CATEQUESIS DE LEÓN XIV: CRISTO DESCIENDE PARA SALVARNOS EN NUESTROS INFIERNOS COTIDIANOS (24/09/2025)

En su catequesis de este 24 de septiembre en la Plaza de San Pedro, el Papa León XIV invitó a contemplar el Sábado Santo, ese día de aparente silencio en el que, sin embargo, se despliega una obra invisible de salvación. “Cristo desciende al reino de los infiernos para llevar el anuncio de la Resurrección a quienes estaban en la sombra de la muerte”, afirmó, y concluyó su catequesis alentando a los fieles a confiar en que incluso desde el fondo más oscuro de la vida, Cristo puede inaugurar una nueva creación. Compartimos a continuación el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Jesucristo, nuestra esperanza. III. La Pascua de Jesús. 8. El descenso. «Y en el Espíritu fue a hacer su anuncio también a los espíritus que estaban prisioneros» (1 Pe 3,19)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

También hoy nos detenemos en el misterio del Sábado Santo. Es el día del Misterio pascual en el que todo parece inmóvil y silencioso, mientras que en realidad se cumple una invisible acción de salvación: Cristo desciende al reino de los infiernos para llevar el anuncio de la Resurrección a todos aquellos que estaban en las tinieblas y en la sombra de la muerte.

Este evento, que la liturgia y la tradición nos han entregado, representa el gesto más profundo y radical del amor de Dios por la humanidad. De hecho, no basta decir ni creer que Jesús murió por nosotros: es necesario reconocer que la fidelidad de su amor ha querido buscarnos allí donde nosotros mismos nos habíamos perdido, allí donde se puede empujar sólo la fuerza de una luz capaz de atravesar el dominio de las tinieblas.

Los infiernos, en la concepción bíblica, no son tanto un lugar, sino una condición existencial: esa condición en la que la vida está debilitada y reinan el dolor, la soledad, la culpa y la separación de Dios y de los demás. Cristo nos alcanza incluso en este abismo, atravesando las puertas de este reino de tinieblas. Entra, por así decirlo, en la misma casa de la muerte, para vaciarla, para liberar a sus habitantes, tomándolos de la mano uno por uno. Es la humildad de un Dios que no se detiene delante de nuestro pecado, que no se asusta frente al rechazo extremo del ser humano.

El apóstol Pedro, en el breve pasaje de su primera Carta que hemos escuchado, nos dice que Jesús, vivificado en el Espíritu Santo, fue a llevar el anuncio de salvación «también a las almas prisioneras» (1 Pe 3, 19). Es una de las imágenes más conmovedoras, que se encuentra desarrollada no en los Evangelios canónicos, sino en un texto apócrifo llamado Evangelio de Nicodemo. Según esta tradición, el Hijo de Dios se adentró en las tinieblas más espesas para alcanzar incluso al último de sus hermanos y hermanas, para llevar también allí abajo su luz. En este gesto están toda la fuerza y la ternura del anuncio pascual: la muerte nunca es la última palabra.

Muy queridos todos, este descenso de Cristo no tiene que ver sólo con el pasado, sino que toca la vida de cada uno de nosotros. Los infiernos no son sólo la condición de quien está muerto, sino también de quien vive la muerte a causa del mal y del pecado. Es también el infierno cotidiano de la soledad, de la vergüenza, del abandono, del cansancio de vivir. Cristo entra en todas estas realidades oscuras para darnos testimonio del amor del Padre. No para juzgar, sino para liberar. No para culpabilizar, sino para salvar. Lo hace sin ruido, de puntillas, como quien entra en una habitación de hospital para ofrecer consuelo y ayuda.

Los Padres de la Iglesia, en páginas de extraordinaria belleza, describieron este momento como un encuentro: aquel entre Cristo y Adán. Un encuentro que es símbolo de todos los encuentros posibles entre Dios y el hombre. El Señor desciende allí donde el hombre se ha escondido por miedo, y lo llama por su nombre, lo toma de la mano, lo levanta, lo lleva de nuevo a la luz. Lo hace con plena autoridad, pero también con infinita dulzura, como un padre con el hijo que teme ya no ser amado.

En los iconos orientales de la Resurrección, Cristo es representado mientras derriba las puertas de los infiernos y, extendiendo sus brazos, agarra las muñecas de Adán y Eva. No se salva solo a sí mismo, no vuelve a la vida solo, sino que arrastra consigo a toda a la humanidad. Esta es la verdadera gloria del Resucitado: es poder de amor, es solidaridad de un Dios que no quiere salvarse sin nosotros, sino sólo con nosotros. Un Dios que no resucita si no es abrazando nuestras miserias y levantándonos de nuevo para una vida nueva.

El Sábado Santo es, entonces, el día en el que el cielo visita la tierra más en profundidad. Es el tiempo en el que cada rincón de la historia humana es tocado por la luz de la Pascua. Y si Cristo pudo descender hasta allí, nada puede ser excluido de su redención. Ni siquiera nuestras noches, ni siquiera nuestras culpas más antiguas, ni siquiera nuestros vínculos rotos. No hay pasado tan arruinado, no hay historia tan comprometida que no pueda ser tocada por la misericordia.

Queridos hermanos y hermanas, descender, para Dios, no es una derrota, sino el cumplimiento de su amor. No es un fracaso, sino el camino a través del cual Él muestra que ningún lugar está demasiado lejos, ningún corazón demasiado cerrado, ninguna tumba demasiado sellada para su amor. Esto nos consuela, esto nos sostiene. Y si a veces nos parece tocar el fondo, recordemos: ese es el lugar desde el cual Dios es capaz de comenzar una nueva creación. Una creación hecha de personas que han vuelto a ser levantadas, de corazones perdonados, de lágrimas enjugadas. El Sábado Santo es el abrazo silencioso con el que Cristo presenta toda la creación al Padre para volver a colocarla en su designio de salvación.

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