MARÍA NOS MUESTRA A SU HIJO QUE ES LA ESPERANZA QUE NO DEFRAUDA: HOMILÍA DEL PAPA EN LAS VÍSPERAS SOLEMNES (31/12/2021)

Estupor es la palabra que marcó la homilía del Papa Francisco, la tarde de este 31 de diciembre, en la celebración de las primeras Vísperas de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, en la Basílica de San Pedro, que concluyó con el tradicional himno de acción de gracias, “Te deum”. Un estupor ante el misterio de la Encarnación que lleva a la confianza y a la gratitud por Dios que se hizo hombre para habitar con nosotros y que se convirtió en el primogénito entre muchos hermanos, para conducirnos, “perdidos y dispersos, de vuelta a la casa del Padre”. Porque sin el estupor, afirmó el Papa, no podríamos captar el centro del misterio del nacimiento de Cristo. Compartimos a continuación, el texto completo su homilía, traducido del italiano:

En estos días la liturgia nos invita a despertar en nosotros el estupor, el estupor por el misterio de la Encarnación. La fiesta de Navidad es quizá la que mayormente suscita esta actitud interior: el estupor, la maravilla, el contemplar... Como los pastores de Belén, que primero reciben el luminoso anuncio angelical y después acuden y encuentran efectivamente el signo que les había sido indicado, el Niño envuelto en pañales dentro de un pesebre. Con las lágrimas en los ojos se arrodillan ante el Salvador recién nacido. Pero no sólo ellos, también María y José están llenos de santa maravilla por lo que los pastores cuentan haber escuchado al ángel con respecto al Niño.

Así es: no se puede celebrar la Navidad sin estupor. Pero un estupor que no se limite a una emoción superficial – esto no es estupor –, una emoción ligada a la exterioridad de la fiesta, o peor aún al frenesí consumista. No. Si la Navidad se reduce a esto, nada cambia: mañana será igual a ayer, el año próximo será como el pasado, y así sucesivamente. Querría decir recalentarse por pocos instantes con un fuego de paja, y no exponerse en cambio con todo nuestro ser a la fuerza del Nacimiento, no entender el centro del misterio del nacimiento de Cristo.

Y el centro es este: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Lo escuchamos repetirse varias veces en esta liturgia vespertina, con la cual se abre la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios. Ella es la primer testigo, la primera y la más grande, y al mismo tiempo la más humilde. La más grande porque es la más humilde. Su corazón está lleno de estupor, pero sin sombra de romanticismos, de edulcorantes, de espiritualismos. No. La Madre nos vuelve a llevar a la realidad, a la verdad de la Navidad, que está encerrada en esas tres palabras de San Pablo: «nacido de mujer» (Gal 4, 4). El estupor cristiano no tiene orígenes en efectos especiales, en mundos fantásticos, sino en el misterio de la realidad: ¡no hay nada más maravilloso y asombroso que la realidad! una flor, un pedazo de tierra, una historia de vida, un encuentro... El rostro rugoso de un viejo y el rostro apenas florecido de un niño. Una madre que tiene en sus brazos a su hijo y lo amamanta. El misterio se transparenta ahí.

Hermanos y hermanas, el estupor de María, el estupor de la Iglesia está lleno de gratitud. La gratitud de la Madre que contemplando al Hijo siente la cercanía de Dios, siente que Dios no ha abandonado a su pueblo, que Dios ha venido, que Dios está cerca, es Dios con nosotros. Los problemas no han desaparecido, las dificultades y las preocupaciones no faltan, pero no estamos solos: el Padre «ha enviado a su Hijo» (Gal 4, 4) Para rescatarnos de la esclavitud del pecado y restituirnos la dignidad de hijos. Él, el Unigénito, se ha hecho primogénito entre muchos hermanos, para llevarnos de nuevo a todos nosotros, extraviados y dispersos, a la casa del Padre.

Este tiempo de pandemia ha acrecentado en todo el mundo el sentido de pérdida. Después de una primera fase de reacción, en que nos sentimos solidarios en la misma barca, se ha difundido la tentación del “sálvese quien pueda”. Pero gracias a Dios hemos reaccionado de nuevo, con el sentido de responsabilidad. Verdaderamente podemos y debemos decir “gracias a Dios”, porque la elección de la responsabilidad solidaria no viene del mundo: viene de Dios; es más, viene de Jesucristo, que imprimió una vez y para siempre en nuestra historia la “ruta” de su vocación original: ser todos hermanas y hermanos, hijos del único Padre.

Roma, esta vocación, la lleva escrita en el corazón. En Roma parece que todos se sienten hermanos; en un cierto sentido, todos se sienten en casa, porque esta ciudad custodia en sí misma una apertura universal. Me atrevo a decir: es la ciudad universal. Le viene de su historia, de su cultura; le viene principalmente del Evangelio de Cristo, que aquí ha echado raíces profundas fecundadas por la sangre de los mártires, comenzando por Pedro y Pablo.

Pero también en este caso, tengamos cuidado: una ciudad acogedora y fraterna no se reconoce por la “fachada”, por las palabras, por los eventos llamativos. No. Se reconoce por la atención cotidiana, por la atención diaria a quienes más luchan, a las familias que más sienten el peso de la crisis, a las personas con discapacidades graves y a sus familiares, a cuantos necesitan cada día de los transportes públicos para ir al trabajo, a cuantos viven en las periferias, a los que se han visto abrumados por algún problema en su vida y necesitan de los servicios sociales, etcétera. Es la ciudad que mira a cada uno de sus hijos, a cada uno de sus habitantes, es más, a cada uno de sus huéspedes.

Roma es una ciudad maravillosa, que no deja de encantar; pero para quien aquí vive es también una ciudad agotadora, desafortunadamente no siempre digna para los ciudadanos y para los visitantes, una ciudad que a veces parece descartar. El deseo entonces es que todos, quien la habita y quien permanece en ella por trabajo, peregrinación o turismo, todos pueden apreciarla cada vez más por el cuidado en la acogida, por la dignidad de la vida, por ser casa común de los más frágiles y vulnerables. Que cualquiera pueda sorprenderse descubriendo en esta ciudad una belleza que llamaría “coherente”, y que despierta gratitud. Este es mi deseo para este año.

Hermanas y hermanos, hoy la Madre – la Madre María y la Madre Iglesia – nos muestra al niño. Nos sonríe y nos dice: “Él es el Camino. Síganlo, tengan confianza. Él no defrauda”. Sigámoslo, en el camino cotidiano: Él da plenitud al tiempo, da sentido a las obras y a los días. Tengamos confianza, en los momentos alegres y en los dolorosos: la esperanza que Él nos da es la esperanza que no defrauda nunca.

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