UN ESTADO SIN JUSTICIA NO ES UN ESTADO: PALABRAS DE LEÓN XIV EN EL JUBILEO DE LOS TRABAJADORES DE LA JUSTICIA (20/09/2025)
Muy buenos días a todos, buenos días y bienvenidos.
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra recibirlos en ocasión del jubileo dedicado a quienes, de distintas formas, trabajan en el vasto campo de la justicia. Saludó a las distinguidas autoridades presentes, venidas de muchos países, en representación de distintas Cortes y a todos ustedes que cotidianamente desempeñan un servicio necesario para la ordenada relación entre las personas, las comunidades y los Estados. Saludó también a los demás peregrinos que se han unido a este Jubileo. El Jubileo nos hace a todos peregrinos que, al redescubrir los signos de la esperanza que no defrauda, quieren «reencontrar la confianza necesaria, en la Iglesia como en la sociedad, en las relaciones interpersonales, en las relaciones internacionales, en la promoción de la dignidad de cada persona y en el respeto a la creación» (Bula de indicción del Jubileo, 25).
Qué mejor ocasión para reflexionar más de cerca sobre la justicia y su función, que sabemos es indispensable tanto para el desarrollo ordenado de la sociedad, así como virtud cardinal que inspira y orienta la conciencia de cada hombre y mujer. La justicia, de hecho, está llamada a desempeñar una función superior en la convivencia humana, que no puede ser reducida a la aplicación desnuda de la ley o el trabajo de los jueces, ni tampoco limitarse a los aspectos de los procedimientos.
«Ama la justicia y detesta la maldad» (Sal 45, 8), nos recuerda la expresión bíblica, exhortando a cada uno de nosotros a hacer el bien y evitar el mal. ¡Cuánta sabiduría contiene aún la máxima “darle a cada quien lo suyo”! Sin embargo, todo ello no agota el deseo profundo de lo que es justo que está presente en cada uno de nosotros, esa sed de Justicia que es el instrumento-eje para edificar el bien común en toda la sociedad humana. En la justicia, de hecho, se conjugan la dignidad de la persona, su relación con el otro y la dimensión de la comunidad hecha de convivencia, estructuras y reglas comunes. Un carácter circular de la relación social que pone en el centro el valor de cada ser humano, que hay que preservar a través de la justicia ante las distintas formas de conflicto que pueden surgir en la acción individual, o en la pérdida de sentido común que puede involucrar también a los aparatos y las estructuras.
La tradición nos enseña que la justicia es, ante todo, una virtud, es decir, una actitud firme y estable que ordena nuestra conducta según la razón y la fe [1]. La virtud de la justicia, en particular, consiste en la «constante y firme voluntad de darle a Dios y al prójimo lo que les es debido» [2]. En tal perspectiva, para el creyente, la justicia dispone «para respetar los derechos de cada uno y establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad ante las personas y el bien común» [3], objetivo que se vuelve garante de un orden en protección del débil, de aquel que pide justicia porque es víctima de opresión, porque es excluido o ignorado.
Son muchos los episodios evangélicos en los que la acción humana es valorada por una justicia capaz de derrotar al mal del abuso, Como recuerda la insistencia de la viuda que induce al juez a reencontrar el sentido de lo que es justo (cf. Lc 18, 1-8). Pero también una justicia superior que paga al trabajador de la última hora como aquel que trabaja todo el día (cf. Mt 20, 1-16); o la que hace de la misericordia la clave de interpretación de la relación e induce a perdonar recibiendo al hijo que estaba perdido y ha sido reencontrado (cf. Lc 15, 11-32), o aún más perdonar no sólo siete veces, sino setenta veces siete (cf. Mt. 18, 21-35). Es la fuerza del perdón que es propia del mandamiento del amor la que surge como elemento constitutivo de una justicia capaz de conjugar lo sobrenatural con lo humano.
La justicia evangélica, por tanto, no se separa de la humana, sino que la interroga y la rediseña: la provoca a ir siempre más allá, porque la impulsa hacia la búsqueda de la reconciliación. El mal, de hecho, no debe ser solamente sancionado, sino reparado, y para tal objetivo es necesaria una mirada profunda hacia el bien de las personas y el bien común. Tarea ardua, pero no imposible para quien, consciente de realizar un servicio más exigente que los demás, se compromete a tener una conducta de vida irreprensible.
