ESTOY AQUÍ PARA DECIRLES QUE ESTOY CERCA DE USTEDES: PALABRAS DEL PAPA EN SU ENCUENTRO CON LOS REFUGIADOS EN MYTILENE (05/12/2021)

El Papa Francisco, en su Encuentro con los Refugiados la mañana de este 5 de diciembre, en el Centro de Recepción e identificación en Mytilene, recordó una vez más, que la migración es un problema de todos, y la pandemia, “nos ha hecho sentir, que estamos todos en la misma barca” experimentando los mismos miedos de los migrantes. “Estoy aquí para decirles que estoy cerca de ustedes; estoy aquí para ver sus rostros, para mirarlos a los ojos: ojos cargados de miedo y de esperanza, ojos que han visto la violencia y la pobreza, ojos surcados por demasiadas lágrimas”. Es así como el Papa se dirigió a los presentes en Mytilene, sobre todo a los refugiados, y recordó hace cinco años, su visita a la isla, cuando el Patriarca Ecuménico, Bartolomé le dijo que quien tiene miedo de ellos, de los refugiados, “no los ha mirado a los ojos. Quien tiene miedo de ustedes no ha visto sus rostros. Quien tiene miedo de ustedes no ve a sus hijos”. Reproducimos a continuación, el texto completo pronunciado por el Papa, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas:

Gracias por sus palabras. Le agradezco, señora Presidente, por su presencia y sus palabras. Hermanas, hermanos, estoy nuevamente aquí para encontrarme con ustedes. Estoy aquí para decirles que estoy cerca, y decirlo de corazón. Estoy aquí para ver sus rostros, para mirarlos a los ojos. Ojos cargados de miedo y de esperanza, ojos que han visto violencia y pobreza, ojos surcados por demasiadas lágrimas. El Patriarca Ecuménico y querido hermano Bartolomé, hace cinco años en esta isla, dijo algo que me impactó: «Quien tiene miedo de ustedes no los ha mirado a los ojos. Quien tiene miedo de ustedes no ha visto sus rostros. Quien tiene miedo de ustedes no ve a sus hijos. Olvida que la dignidad y la libertad trascienden el miedo y la división. Olvida que la migración no es un problema de Medio Oriente y del África septentrional, de Europa y de Grecia. Es un problema del mundo» (Discurso, 16 abril 2016).

Sí, es un problema del mundo, una crisis humanitaria que concierne a todos. La pandemia nos ha afectado globalmente, nos ha hecho sentir a todos en la misma barca, nos ha hecho experimentar lo que significa tener los mismos miedos. Hemos comprendido que las grandes cuestiones se afrontan juntos, porque en el mundo de hoy las soluciones fragmentadas son inadecuadas. Pero mientras con trabajo se llevan adelante las vacunaciones a nivel planetario y, aún en medio de muchos retrasos e incertidumbres, algo parece moverse en la lucha contra el cambio climático, todo parece terriblemente opaco en lo que se refiere a las migraciones. Y, sin embargo, están en juego personas, vidas humanas. Está en juego el futuro de todos, que sólo será sereno si está integrado. Sólo si se reconcilia con los más débiles el futuro será próspero. Porque cuando los pobres son rechazados, se rechaza la paz. Cerrazones y nacionalismos — la historia lo enseña — llevan a consecuencias desastrosas. En efecto, como ha recordado el Concilio Vaticano II, «la firme voluntad de respetar a los demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y la asidua práctica de la fraternidad humana son absolutamente necesarias para la construcción de la paz» (Gaudium et spes, 78). Es una ilusión pensar que basta con salvaguardarnos a nosotros mismos, defendiéndonos de los más débiles que llaman a la puerta. El futuro nos pondrá cada vez más en contacto unos con otros. Para orientarlo hacia el bien no sirven acciones unilaterales, sino políticas más amplias. La historia, repito, lo enseña, pero todavía no lo hemos aprendido. Que no se vuelvan las espaldas a la realidad, que termine el continuo rebote de responsabilidades, que no se delegue siempre a los demás la cuestión migratoria, como si a ninguno le importara y fuese sólo un inútil peso que alguno se ve obligado a soportar.

