CONSOLACIÓN SIGNIFICA “NUNCA SOLOS”: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA VIGILIA DE ORACIÓN DEL JUBILEO DE LA CONSOLACIÓN (15/09/2025)

Este 15 de septiembre por la tarde el Papa León XIV presidió la Vigilia de Oración del Jubileo de la Consolación en la Basílica de San Pedro, evento dedicado a quien está viviendo o ha vivido momentos de particular dificultad, luto, sufrimiento o indigencia. En estas situaciones, el Papa dijo estar seguro de que Dios no dejará que falten los “constructores de paz capaces de animar a los que se encuentran en el dolor y la tristeza”. Consolar a los pueblos pisoteados por el peso de la violencia, el hambre y la guerra, dijo el Papa, es “mostrar que la paz es posible y que germina en cada uno de nosotros si no la sofocamos”. Compartimos a continuación, el texto de su homilía, traducido del italiano:

«Consuelen, consuelen a mi pueblo» (Is 40, 1). Es esta la invitación del profeta Isaías, que hoy llega de manera exigente también a nosotros: nos llama a compartir el consuelo de Dios con muchos hermanos y hermanas que viven situaciones de debilidad, tristeza, dolor. Para quienes se encuentran en el llanto, en la desesperación, en la enfermedad y el luto resuena claro y fuerte el anuncio profético de la voluntad del Señor de poner fin al sufrimiento y cambiarlo en alegría. En este sentido, quisiera agradecer nuevamente a las dos personas que dieron su testimonio. Se puede transformar todo el dolor con la gracia de Jesucristo. Gracias. Esta Palabra compasiva, hecha carne en Cristo, es el buen samaritano del que nos habló el Evangelio: es Él quien cura nuestras heridas, es Él quien cuida de nosotros. En el momento de la oscuridad, incluso contra toda evidencia, Dios no nos deja solos; más aún, precisamente en estas situaciones estamos llamados más que nunca a esperar en su cercanía de Salvador que nunca abandona.

Buscamos quien nos consuele ir a menudo no lo encontramos. A veces se vuelve incluso insoportable en la voz de aquellos que, con sinceridad, intentan participar en nuestro dolor. Es verdad, hay situaciones en las que las palabras no sirven y se vuelven casi superfluas. En estos momentos permanecen, quizás, solo las lágrimas del llanto, si es que éstas no se han agotado. El Papa Francisco recordaba las lágrimas de María Magdalena, desorientada y sola, junto al sepulcro vacío de Jesús. «Llora sencillamente – decía –. Miren, a veces en nuestra vida los anteojos para ver a Jesús son las lágrimas. Hay un momento en nuestra vida en que son las lágrimas nos preparan para ver a Jesús. ¿Y cuál es el mensaje de esta mujer? “He visto al Señor”». [1]

Queridas hermanas y queridos hermanos, las lágrimas son un lenguaje, que expresa sentimientos profundos del corazón herido. Las lágrimas son un grito mudo que implora compasión y consuelo. Pero en primer lugar son liberación y purificación de los ojos, del sentir, del pensar. No hay que avergonzarse de llorar; es una forma para expresar nuestra tristeza y la necesidad de un mundo nuevo; es un lenguaje que habla de nuestra humanidad débil y puesta a prueba, pero llamaba a la alegría.

Dónde se encuentra el dolor surge inevitable la interrogante: ¿porque todo este mal? ¿De dónde viene? ¿Por qué me ha tenido que pasar justamente a mí? En sus Confesiones, San Agustín escribe: «Buscaba el origen del mal… ¿cuál es su raíz, cuál es su semilla?... Si Dios que es bueno creo buenas todas las cosas, entonces ¿dónde tiene origen el mal?... Tales eran los pensamientos que manipulaba en mi miserable corazón… Sin embargo, firme y estable permanecía en mi corazón la fe en la Iglesia católica de su Cristo, nuestro Señor y Salvador; fe que no intentaba abandonar, pero que en muchos puntos era vaga y fluctuante» (VII, 5).

El paso de las preguntas a la fe es al que nos educa la Sagrada Escritura. Hay, de hecho, preguntas que nos repliegan sobre nosotros mismos y nos dividen interiormente y de la realidad. Hay pensamientos de los que no puede nacer nada. Si nos aíslan y nos desesperan, humillan incluso la inteligencia. Es mejor, como en los Salmos, que la pregunta sea protesta, lamento, invocación de esa justicia y esa paz que Dios nos ha prometido. Entonces lanzamos un puente hacia el cielo, aun cuando parece mudo. En la Iglesia buscamos el cielo abierto, que es Jesús, el puente de Dios hacia nosotros. Existe un consuelo que entonces nos alcanza, cuando “firme y estable” permanece esa fe que nos parece “vaga y fluctuante” como una barca en la tempestad.