Como se sabe, la justicia se hace concreta cuando tiende hacia los demás, cuando a cada uno se le da lo que le es debido, hasta alcanzar la igualdad en la dignidad y en las oportunidades entre los seres humanos. Somos, sin embargo, conscientes de que la efectiva igualdad no es la formal ante la ley. Esta igualdad, aún siendo una condición indispensable para el correcto ejercicio de la justicia, no elimina el hecho de que existen crecientes discriminaciones que tienen como primer efecto precisamente la falta de acceso a la justicia. Verdadera igualdad, en cambio, es la posibilidad otorgada a todos de realizar sus aspiraciones y ver garantizados los derechos inherentes a su propia dignidad por un sistema de valores comunes y compartidos, capaces de inspirar normas y leyes sobre los cuales fundamentar el funcionamiento de las instituciones.
Hoy, pide a los trabajadores de justicia precisamente la búsqueda o la recuperación de los valores olvidados en la convivencia, su cuidado y su respeto. Se trata de un proceso útil y necesario, ante la afirmación de comportamientos y estrategias que muestran desprecio por la vida humana desde su primera manifestación, que niegan derechos básicos para la existencia personal y no respetan la conciencia de la que surgen las libertades. Precisamente a través de los valores colocados en la base de la vida social, la justicia asume su rol central para la convivencia de las personas y las comunidades humanas. Como escribía San Agustín: «la justicia no es tal si no es al mismo tiempo prudente, fuerte y atemperada» [4]. Esto requiere la capacidad de pensar siempre a la luz de la verdad y la sabiduría, de interpretar la ley avanzando en profundidad, más allá de las dimensiones puramente formales, para captar el sentido íntimo de la verdad de la cual estamos al servicio. Tender hacia la justicia, entonces, requiere poder amarla como una realidad a la que se puede llegar sólo si se conjugan la atención constante, el radical desinterés y un asiduo discernimiento. Cuando se ejerce la justicia, de hecho, uno se pone al servicio de las personas, del pueblo y del Estado, con una dedicación plena y constante. La grandeza de la justicia no disminuye cuando se le ejerce en las cosas pequeñas, pero surge siempre cuando es aplicada con fidelidad al derecho y el respeto por la persona en cualquier parte del mundo que se encuentre [5].
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque serán saciados» (Mt 5, 6). Con esta bienaventuranza el señor Jesús quiso expresar la tensión espiritual a la que es necesario estar abiertos, no sólo para obtener una verdadera justicia, sino sobre todo para buscarla por parte de quienes deben realizarla en las distintas situaciones históricas. Tener “hambre y sed” de justicia equivale a ser conscientes de que esta exige el esfuerzo personal para interpretar la ley en la medida más humana posible, pero sobre todo requiere tender hacia una “saciedad” que puede encontrar cumplimiento solo en una justicia más grande, trascendente de las situaciones particulares.
Queridos amigos, el jubileo invita a reflexionar también sobre un aspecto de la justicia que a menudo no es suficientemente enfocado: es decir sobre la realidad de tantos países y pueblos que tienen “hambre y sed de justicia”, porque sus condiciones de vida son de tal forma inicuas e inhumanas que resultan inaceptables. Al actual panorama internacional tendrían entonces que aplicarse estas sentencias plenamente válidas: «Sin la justicia no se puede administrar el Estado; es imposible que exista el derecho en un estado en el que no se tiene verdadera justicia. El acto que se realiza según el derecho se realiza ciertamente según la justicia y es imposible que se cumpla según el derecho el acto que se realiza contra la justicia […] El Estado, en el que no se tiene justicia, no es un Estado. La justicia, de hecho, es la virtud que distribuye a cada quien lo suyo. Entonces no es justicia del hombre la que sustrae al hombre mismo del Dios verdadero» [6]. Que las palabras comprometedoras de San Agustín inspiren a cada uno de nosotros a expresar siempre de la mejor manera el ejercicio de la justicia al servicio del pueblo, con la mirada dirigida hacia Dios, para respetar plenamente la justicia, el derecho y la dignidad de las personas.
Con este deseo les agradezco y bendigo de corazón a cada uno de ustedes, a sus familias y su trabajo.
[1] cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1804.
[2] ibid., n. 1807.
[3] ibid.
[4] S. Agustín, Cartas 167, 2, 5.
[5] cf. id., De doctrina christiana IV, 18, 35.
[6] id., De civitate Dei, XIX, 21, 1.
Comentarios