, nos muestra una meta.

Queridos hermanos y hermanas, sí es verdad que sin humildad no se puede encontrar a Dios, y no se puede tener experiencia de salvación, es también verdad que sin humildad no se puede encontrar tampoco al prójimo, al hermano y hermana que viven a nuestro lado.

El pasado 17 de octubre dimos inicio al camino sinodal que nos comprometerá por los próximos dos años. También en este caso, sólo la humildad puede ponernos en la condición adecuada para poder encontrarnos y escuchar, para dialogar y discernir, para orar juntos, como indicaba el Cardenal Decano. Si cada uno permanece encerrado en las propias convicciones, en la propia visión, en la cáscara de su solo sentir y pensar, es difícil hacer espacio a esa experiencia del espíritu que, como dice el apóstol, está unida a la convicción de que todos somos hijos de «un solo Dios padre de todos, que está por encima de todos, actúa por medio de todos y está presente en todos» (Ef 4, 6).

¡Todos” no es una palabra incomprensible! El clericalismo, que como tentación – perversa – serpentea cotidianamente en medio de nosotros nos hace pensar siempre en un Dios que habla solo a algunos, mientras los demás deben solamente escuchar y seguir. El Sínodo busca ser la experiencia de sentirnos todos miembros de un pueblo más grande: el Santo pueblo fiel de Dios, y por tanto discípulos que escuchan y, precisamente en virtud de esta escucha, pueden también comprender la voluntad de Dios, que siempre se manifiesta de forma imprevisible. Pero sería equivocado pensar que el Sínodo es un evento reservado a la Iglesia como entidad abstracta, distante de nosotros. La sinodalidad es un estilo al que debemos convertirnos ante todo nosotros que estamos aquí y que vivimos la experiencia del servicio a la Iglesia universal a través del trabajo en la Curia Romana.

Y la Curia – no lo olvidemos – no es solamente un instrumento logístico y burocrático para las necesidades de la Iglesia universal, sino que es el primer organismo llamado al testimonio, y precisamente por ello adquiere cada vez más autoridad y eficacia cuando asume en primera persona los desafíos de la conversión sinodal a la cual también ella está llamada. La organización que debemos realizar no es de tipo empresarial, sino de tipo evangélico.

Por eso, si la Palabra de Dios recuerda al mundo entero el valor de la pobreza, nosotros, miembros de la Curia, debemos ser los primeros en comprometernos en una conversión a la sobriedad. Si el Evangelio anuncia la justicia, nosotros debemos ser los primeros en buscar vivir con transparencia, sin favoritismos y grupos. Si la Iglesia recorre el camino de la sinodalidad, nosotros debemos ser los primeros en convertirnos hacia un estilo distinto de trabajo, de colaboración, de comunión. Y esto es posible solamente a través del camino de la humildad. Sin humildad no podremos hacerlo.

Durante la apertura de la asamblea sinodal usé tres palabras clave: participación, comunión y misión. Y nacen de un corazón humilde: sin humildad no se puede hacer ni participación, ni comunión, ni misión. Estas palabras son las tres exigencias que quisiera mostrar como estilo de humildad al cual debemos tender aquí en la curia. Tres formas para hacer el camino de la humildad un camino concreto a poner en práctica.

Ante todo la participación. Ésta debería expresarse a través de un estilo de corresponsabilidad. Ciertamente en la diversidad de papeles y ministerios las responsabilidades son distintas, pero sería importante que cada uno se sintiera partícipe, corresponsable del trabajo sin vivir la sola experiencia despersonalizadora de la ejecución de un programa establecido por alguien más. Quedo siempre impactado cuando en la Curia encuentro la creatividad – me gusta mucho –, y no pocas veces se manifiesta sobre todo ahí donde se deja y se encuentra espacio para todos, también para quien jerárquicamente parece ocupar un puesto marginal. Agradezco por estos ejemplos – los encuentro, y me gusta –, y los animo a trabajar para que seamos capaces de generar dinámicas concretas en que todos sientan que tienen una participación activa en la misión que deben desarrollar. La autoridad se convierte en servicio cuando comparte, involucra y ayuda a crecer.