Hermanas, hermanos, sus rostros, sus ojos nos piden que no miremos a otra parte, que no reneguemos de la humanidad que nos une, que hagamos nuestras sus historias y no olvidemos sus dramas. Escribió Elie Wiesel, testigo de la más grande tragedia del siglo pasado: «Es porque recuerdo nuestro origen común que me acerco a los hombres, mis hermanos. Es porque me niego a olvidar que su futuro es tan importante como el mío» (From the Kingdom of Memory, Reminiscenses, Nueva York, 1990, 10). En este domingo, ruego a Dios que nos despierte del olvido de quien sufre, que nos sacuda del individualismo que excluye, que despierte los corazones sordos a las necesidades del prójimo. Y ruego también al hombre, a cada hombre: ¡superemos la parálisis del miedo, la indiferencia que mata, el cínico desinterés que con guantes de seda condena a muerte a quienes están en los márgenes! Afrontemos desde su raíz al pensamiento dominante, que gira en torno al propio yo, a los propios egoísmos personales y nacionales, que se convierten en medida y criterio de todo.

Han pasado cinco años desde la visita que realicé con los queridos hermanos Bartolomé y Ieronymos. Después de todo este tiempo constatamos que poco ha cambiado. Ciertamente, muchos se han comprometido en la acogida y en la integración, y quisiera agradecer a los muchos voluntarios y a cuantos, a todo nivel —institucional, social, caritativo, político—, han asumido grandes esfuerzos, haciéndose cargo de las personas y de la cuestión migratoria. Reconozco el compromiso en la financiación y construcción de dignas estructuras de acogida y agradezco de corazón a la población local por todo el bien realizado y los muchos sacrificios vividos. Y quisiera agradecer también a las autoridades locales, que están comprometidas en recibir, custodiar y sacar adelante a esta gente que viene a nosotros. ¡Gracias! ¡Gracias por lo que hacen! Pero debemos admitir amargamente que este país, como otros, está atravesando actualmente una situación difícil y que en Europa hay quienes persisten en tratar el problema como un asunto que no les incumbe. Esto es trágico. Recuerdo sus últimas palabras [dirigiéndose a la Presidente]: “Que Europa haga lo mismo”. Y, ¡cuántas condiciones indignas del hombre! ¡Cuántos puntos críticos donde los migrantes y refugiados viven en condiciones al límite, sin vislumbrar soluciones en el horizonte! Y, sin embargo, el respeto a las personas y a los derechos humanos, especialmente en el continente que no cesa de promoverlos en el mundo, debería ser salvaguardado siempre, y la dignidad de cada uno debería ser antepuesta a todo. Es triste escuchar que se propone, como solución, el uso de fondos comunes para construir muros, para construir alambres de púas. Estamos en la época de los muros y de los alambres de púas. Ciertamente, se comprenden los temores y las inseguridades, las dificultades y los peligros. Se advierten el cansancio y la frustración, agudizados por la crisis económica y pandémica, pero no es levantando barreras como se resuelven los problemas y se mejora la convivencia. Es en cambio uniendo fuerzas para hacerse cargo de los demás según las posibilidades reales de cada uno y en el respeto de la legalidad, poniendo siempre en primer lugar el valor irrenunciable de la vida de todo hombre, de toda mujer, de toda persona. Dijo una vez más Elie Wiesel: «Cuando las vidas humanas están en peligro, cuando la dignidad humana está en peligro, los límites nacionales se vuelven irrelevantes» (Discurso de aceptación del Premio Nobel de la paz, 10 diciembre 1986).

