CATEQUESIS DE LEÓN XIV: DIOS TRABAJA EN EL TIEMPO LENTO DE LA CONFIANZA (17/09/2025)
Jesucristo, nuestra esperanza. III. La Pascua de Jesús. 6. La muerte. «Un sepulcro nuevo, en el que nadie había sido depositado aún» (Jn 19, 40-41)
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestro camino de las catequesis sobre Jesús nuestra esperanza, hoy contemplamos el misterio del Sábado Santo. El Hijo de Dios yace en el sepulcro. Pero esta su “ausencia” no es un vacío: es espera, plenitud contenida, promesa custodiada en la oscuridad. Es el día del gran silencio, en el que el cielo parece mudo y la tierra inmóvil, pero es justamente allí que se cumple el misterio más profundo de la fe cristiana. Es un silencio grávido de sentido, como el vientre de una madre que custodia al hijo todavía no nacido, pero ya vivo.
El cuerpo de Jesús, bajado de la cruz, es envuelto con cuidado, como se hace con aquello que es valioso. El evangelista Juan nos dice que fue sepultado en un jardín, dentro «un sepulcro nuevo, en el que todavía nadie había sido sepultado» (Jn 19, 41). Nada es dejado a la casualidad. Aquel jardín recuerda al Edén perdido, el lugar en el que Dios y el hombre estaban unidos. Y aquel sepulcro nunca antes usado habla de algo que todavía debe suceder: es un umbral, no un final. En el inicio de la creación Dios había plantado un jardín, ahora también la nueva creación inicia en un jardín: con una tumba cerrada que, pronto, se abrirá.
El Sábado Santo es también un día de descanso. Según la Ley judía, en el séptimo día no se debe trabajar: de hecho, luego de seis días de creación, Dios descansó (cf. Gen 2, 2). Ahora también el Hijo, luego de haber completado su obra de salvación, descansa. No porque esté cansado, sino porque ha terminado su trabajo. No porque se haya rendido, sino porque ha amado hasta el final. No hay nada más que agregar. Este descanso es el sello de la obra cumplida, es la confirmación de aquello que tenía que hacerse y que realmente ha sido completado. Es un descanso lleno de la presencia oculta del Señor.
A nosotros nos cuesta trabajo detenernos y descansar. Vivimos como si la vida nunca fuera suficiente. Corremos para producir, para demostrar, para no perder terreno. Pero el Evangelio nos enseña que saber detenerse es un gesto de confianza que debemos aprender a cumplir. El Sábado Santo nos invita a descubrir que la vida no depende siempre de aquello que hacemos, sino también de cómo sabemos desistir de cuanto hemos podido hacer.
En el sepulcro, Jesús, la Palabra viva del Padre, calla. Pero es precisamente en aquel silencio que la vida nueva comienza a fermentar. Como una semilla en la tierra, como la oscuridad antes del amanecer. Dios no tiene miedo del tiempo que pasa, porque es Señor también de la espera. Así, también nuestro tiempo “inútil”, aquel de las pausas, de los vacíos, de los momentos estériles, puede convertirse en vientre de resurrección. Todo silencio acogido puede ser la premisa de una Palabra nueva. Todo tiempo detenido puede convertirse en tiempo de gracia, si lo ofrecemos a Dios.
Jesús, sepultado en la tierra, es el rostro manso de un Dios que no ocupa todo el espacio. Es el Dios que deja hacer, que espera, que se retira para dejarnos la libertad. Es el Dios que confía, incluso cuando todo parece terminado. Y nosotros, en ese sábado detenido, aprendemos que no debemos tener prisa de resurgir: primero es necesario descansar, acoger el silencio, dejarse abrazar por el límite. A veces buscamos respuestas rápidas, soluciones inmediatas. Pero Dios trabaja en lo profundo, en el tiempo lento de la confianza. El sábado de la sepultura se convierte así en el vientre del cual puede brotar la fuerza de una luz invencible, la de la Pascua.
Queridos amigos, la esperanza cristiana no nace en el ruido, sino en el silencio de una espera habitada por el amor. No es hija de la euforia, sino de un abandono confiado. Nos lo enseña la Virgen María: ella encarna esta espera, esta confianza, esta esperanza. Cuando nos parezca que todo está detenido, que la vida es un camino interrumpido, acordémonos del Sábado Santo. También en el sepulcro, Dios está preparando la sorpresa más grande. Y si sabemos acoger con gratitud aquello que ha ocurrido, descubriremos que, justamente en la pequeñez y en el silencio, a Dios le gusta transfigurar la realidad, haciendo nuevas todas las cosas con la fidelidad de su amor. La verdadera alegría nace de la espera habitada, de la fe paciente, de la esperanza de que cuanto es vivido en el amor, ciertamente, resurgirá a la vida eterna.
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