PUEBLOS EXPLOTADOS Y AZOTADOS POR LAS GUERRAS Y LA OPULENCIA: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA MISA DEL JUBILEO DE LOS CATEQUISTAS (28/09/2025)
Queridos hermanos y hermanas:
Las palabras de Jesús nos comunican cómo Dios mira el mundo, en todo tiempo y en todo lugar. En el Evangelio que hemos escuchado (Lc 16, 19-31), sus ojos observan a un pobre y a un rico, al que muere de hambre y al que engulle frente a él; ven los vestidos elegantes de uno y las llagas del otro, lamidas por los perros (cf. Lc 16, 19-21). Pero no sólo eso: el Señor mira el corazón de los hombres y, a través de sus ojos, nosotros reconocemos a un indigente y a un indiferente. Lázaro es olvidado por quien está frente a él, apenas más allá de la puerta de su casa, sin embargo, Dios está cerca de él y recuerda su nombre. El hombre que vive en la abundancia, en cambio, no tiene nombre, porque se pierde a sí mismo, olvidándose del prójimo. Está disperso en los pensamientos de su corazón, lleno de cosas y vacío de amor. Sus bienes no lo hacen bueno.
El relato que Cristo nos entrega es, lamentablemente, muy actual. A las puertas de la opulencia está hoy la miseria de pueblos enteros, azotados por la guerra y la explotación. A través de los siglos, nada parece haber cambiado: cuántos Lázaros mueren frente a la avaricia que olvida la justicia, al beneficio que pisotea la caridad, a la riqueza ciega frente al dolor de los necesitados. Sin embargo, el Evangelio asegura que los sufrimientos de Lázaro tienen un final. Terminan sus dolores, así como terminan los banquetes del rico, y Dios hace justicia a ambos: «El pobre murió y fue llevado por los ángeles junto a Abraham. Murió también el rico y fue sepultado» (v. 22). Sin cansarse, la Iglesia anuncia esta palabra del Señor, para que convierta nuestros corazones.
Muy queridos todos, por una singular coincidencia, este mismo pasaje evangélico fue proclamado precisamente durante el Jubileo de los Catequistas en el Año Santo de la Misericordia. Dirigiéndose a los peregrinos venidos a Roma por esa circunstancia, el Papa Francisco hizo evidente que Dios redime al mundo de todo mal, dando su vida por nuestra salvación. Su acción es comienzo de nuestra misión, porque nos invita a darnos nosotros mismos por el bien de todos. Decía el Papa a los catequistas: «Este centro, alrededor del cual gira todo, este corazón que late y da vida a todo es el anuncio pascual, el primer anuncio: el Señor Jesús ha resucitado, el Señor Jesús te ama, ha dado su vida por ti; resucitado y vivo, está a tu lado y te espera todos los días» (Homilía, 25 septiembre 2016). Estas palabras nos hacen reflexionar sobre el diálogo entre el hombre rico y Abraham, que hemos escuchado en el Evangelio: se trata de una súplica que el rico dirige para salvar a sus hermanos y que se vuelve un desafío para nosotros.
Hablando con Abraham, de hecho, él exclama: «Si desde los muertos alguno va a verlos, se convertirán» (Lc 16, 30). Así responde Abraham: «Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, no serán persuadidos aunque uno resucite de entre los muertos» (v. 31). Pues bien, uno resucitó de entre los muertos: Jesucristo. Las palabras de la Escritura, entonces, no quieren decepcionarnos o desanimarnos, sino que despiertan nuestra conciencia. Escuchar a Moisés y a los Profetas significa hacer memoria de los mandamientos y las promesas de Dios, cuya providencia nunca abandona a nadie. El Evangelio nos anuncia que la vida de todos puede cambiar, porque Cristo ha resucitado de entre los muertos. Este acontecimiento es la verdad que nos salva; por eso debe conocerse y anunciarse, pero no basta. Debe ser amada: es este amor el que nos lleva a comprender el Evangelio, porque nos transforma abriendo el corazón a la palabra de Dios y al rostro del prójimo.
En este sentido, ustedes catequistas son esos discípulos de Jesús que se convierten en sus testigos: el nombre del ministerio que realizan viene del verbo griego katēchein, que significa instruir de viva voz, hacer resonar. Eso quiere decir que el catequista es una persona de palabra, una palabra que pronuncia con su propia vida. Por eso los primeros catequistas son nuestros padres, aquellos que nos hablaron primero y nos enseñaron a hablar. Así como aprendimos nuestra lengua materna, así el anuncio de la fe no puede delegarse a otros, sino que ocurre allí donde vivimos. Ante todo en nuestras casas, alrededor de la mesa: cuando hay una voz, un gesto, un rostro que lleva a Cristo, la familia experimenta la belleza del Evangelio.
Todos hemos sido educados para creer mediante el testimonio de quien ha creído antes de nosotros. Como niños y adolescentes, como jóvenes, después como adultos y también como ancianos, los catequistas nos acompañan en la fe compartiendo un camino constante, como han hecho ustedes en estos días, en la peregrinación jubilar. Esta dinámica involucra a toda la Iglesia; de hecho, mientras en Pueblo de Dios engendra hombres y mujeres en la fe, «crece la comprensión, tanto de las cosas como de las palabras transmitidas, ya sea con la contemplación y el estudio de los creyentes que las meditan en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), como con la inteligencia otorgada por una profunda experiencia de las cosas espirituales, ya sea por la predicación de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron un carisma cierto de verdad» (Const. dogm. Dei Verbum, 8). En dicha comunión, el Catecismo es el “instrumento de viaje” que nos protege del individualismo y las discordias, porque da testimonio de la fe de toda la Iglesia católica. Cada fiel colabora en su obra pastoral escuchando las preguntas, compartiendo las pruebas, sirviendo al deseo de justicia y de verdad que habita en la conciencia humana.
Es así que los catequistas en-señan, es decir, dejan un signo interior; cuando educamos en la fe, no hacemos un adiestramiento, sino que ponemos en el corazón la palabra de vida, para que produzca frutos de vida buena. Al diácono Deogratias, que le preguntaba cómo ser un buen catequista, San Agustín respondió: «Expón cada cosa de modo que quien te escucha, al escucharte crea, creyendo espere y esperando ame» (De catechizandis rudibus, 4, 8).
Queridos hermanos y hermanas, hagamos nuestra esta invitación. Recordemos que nadie da lo que no tiene. Si el rico del Evangelio hubiera tenido caridad con Lázaro, habría hecho el bien, no sólo al pobre, sino también a sí mismo. Si ese hombre sin nombre hubiera tenido fe, Dios lo habría salvado de todo tormento: fue el apego a las riquezas mundanas lo que le quitó la esperanza del bien verdadero y eterno. Cuando también nosotros somos tentados por la avaricia y la indiferencia, los muchos Lázaros de hoy nos recuerdan la palabra de Jesús, convirtiéndose para nosotros en una catequesis aún más eficaz en este Jubileo, que es para todos tiempo de conversión y de perdón, de compromiso por la justicia y de búsqueda sincera de la paz.
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