Donde existe el mal, ahí debemos buscar el consuelo y la Consolación que lo vencen y no le dan tregua. En la Iglesia significa: nunca solos. Apoyar la cabeza sobre un hombro que te consuela, que llora contigo y te da fuerza, es una medicina de la que nadie puede privarse porque es el signo del amor. Donde es profundo el dolor, aún más fuerte debe ser la esperanza que nace de la comunión. Y esta esperanza no defrauda.

Los testimonios que hemos escuchado transmiten esta certeza: que el dolor no debe generar violencia; que la violencia no es la última palabra, porque es vencida por el amor que sabe perdonar. ¿Qué liberación más grande podemos esperar alcanzar, si no aquella que proviene del perdón, que por gracia puede abrir el corazón a pesar de que haya sufrido todo tipo de brutalidades? La violencia padecida no puede ser borrada, pero el perdón concedido a quienes la han generado es una anticipación en la tierra del Reino de Dios, es el fruto de su acción que pone fin al mal y establece la justicia. La redención es misericordia y puede hacer mejor nuestro futuro, mientras aún esperamos el retorno del Señor. Solo él enjugará toda lágrima y abrirá el libro de la historia permitiéndonos leer las páginas que hoy no podemos justificar ni comprender (cf. Ap 5).

También a ustedes, hermanos y hermanas, que han sufrido la injusticia y la violencia del abuso, María les repite hoy: “Yo soy tu madre”. Y el Señor, en lo secreto del corazón, les dice: “Tú eres mi hijo, tú eres mi hija”. Nadie puede quitar este don personal ofrecido a cada uno. Y la Iglesia, de la cual algunos miembros por desgracia los han herido, hoy se arrodilla junto con ustedes frente a la Madre. ¡Que todos podamos aprender de ella a cuidar a los más pequeños y frágiles con ternura! Que aprendamos a escuchar sus heridas, a caminar juntos. Que podamos recibir de María Dolorosa la fuerza de reconocer que la vida no se define sólo por el mal padecido, sino por el amor de Dios que nunca nos abandona y que guía a toda la Iglesia.

Las palabras de San Pablo, además, nos sugieren que, cuando se recibe consuelo de Dios, entonces nos volvemos capaces de ofrecer consuelo también a los demás: «Él – escribe el Apóstol – nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que se encuentran en todo tipo de aflicción con el consuelo con el que nosotros mismos somos consolados por Dios» (2 Cor 1, 4). Los secretos de nuestro corazón no están ocultos para Dios: no debemos impedirle que nos consuele, engañándonos con que podemos contar sólo con nuestras fuerzas.

Hermanas y hermanos, al final de esta vigilia se les ofrecerá un pequeño regalo: el Agnus Dei. Es un signo que podremos llevar a nuestras casas para recordar que el misterio de Jesús, de su muerte y resurrección es la victoria del bien sobre el mal. Él es el cordero que entrega el Espíritu Santo Consolador, que nunca nos deja, nos consuela en las necesidades y nos fortalece con su gracia (cf. Hch 15, 31).

A quienes amamos y nos han sido arrebatados por la hermana muerte no se pierden y no desaparecen en la nada. Su vida pertenece al Señor que, como Buen Pastor, los abraza y luz estrecha a Él y nos los restituirá un día para que podamos gozar de una felicidad eterna y compartida.

Muy queridos todos, así como existe el dolor personal, así, también en nuestros días, existe el dolor colectivo de poblaciones enteras que, pisoteadas por el peso de la violencia, del hambre y la guerra, imploran paz. Es un grito inmenso, que nos compromete a orar y a actuar, para que cese toda violencia y qué quienes sufren puedan reencontrar serenidad; y compromete ante todo a Dios, cuyo corazón tiembla de compasión, para venir a su Reino. La verdadera consolación que debemos ser capaces de transmitir es la de mostrar que la paz es posible y que germina en cada uno de nosotros si no la sofocamos. Que los responsables de las naciones escuchen de manera particular el grito de tantos niños inocentes, para garantizarles un futuro que los proteja y los consuele.

En medio de tanta prepotencia, estamos seguros de ello, Dios no permitirá que falten corazones y manos que lleven ayuda y consuelo, constructores de paz capaces de animar a aquellos que están en el dolor y la tristeza. Y juntos, como Jesús nos enseñó, invocaremos con más verdad: “¡Venga tu reino!”.


[1] Francisco, Meditación matutina en la Capilla de la Domus Sanctae Marthae (2 de abril 2013)

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