EN ESTA NAVIDAD PIDAMOS A JESÚS LA GRACIA DE LA PEQUEÑEZ: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE LA NOCHE DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR (24/12/2021)

En la Misa de la Noche de la Solemnidad de la Natividad del Señor, este 24 de diciembre, el Santo Padre habló de la pequeñez como el camino elegido por Dios para llegar a nosotros. Y así nosotros debemos acoger y abrazar a Jesús en los pequeños, pobres y últimos. Un llamado también a una dignidad del trabajo que no haga esclavos ni provoque muertes, un llamado a una Iglesia unida, en camino y sinodal. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

En la noche se enciende una luz. Un ángel aparece, la gloria del Señor envuelve a los pastores y finalmente llega el anuncio esperado durante siglos: «Hoy […] les ha nacido un Salvador, que es Cristo Señor» (Lc 2,11). Sorprende, sin embargo, lo que agrega el ángel. Indica a los pastores cómo encontrar a Dios que ha venido a la tierra: «Esta es la señal para ustedes: encontrarán a un niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre» (v. 12). Este es el signo: un niño. Eso es todo: un niño en la dura pobreza de un pesebre. No hay más luces, ni resplandores, ni coros de ángeles. Sólo un niño. Nada más, como había preanunciado Isaías: «Un niño nos ha nacido» (Is 9,5).

El Evangelio insiste en este contraste. Relata el nacimiento de Jesús comenzando por César Augusto, que hace el censo de toda la tierra: muestra al primer emperador en su grandeza. Pero, inmediatamente después, nos lleva a Belén, donde no hay nada grande: sólo un pobre niño envuelto en pañales, con unos pastores a su alrededor. Y allí está Dios, en la pequeñez. He aquí el mensaje: Dios no cabalga en la grandeza, sino que desciende en la pequeñez. La pequeñez es el camino que eligió para llegar a nosotros, para tocarnos el corazón, para salvarnos y llevarnos de nuevo hacia lo que cuenta.

Hermanos y hermanas, deteniéndonos ante el pesebre miremos el centro: vayamos más allá de las luces y los adornos, que son bellos, y contemplemos al Niño. En su pequeñez está todo Dios. Reconozcámoslo: “Niño, Tú eres Dios, Dios-niño”. Dejémonos atravesar por este escandaloso asombro. Aquel que abraza al universo necesita ser sostenido en brazos. Él, que ha hecho el sol, debe ser arropado. La ternura en persona necesita ser mimada. El amor infinito tiene un corazón minúsculo, que emite ligeros latidos. La Palabra eterna es infante, es decir, incapaz de hablar. El Pan de vida debe ser alimentado. El creador del mundo no tiene morada. Hoy todo se invierte: Dios viene al mundo pequeño. Su grandeza se ofrece en la pequeñez.

Y nosotros – preguntémonos – ¿sabemos acoger este camino de Dios? Es el desafío de Navidad: Dios se revela, pero los hombres no lo entienden. Él se hace pequeño a los ojos del mundo y nosotros seguimos buscando la grandeza según el mundo, quizá incluso en su nombre. Dios se abaja y nosotros queremos subir al pedestal. El Altísimo indica la humildad y nosotros pretendemos aparecer. Dios va en busca de los pastores, de los invisibles; nosotros buscamos visibilidad, hacernos ver. Jesús nace para servir y nosotros pasamos los años persiguiendo el éxito. Dios no busca fuerza y poder, pide ternura y pequeñez interior.

He aquí lo que hay que pedir a Jesús para Navidad: la gracia de la pequeñez. “Señor, enséñanos a amar la pequeñez. Ayúdanos a comprender que es el camino para la verdadera grandeza”. Pero ¿qué quiere decir, concretamente, acoger la pequeñez? En primer lugar, quiere decir creer que Dios quiere venir en las pequeñas cosas de nuestra vida, quiere habitar las realidades cotidianas, los gestos sencillos que realizamos en casa, en la familia, en la escuela, en el trabajo. Es en nuestra vida ordinaria que quiere realizar cosas extraordinarias. Y es un mensaje de gran esperanza: Jesús nos invita a valorar y redescubrir las pequeñas cosas de la vida. Si Él está ahí con nosotros, ¿qué nos falta? Dejemos entonces atrás los lamentos por la grandeza que no tenemos. Renunciemos a las quejas y a las caras largas, a la ambición que deja insatisfechos. La pequeñez, el asombro por ese niño pequeño: este es el mensaje.

