CATEQUESIS DE LEÓN XIV: APRENDAMOS DE JESÚS EL GRITO DE LA ESPERANZA QUE NO SE RESIGNA (10/09/2025)
Jesucristo, nuestra esperanza. III. La Pascua de Jesús. 6. La muerte. «Jesús, dando un fuerte grito, expiró» (Mc 15, 37)
Queridos hermanos y hermanas:
Buenos días y gracias por su presencia, un hermoso testimonio.
Hoy contemplamos la cumbre de la vida de Jesús en este mundo: su muerte en la cruz. Los Evangelios atestiguan un detalle muy valioso, que merece ser contemplado con la inteligencia de la fe. En la cruz, Jesús no muere en silencio. No se apaga lentamente, como una luz que se consume, sino que deja la vida con un grito: «Jesús, dando un fuerte grito, expiró» (Mc 15, 37). Ese grito encierra todo: dolor, abandono, fe, ofrenda. No es sólo la voz de un cuerpo que cede, sino el último signo de una vida que se entrega.
El grito de Jesús es precedido por una pregunta, una de las más lacerantes que se pueden pronunciar: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Es el primer versículo del Salmo 22, pero en los labios de Jesús asume un peso único. El Hijo, que siempre ha vivido en íntima comunión con el Padre, experimenta ahora el silencio, la ausencia, el abismo. No se trata de una crisis de fe, sino de la última etapa de un amor que se entrega hasta el final. El grito de Jesús no es desesperación, sino sinceridad, verdad llevada al límite, confianza que resiste incluso cuando todo calla.
En ese momento, el cielo se oscurece y el velo del templo se rasga (cf. Mc 15, 33.38). Es como si la creación participara de ese dolor y al mismo tiempo revelara algo nuevo: Dios ya no habita detrás de un velo, su rostro es ahora plenamente visible en el Crucificado. Es allí, en aquel hombre desgarrado, donde se manifiesta el amor más grande. Es allí donde podemos reconocer a un Dios que no permanece distante, sino que atraviesa hasta el fondo nuestro dolor.
El centurión, un pagano, lo entiende. No porque haya escuchado un discurso, sino porque vio morir a Jesús en esa forma: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39). Es la primera profesión de fe después de la muerte de Jesús. Es el fruto de un grito que no se dispersó en el viento, sino que tocó un corazón. A veces, lo que no logramos decir con palabras lo expresamos con la voz. Cuando el corazón está lleno, grita. Y esto no siempre es una señal de debilidad, puede ser un profundo acto de humanidad.
Nosotros estamos acostumbrados a pensar en el grito como algo descompuesto, que hay que reprimir. El Evangelio confiere a nuestro grito un valor inmenso, recordándonos que puede ser invocación, protesta, deseo, entrega. Es más, puede ser la forma extrema de la oración, cuando ya no nos quedan más palabras. En ese grito, Jesús puso todo lo que le quedaba: todo su amor, toda su esperanza.
Sí, porque también está esto, en gritar: una esperanza que no se resigna. Se grita cuando se cree que alguien todavía puede escuchar. Se grita no por desesperación, sino por deseo. Jesús no gritó contra el Padre, sino hacia Él. Incluso en el silencio, estaba convencido de que el Padre estaba allí. Y así nos mostró que nuestra esperanza puede gritar, incluso cuando todo parece perdido.
Gritar se convierte entonces en un gesto espiritual. No es sólo el primer acto de nuestro nacimiento – cuando llegamos al mundo llorando –: es también una forma para permanecer vivos. Se grita cuando se sufre, pero también cuando se ama, se llama, se invoca. Gritar es decir que estamos, que no queremos apagarnos en el silencio, que tenemos todavía algo que ofrecer.
En el viaje de la vida, hay momentos en los que guardar todo dentro puede consumirnos lentamente. Jesús nos enseña a no tener miedo del grito, mientras sea sincero, humilde, orientado al Padre. Un grito nunca es inútil, si nace del amor. Y nunca es ignorado, si se entrega a Dios. Es un camino para no ceder al cinismo, para seguir creyendo que otro mundo es posible.
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos también esto del Señor Jesús: aprendamos el grito de la esperanza cuando llega la hora de la prueba extrema. No para herir, sino para encomendarnos. No para gritar contra alguien, sino para abrir el corazón. Si nuestro grito es verdadero, podrá ser el umbral de una nueva luz, de un nuevo nacimiento. Como para Jesús: cuando todo parecía terminado, en realidad la salvación estaba a punto de iniciar. Si se manifiesta con la confianza y la libertad de los hijos de Dios, la voz sufriente de nuestra humanidad, unida a la voz de Cristo, se puede convertir en fuente de esperanza para nosotros y para quien está a nuestro lado.
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