En varias sociedades se están oponiendo de modo ideológico seguridad y solidaridad, local y universal, tradición y apertura. Más que estar del lado de las ideas, puede ser de ayuda partir de la realidad: detenerse, ampliar la mirada, sumergirse en los problemas de la mayoría de la humanidad, de tantas poblaciones víctimas de emergencias humanitarias que no han provocado sino sólo padecido, a menudo después de largas historias de explotación todavía en curso. Es fácil arrastrar a la opinión pública, fomentando el miedo al otro; ¿por qué, en cambio, con el mismo tono, no se habla de la explotación de los pobres, de las guerras olvidadas y a menudo generosamente financiadas, de los acuerdos económicos que se hacen a costa de la gente, de las maniobras ocultas para traficar armas y hacer que prolifere su comercio? ¿Por qué no se habla de esto? Hay que enfrentar las causas remotas, no a las pobres personas que pagan sus consecuencias, siendo además usadas como propaganda política. Para remover las causas profundas, no se puede sólo taponear las emergencias. Se necesitan acciones concertadas. Es necesario acercarse a los cambios de época con amplitud de miras. Porque no hay respuestas fáciles para problemas complejos; existe más bien la necesidad de acompañar los procesos desde dentro, para superar los guetos y favorecer una lenta e indispensable integración, para acoger de manera fraterna y responsable las culturas y las tradiciones de los demás.

Sobre todo, si queremos recomenzar, miremos el rostro de los niños. Hallemos la valentía de avergonzarnos ante ellos, que son inocentes y son el futuro. Interpelan nuestras conciencias y nos preguntan: “¿Qué mundo nos quieren dar?”. No escapemos con prisa de las crudas imágenes de sus pequeños cuerpos inertes en las playas. El Mediterráneo, que durante milenios ha unido pueblos diversos y tierras distantes, se está convirtiendo en un frío cementerio sin lápidas. Esta gran cuenca de agua, cuna de tantas civilizaciones, parece ahora un espejo de muerte. ¡No dejemos que el Mare Nostrum se convierta en un desolador Mare Mortuum, este lugar de encuentro se vuelva un escenario de conflictos! No permitamos que este “mar de los recuerdos” se transforme en el “mar del olvido”. Hermanos y hermanas, les suplico, ¡detengamos este naufragio de civilización!

En las orillas de este mar Dios se hizo hombre. Su Palabra ha resonado, llevando el anuncio de Dios, que es «Padre y guía de los hombres» (S. Gregorio Nacianceno, Discurso 7, para el hermano Cesario, 24). Él nos ama como hijos y nos quiere hermanos. Y, en cambio, se ofende a Dios, despreciando al hombre creado a su imagen, dejándolo a merced de las olas, en la marea de la indiferencia, a veces justificada incluso en nombre de presuntos valores cristianos. La fe pide en cambio compasión y misericordia —no olvidemos que este es el estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura—. La fe exhorta a la hospitalidad, a aquella filoxenia que permeó la cultura clásica, encontrando después en Jesús su propia manifestación definitiva, especialmente en la parábola del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 29-37) y en las palabras del capítulo 25 del Evangelio de Mateo (cf. vv. 31-46). No es ideología religiosa, son raíces cristianas concretas. Jesús afirma solemnemente que está allí, en el forastero, en el refugiado, en el que está desnudo y hambriento. Y el programa cristiano es encontrarse donde está Jesús. Sí, porque el programa cristiano, escribió el Papa Benedicto, «es un corazón que ve» (Carta enc. Deus caritas est, 31). Y no quisiera terminar este mensaje sin agradecer al pueblo griego por la acogida. Muchas veces esta acogida se convierte en un problema, porque no se encuentran caminos de salida para la gente, para ir a otro lado. Gracias, hermanos y hermanas griegos, por esta generosidad.

Y ahora oremos a la Virgen María, para que nos abra los ojos a los sufrimientos de los hermanos. Ella se puso rápidamente en camino hacia su prima Isabel, que estaba encinta. ¡Cuántas madres encintas encontraron rápidamente, estando de viaje, la muerte, mientras llevaban en su vientre la vida! Que la Madre de Dios nos ayude a tener una mirada materna, que ve en los hombres como hijos de Dios, hermanas y hermanos que acoger, proteger, promover e integrar. Y a amar con ternura. Que la Toda Santa nos enseñe a poner la realidad del hombre antes que las ideas e ideologías, y a dar pasos ágiles al encuentro del que sufre.

Ahora oremos a la Virgen todos juntos.

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