La segunda palabra es comunión. Ésta no se expresa con mayoría o minoría, sino que nace esencialmente de la relación con Cristo. Nunca tendremos un estilo evangélico en nuestros ambientes si no es volviendo a poner a Cristo en el centro, y no a este partido o aquel otro, esa opinión o la otra: Cristo al centro. Muchos de nosotros trabajamos juntos, pero lo que fortalece la comunión es poder también orar juntos, escuchar juntos la palabra, construir relaciones que van más allá del simple trabajo y refuerzan los vínculos de bien, relaciones de bien entre nosotros, ayudándonos mutuamente. Sin este reclamo de ser solamente extraños que colaboran, competidores que buscan posicionarse mejor, o peor aún, allí donde se crean relaciones, éstas parecen convertirse en herramientas de complicidad para intereses personales olvidando la causa común que nos mantiene juntos. La complicidad crea divisiones, crea facciones, crea enemigos; la colaboración exige la grandeza de aceptar la propia parcialidad y la apertura al trabajo en grupo, incluso con aquellos que no piensan como nosotros. En la complicidad se está juntos para obtener un resultado externo. En la colaboración se está juntos porque es importante el bien del otro y, por tanto, de todo el pueblo de Dios que estamos llamados a servir: no olvidemos el rostro concreto de las personas, no olvidemos nuestras raíces, el rostro concreto de aquellos que fueron nuestros primeros maestros en la fe. Pablo decía a Timoteo: “Recuerda a tu madre, recuerda a tu abuela”.

La perspectiva de la comunión implica, al mismo tiempo, reconocer la diversidad que nos habita como don del Espíritu Santo. Cada vez que nos alejamos de este camino y vivimos comunión y uniformidad como sinónimos, debilitamos y silenciamos la fuerza vivificante del Espíritu Santo en medio de nosotros. La actitud de servicio nos pide, quisiera decir exige, la magnanimidad y la generosidad para reconocer y vivir con alegría la riqueza multiforme del pueblo de Dios; y sin humildad esto no es posible. Me hace bien releer el inicio de la Lumen gentium, esos números 8, 12...: el Santo pueblo fiel de Dios. Es oxígeno para el alma retomar estas verdades.

La tercera palabra es misión. Es lo que nos salva de replegarnos sobre nosotros mismos. Quién está replegado sobre sí mismo «mira desde lo alto y desde lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien plantea preguntas, resalta continuamente los errores de los demás y está obsesionado por la apariencia. Tiene replegada la referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y de sus intereses y, como consecuencia, no aprende de los propios pecados ni está abierto al perdón. Estos son los dos signos de una persona “cerrada”: no aprende de los propios pecados y no está abierta al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de bien. Es necesario evitarla poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí misma, de misión centrada en Jesucristo, de compromiso hacia los pobres» (Evangelii gaudium, 97). Sólo un corazón abierto a la misión hace que todo lo que hacemos ad intra y ad extra esté siempre marcado por la fuerza regeneradora de la llamada del Señor. Y la misión siempre implica pasión por los pobres, es decir por los “carentes”: aquellos a los que “les falta” algo no sólo en términos materiales, sino también espirituales, afectivos, morales. Quien tiene hambre de pan y quien tiene hambre de sentido es igualmente pobre. La Iglesia está invitada a ir al encuentro de todas las pobrezas, y está invitada a predicar el Evangelio a todos porque todos, en un modo o en otro, somos pobres, tenemos necesidad. Pero también la Iglesia va a su encuentro porque ellos nos hacen falta: nos falta su voz, su presencia, sus preguntas y discusiones. La persona con corazón misionero siente que su hermano le hace falta y, con la actitud del mendigo, va a encontrarlo. La misión nos hace vulnerables – es hermoso, la misión nos hace vulnerables –, nos ayuda a recordar nuestra condición de discípulos y nos permite redescubrir siempre de nuevo la alegría del Evangelio.

Participación, misión y comunión son las características de una Iglesia humilde, que se pone a la escucha del espíritu y pone su centro fuera de sí misma. Decía Henri de Lubac: «A los ojos del mundo la Iglesia, como su Señor, tiene siempre el aspecto de una esclava. Existe aquí abajo en forma de sierva. […] No es ni una academia de científicos, ni un cenáculo de refinados espirituales, ni una asamblea de superhombres. Más bien es exactamente lo contrario. Se amontonan los cojos, los deformes, los miserables de todo tipo, la multitud de los mediocres […]; es difícil, o más aún imposible, para el hombre natural, a menos que no haya sido intervenido por una radical transformación, reconocer en este hecho el cumplimiento de la kenosis salvífica, el rasgo adorable de la humildad de Dios» (Meditaciones sobre la Iglesia, 352).

