CATEQUESIS DE LEÓN XIV: NUESTRAS FRAGILIDADES SON UN PUENTE HACIA EL CIELO (03/09/2025)

Este 3 de septiembre por la mañana, el Santo Padre León XIV impartió su catequesis durante la Audiencia General en la Plaza de San Pedro, ante miles de fieles y peregrinos de todo el mundo. El Obispo de Roma centró su reflexión en el pasaje evangélico de Juan, que relata “el momento más luminoso y a la vez más oscuro de la vida de Jesús”, es decir, los últimos instantes antes de su muerte, en el cual dice que tiene “sed” y se le ofrece una esponja empapada en vinagre. Compartimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Jesucristo, nuestra esperanza. III. La Pascua de Jesús. 5. La crucifixión. «Tengo sed» (Jn 19, 28)

Queridos hermanos y hermanas,

En el centro del relato de la pasión, en el momento más luminoso y a la vez más tenebroso de la vida de Jesús, el Evangelio de Juan nos entrega dos palabras que encierran un misterio inmenso: «Tengo sed» (19, 28), e inmediatamente después: «Está cumplido» (19, 30). Palabras últimas, pero cargadas de toda una vida, que revelan el sentido de toda la existencia del Hijo de Dios. En la cruz, Jesús no aparece como un héroe victorioso, sino como un mendigo de amor. No proclama, no condena, no se defiende. Pide, humildemente, lo que por sí solo no puede darse de ninguna manera.

La sed del Crucificado no es solamente la necesidad fisiológica de un cuerpo destrozado. Es también y, sobre todo, la expresión de un deseo profundo: el de amor, de relación, de comunión. Es el grito silencioso de un Dios que, habiendo querido compartir todo de nuestra condición humana, se deja atravesar también por esta sed. Un Dios que no se avergüenza de mendigar un sorbo, porque en ese gesto nos dice que el amor, para ser verdadero, también debe aprender a pedir y no sólo a dar.

Tengo sed, dice Jesús, y de este modo manifiesta su humanidad y también la nuestra. Ninguno de nosotros puede bastarse a sí mismo. Nadie puede salvarse solo. La vida se “cumple” no cuando somos fuertes, sino cuando aprendemos a recibir. Y precisamente en ese momento, después de haber recibido de manos extrañas una esponja empapada en vinagre, Jesús proclama: Está cumplido. El amor se ha hecho necesitado, y precisamente por eso ha llevado a cabo su obra.

Esta es la paradoja cristiana: Dios salva no haciendo, sino dejándose hacer. No venciendo al mal con la fuerza, sino aceptando hasta el fondo la debilidad del amor. En la cruz, Jesús nos enseña que el ser humano no se realiza en el poder, sino en la apertura confiada al otro, incluso cuando nos son hostiles y enemigos. La salvación no está en la autonomía, sino en reconocer con humildad la propia necesidad y saberla expresar libremente.

El cumplimiento de nuestra humanidad en el designio de Dios no es un acto de fuerza, sino un gesto de confianza. Jesús no salva con un efecto, sino pidiendo algo que por sí solo no puede darse. Y aquí se abre una puerta a la verdadera esperanza: si incluso el Hijo de Dios ha elegido no bastarse a sí mismo, entonces también nuestra sed – de amor, de sentido, de justicia – no es un signo de fracaso, sino de verdad.

Esta verdad, aparentemente tan simple, es difícil de aceptar. Vivimos en un tiempo que premia la autosuficiencia, la eficiencia, el rendimiento. Sin embargo, el Evangelio nos muestra que la medida de nuestra humanidad no está dada por lo que podemos conquistar, sino por la capacidad de dejarnos amar y, cuando es necesario, también ayudar.

Jesús nos salva mostrándonos que pedir no es indigno, sino liberador. Es el camino para salir del ocultar el pecado, para volver a entrar al espacio de la comunión. Desde el principio, el pecado ha generado vergüenza. Pero el perdón, el verdadero, nace cuando podemos mirar de frente nuestra necesidad y ya no temer ser rechazados.

La sed de Jesús en la cruz es entonces también la nuestra. Es el grito de la humanidad herida que sigue buscando agua viva. Y esta sed no nos aleja de Dios, más bien nos une a Él. Si tenemos el valor de reconocerla, podemos descubrir que también nuestra fragilidad es un puente hacia el cielo. Precisamente en el pedir – no en el poseer – se abre un camino de libertad, porque dejamos de pretender bastarnos a nosotros mismos.

En la fraternidad, en la vida sencilla, en el arte de pedir sin vergüenza y de ofrecer sin cálculo, se esconde una alegría que el mundo no conoce. Una alegría que nos restituye a la verdad original de nuestro ser: somos criaturas hechas para dar y recibir el amor.

Queridos hermanos y hermanas, en la sed de Cristo podemos reconocer toda nuestra sed. Y aprender que no hay nada más humano, nada más divino, que saber decir: necesito. No temamos pedir, sobre todo cuando nos parece que no lo merecemos. No nos avergoncemos de tender la mano. Es precisamente allí, en ese gesto humilde, donde se esconde la salvación.

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