Pero hay más. Jesús no desea venir sólo en las cosas pequeñas de nuestra vida, sino también en nuestra pequeñez: cuando nos sentimos débiles, frágiles, incapaces, quizá incluso fracasados. Hermana y hermano, si, como en Belén, la oscuridad de la noche te rodea, si adviertes a tu alrededor una fría indiferencia, si las heridas que llevas dentro te gritan: “Cuentas poco, no vales nada, nunca serás amado como anhelas”, esta noche, si escuchas esto, Dios te responde y te dice: “Te amo tal como eres. Tu pequeñez no me espanta, tus fragilidades no me inquietan. Me hice pequeño por ti. Para ser tu Dios me convertí en tu hermano. Hermano amado, hermana amada, no me tengas miedo, sino vuelve a encontrar tu grandeza en mí. Estoy cerca de ti y sólo esto te pido: confía en mí y ábreme el corazón”.

Acoger la pequeñez significa también una cosa: abrazar a Jesús en los pequeños de hoy. Amarlo, es decir, en los últimos, servirlo en los pobres. Ellos son los más semejantes a Jesús, nacido pobre. Y es en ellos que Él quiere ser honrado. Que en esta noche de amor un único temor nos invada: herir al amor de Dios, herirlo despreciando a los pobres con nuestra indiferencia. Son los predilectos de Jesús, que nos recibirán un día en el cielo. Una poetisa escribió: «Quien no ha encontrado el Cielo aquí abajo, le faltará allá arriba» (E. Dickinson, Poemas, P96- 17). No perdamos de vista el Cielo, cuidemos a Jesús ahora, acariciándolo en los necesitados, porque se identificó en ellos.

Miremos otra vez el pesebre y veamos que Jesús al nacer está rodeado precisamente de los pequeños, de los pobres. Son los pastores. Eran los más sencillos y fueron los más cercanos al Señor. Lo encontraron porque «pernoctando en el campo, velaban toda la noche haciendo la guardia de sus rebaños» (Lc 2, 8). Estaban allí para trabajar, porque eran pobres y su vida no tenía horarios, sino que dependía del rebaño. No podían vivir como y donde querían, sino que se regían con base en las exigencias de las ovejas que cuidaban. Y Jesús nace allí, cerca de ellos, cerca de los olvidados de las periferias. Viene donde la dignidad del hombre es puesta a prueba. Viene a ennoblecer a los excluidos y se revela ante todo a ellos: no a personajes cultos e importantes, sino a gente pobre que trabajaba. Dios, esta noche, viene a colmar de dignidad la dureza del trabajo. Nos recuerda qué importante es dar dignidad al hombre con el trabajo, pero también dar dignidad al trabajo del hombre, porque el hombre es señor y no esclavo del trabajo. En el día de la Vida repitamos: ¡No más muertes en el trabajo! Y esforcémonos por ello.

Contemplemos una última vez el pesebre, ensanchando la mirada hacia sus límites, donde se divisan los magos, en peregrinaje para adorar al Señor. Miremos y comprendamos que en torno a Jesús todo vuelve a la unidad: no están sólo los últimos, los pastores, sino también los doctos y los ricos, los magos. En Belén están juntos pobres y ricos; quien adora como los magos y quien trabaja como los pastores. Todo se recompone cuando en el centro está Jesús: no nuestras ideas sobre Jesús, sino Él, el Viviente. Entonces, queridos hermanos y hermanas, volvamos a Belén, volvamos a los orígenes: a lo esencial de la fe, al primer amor, a la adoración y a la caridad. Contemplemos a los magos que peregrinan y como Iglesia sinodal, en camino, vayamos a Belén, donde está Dios en el hombre y el hombre en Dios; donde el Señor está en el primer lugar y es adorado; donde los últimos ocupan el lugar más cercano a Él; donde los pastores y los magos están juntos en una fraternidad más fuerte que cualquier clasificación. Que Dios nos conceda ser una Iglesia adoradora, pobre y fraterna. Esto es lo esencial. Volvamos a Belén.

Nos hace bien ir allí, dóciles al Evangelio de Navidad, que presenta a la Sagrada Familia, a los pastores y a los magos: toda gente en camino. Hermanos y hermanas, pongámonos en camino, porque la vida es una peregrinación. Levantémonos, volvamos a despertar porque esta noche una luz se ha encendido. Es una luz amable y nos recuerda que en nuestra pequeñez somos hijos amados, hijos de la luz (cf. 1 Tes 5, 5). Hermanos y hermanas, alegrémonos juntos, porque nadie podrá apagar nunca esta luz, la luz de Jesús, que desde esta noche brilla en el mundo.

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