En conclusión quiero desearles y a mí en primer lugar, dejarnos evangelizar por la humildad, por la humildad de la Navidad, por la humildad del pesebre, de la pobreza y esencialidad en la que el hijo de Dios entró al mundo. Incluso los Magos, que ciertamente podríamos pensar que venían de una condición más rica que María y José o que los pastores de Belén, cuando se encuentran frente al Niño se postran (cf. Mt 2, 11). Se postran. No es sólo un gesto de adoración, es un gesto de humildad. Los Magos se ponen a la altura de Dios postrándose en la tierra desnuda. Y esta kenosis, este descendimiento, esta synkatábasis es la misma que Jesús realizará la última noche de su vida terrenal, cuando «se levantó de la mesa, se enrolló las vestiduras y, tomando una toalla, se la ciñó a la cintura. Después puso agua en una vasija y comenzó a lavar los pies de los discípulos y a secarlos con la toalla que se había ceñido» (Jn 13, 4-5). La consternación que suscita tal gesto provoca la reacción de Pedro, pero finalmente Jesús mismo da a sus discípulos la llave de lectura correcta: «Ustedes me llaman Maestro y Señor y dicen bien, porque lo soy. Si entonces yo, el Señor y el Maestro, he lavado sus pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que como yo lo he hecho, lo hagan también ustedes» (Jn 13, 13-15).

Queridos hermanos y hermanas, haciendo memoria de nuestra lepra, rehuyendo de las lógicas de la mundanidad que nos privan de raíces y de brotes, dejémonos evangelizar por la humildad del Niño Jesús. Solamente sirviendo y solamente pensando en nuestro trabajo como servicio podemos en verdad ser útiles a todos. Estamos aquí – yo en primer lugar – para aprender a estar de rodillas y adorar al Señor en su humildad, y no a otros señores en su vacía opulencia. Seamos como los pastores, seamos como los Magos, seamos como Jesús. He aquí la lección de la Navidad: la humildad es la gran condición de la fe, de la vida espiritual, de la santidad. Que el Señor pueda hacerse don a partir de la primordial manifestación del Espíritu dentro de nosotros: el deseo. Lo que no tenemos, podemos comenzar al menos a desearlo. Y pedir al Señor la gracia de poder desear, convertirnos en hombres y mujeres de grandes deseos. Y el deseo es ya el Espíritu trabajando dentro de cada uno de nosotros.

¡Feliz Navidad a todos! Y les pido orar por mí. ¡Gracias!

Como recuerdo de esta Navidad, quiero dejarles unos libros... Pero para leerlos, no para dejarlos en la biblioteca, para los nuestros que recibirán la herencia. Primero que nada, uno de un gran teólogo, desconocido porque es muy humilde, un Subsecretario de la Doctrina de la Fe, Mons. Armando Matteo, que piensa un poco en un fenómeno social y en cómo provoca la pastoralidad. Se llama “Convertir a Peter Pan”. Sobre el destino de la fe en esta sociedad de la eterna juventud. Es provocativo, hace bien. El segundo es un libro sobre personajes secundarios u olvidados de la Biblia, del Padre Luigi Maria Epicoco: “La piedra descartada”, y como subtítulo “Cuando los olvidados se salvan”. Es hermoso. Es para la meditación, para la oración. Leyendo esto me vino a la mente la historia de Naamán el Sirio de la que les hablé. Y el tercero es de un Nuncio Apostólico, Mons. Fortunatus Nwachukwu, que ustedes conocen bien. Ha hecho una reflexión sobre el chismorreo, y me gusta lo que ha ilustrado: que el chismorreo hace que se “disuelva” la identidad. Les dejo estos tres libros, y espero nos ayuden a todos a ir adelante. ¡Gracias! Gracias por su trabajo y su colaboración. Gracias.

Y pidamos a la Madre de la humildad que nos enseñe a ser humildes: “Dios te salve María...”

[Bendición]


[1] G. Bernanos, Diario de un cura de campo, París 1974, 135.

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