NO SE PUEDE SERVIR A DIOS Y A LA RIQUEZA: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA PARROQUIA PONTIFICIA DE SANTA ANA (21/09/2025)

El Papa León XIV presidió este 21 de septiembre por la mañana la celebración eucarística en la Parroquia de Santa Ana, confiada desde 1929 a la Orden de los Agustinos. En su homilía, el Santo Padre subrayó la necesidad de una elección clara y coherente en la vida cristiana: optar entre Dios o la riqueza. Frente al riesgo de que los bienes materiales ocupen el lugar de Dios en el corazón, el Obispo de Roma invitó a vivir un auténtico estilo de vida marcado por la confianza, la fraternidad y el bien común. Reproducimos a continuación el texto de su homilía, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas:

Estoy particularmente contento de presidir esta Eucaristía en la Parroquia Pontificia de Santa Ana. Saludo con gratitud a los religiosos agustinos que realizan aquí su servicio, en especial al párroco, el P. Mario Millardi, así como también al nuevo Prior General de la Orden, que está aquí con nosotros hoy, el P. Joseph Farrell; y quiero saludar también al P. Gioele Schiavella, que hace poco tiempo cumplió la edad venerable de 103 años.

Esta iglesia surge en una posición especial, que es también una clave para el Ministerio pastoral que desarrolla aquí: estamos de hecho, por así decirlo, “en la frontera”, y frente a Santa Ana transitan casi todos aquellos que entran y salen de la Ciudad del Vaticano. Hay quien pasa por trabajo, algunos como huéspedes o peregrinos, otros de prisa, algunos con inquietud o serenidad. Que cada uno pueda experimentar que aquí hay puertas y corazones abiertos a la oración, a la escucha y a la caridad.

Al respecto, el Evangelio que apenas se ha proclamado nos provoca a examinar con atención nuestro vínculo con el Señor y, por tanto, entre nosotros. Jesús plantea una alternativa clarísima entre Dios y la riqueza, pidiéndonos tomar una clara y coherente posición. «Ningún servidor puede servir a dos amos», por ello «no pueden servir a Dios y a la riqueza» (cf. lc 16, 13). No se trata de una decisión contingente, como tantas otras, ni de una opción revisable al paso del tiempo, según las situaciones. Es necesario decidir un verdadero estilo de vida. Se trata de escoger en dónde poner nuestro corazón, de aclarar a quién amamos sinceramente, a quién servimos con dedicación y cuál es realmente nuestro bien.

Es por ello por lo que Jesús contrapone precisamente la riqueza con Dios: el Señor habla así porque sabe que somos criaturas indigentes, que nuestra vida está llena de necesidades. Desde que nacemos, pobres, desnudos, todos necesitamos cuidados y afectos, una casa, alimento, vestido. La sed de riqueza corre el riesgo de tomar el lugar de Dios en nuestro corazón, cuando consideramos que ella es la que salva nuestra vida, como piensa el administrador deshonesto de la parábola (cf. Lc 16, 3-7). La tentación es esa: pensar que sin Dios podríamos incluso vivir bien, mientras que sin riqueza estaríamos tristes y afligidos por mil necesidades. Ante la prueba de la necesidad nos sentimos amenazados, pero en lugar de pedir ayuda con confianza y compartir con fraternidad, somos llevados a calcular, a acumular, convirtiéndonos en sospechosos y desconfiados frente a los demás.

Estos pensamientos transforman al prójimo en un competidor, en un rival, o en alguien de quien tomar ventaja. Como advierte el profeta Amós, aquellos que quieren hacer de la riqueza un instrumento de dominio no ven la hora de «comprar con dinero a los indigentes» (Am 8, 6), explotando su pobreza. Por el contrario, Dios destina los bienes de la creación a todos. Nuestra indigencia de criaturas es testimonio entonces de una promesa y un vínculo, de los cuales el Señor cuida en primera persona. El salmista describe este estilo providente: Dios «se inclina para mirar cielo y tierra»; Él «levanta del polvo al débil, de la inmundicia alza al pobre» (Sal 113, 6-7). Así se comporta el Padre bueno, siempre y con todos: no sólo con el que es pobre en bienes terrenales, sino también con esa miseria espiritual y moral que aflige a los poderosos como a los débiles, a los indigentes como a los ricos.

La Palabra del Señor, de hecho, no contrapone a los hombres en clases rivales, sino que impulsa a todos a una revolución interior, una conversión que inicia desde el corazón. Entonces se abrirán nuestras manos: para dar, no para aferrar. Entonces se abrirán nuestras mentes: para proyectar una sociedad mejor, no para buscar ganancias al mejor precio. Como escribe San Pablo, «pido, ante todo, que se hagan peticiones, súplicas, oraciones y acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y por todos aquellos que están en el poder» (1 Tim 2, 1). Hoy, en particular, la Iglesia pide para que los gobernantes de las naciones estén libres de la tentación de usar la riqueza contra el hombre, transformándola en armas que destruyen a los pueblos y en monopolios que humillan a los trabajadores. ¡El que sirve a Dios se libera de la riqueza, pero el que sirve a las riquezas permanece siendo su esclavo! El que busca la justicia transforma la riqueza en bien común; el que busca el dominio transforma el bien común en presa de su propia codicia.

Las Sagradas Escrituras iluminan sobre este apego a los bienes materiales, que confunde nuestro corazón y distorsiona nuestro futuro.

Muy queridos todos, les agradezco porque, de distintas maneras, cooperan para mantener viva la Comunidad de esta parroquia y ejercen también un generoso apostolado. Los animo a perseverar con la esperanza en un tiempo seriamente amenazado por la guerra. Pueblos enteros son hoy aplastados por la violencia y todavía más por una indiferencia desvergonzada, que los abandona a un destino de miseria. Ante estos dramas, no queremos ser sumisos, sino anunciar con la palabra y las obras que Jesús es el Salvador del mundo, Aquél que nos libera de todo mal. Que su Espíritu convierta nuestros corazones para que, alimentados por la Eucaristía, supremo tesoro de la Iglesia, podamos convertirnos en testigos de caridad y de paz.

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