LA EUCARISTÍA ES PROFECÍA DE UN MUNDO NUEVO CONVERTIDO DEL EGOÍSMO AL AMOR: HOMILÍA DEL PAPA EN EL CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL EN MATERA (25/09/2022)

La Eucaristía nos recuerda la primacía de Dios y nos llama al amor a nuestros hermanos: lo recordó este 25 de septiembre el Papa Francisco durante la Misa de clausura del XXVII Congreso Eucarístico Nacional en el Estadio Municipal XXI Septiembre de Matera. Desde la “ciudad del pan”, el Pontífice reflexionó sobre el texto del Evangelio de la liturgia de hoy, la parábola que presenta por un lado al rico que hace alarde de opulencia y festeja profusamente, y por otro lado al pobre, Lázaro, que cubierto de llagas yace a la puerta esperando que caigan algunas migajas de esa mesa para alimentarse. Compartimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Nos reúne en torno a su mesa el Señor, haciéndose pan para nosotros: «Es el pan de la fiesta en la mesa de los hijos, [...] crea el compartir, refuerza los vínculos, tiene sabor de comunión» (Himno XXVII Congreso Eucarístico Nacional, Matera 2022). Sin embargo, el Evangelio que apenas escuchamos nos dice que no siempre en la mesa del mundo el pan es compartido: esto es verdad; no siempre emana el perfume de la comunión; no siempre es partido en la justicia.

Nos hace bien detenernos ante la escena dramática descrita por Jesús en esta parábola que hemos escuchado: Por un lado, un rico vestido de púrpura y de lino, Que luce su opulencia y festeja profusamente; por el otro, un pobre, cubierto de llagas, que yace en la puerta esperando que de la mesa caiga alguna migaja de la cual alimentarse. Y ante esta contradicción – que vemos todos los días –ante esta contradicción nos preguntamos: ¿a qué nos invita el Sacramento de la Eucaristía, fuente y culmen de la vida del cristiano?

Ante todo, la Eucaristía nos recuerda el primado de Dios. El rico de la parábola no está abierto a la relación con Dios: piensa sólo en el propio bienestar, en satisfacer sus necesidades, en gozar la vida. Y con ello ha perdido incluso el nombre. El Evangelio no dice cómo se llamaba: lo nombra con el adjetivo “un rico”, en cambio del pobre dice el nombre: Lázaro. Las riquezas te llevan a esto, te quitan incluso el nombre. Satisfecho consigo mismo, embriagado por el dinero, aturdido por la feria de las vanidades, en su vida no hay lugar para Dios porque él se adora sólo a sí mismo. No por casualidad, de él no se dice el nombre: lo llamamos “rico”, lo definimos sólo con un adjetivo porque ya perdido su nombre, ha perdido su identidad que le es dada solamente por los bienes que posee. Qué triste es aún hoy esta realidad, cuando confundimos lo que somos con lo que tenemos, cuando juzgamos a las personas por la riqueza que tienen, por los títulos que exhiben, por los roles que desempeñan o por la marca de la ropa que visten. Es la religión del tener y del parecer, que a menudo domina la escena de este mundo, pero al final nos deja con las manos vacías: siempre. A este rico del Evangelio, de hecho, no le ha quedado ni siquiera el nombre. Ya no es alguien. Por el contrario, el pobre tiene un nombre, Lázaro, que significa “Dios ayuda”. Aún en su condición de pobreza y marginación, él puede conservar y integrar su dignidad porque vive en relación con Dios. En su propio nombre hay algo de Dios y Dios es la esperanza inquebrantable de su vida.

He aquí entonces el desafío permanente que la Eucaristía ofrece nuestra vida: adorar a Dios y no a sí mismo, no a nosotros mismos. Ponerlo a Él en el centro y no a la vanidad del propio yo. Recordarnos que sólo el Señor es Dios y todo lo demás es don de su amor. Porque si nos adoramos a nosotros mismos, morimos en la asfixia de nuestro pequeño yo; si adoramos las riquezas de este mundo, éstas se apoderan de nosotros y nos hacen esclavos; si adoramos al dios de la apariencia y nos embriagamos en el desperdicio, antes o después la vida misma nos pedirá la cuenta. Siempre la vida nos pide la cuenta. Cuando en cambio adoramos al Señor Jesús presente en la Eucaristía, recibimos una mirada nueva incluso sobre nuestra vida: no sé las cosas que poseo o los éxitos que llego a obtener; el valor de mi vida no depende de lo que llegó a exhibir ni disminuye cuando me encuentro con los errores o la falta de éxito. Soy un hijo amado, cada uno de nosotros es un hijo amado; soy bendecido por Dios; Él ha querido revestirme de belleza y me hace libre, me quiere libre de toda esclavitud. Recordémonos esto: quien adora a Dios no se hace esclavo de nadie: es libre. Redescubramos la oración de adoración, una oración que se olvida con frecuencia. Adorar, la oración de adoración, redescubrámosla: ella nos libera y nos restituye nuestra dignidad de hijos, no de esclavos.

Además del primado de Dios, la eucaristía nos llama al amor a los hermanos. Este Pan es por excelencia el Sacramento del amor. Es Cristo que se ofrece y se parte para nosotros y nos pide hacer lo mismo, para que nuestra vida sea trigo molido y se vuelva pan que quita el hambre a los hermanos. El rico del Evangelio no cumple esta tarea; vive en la opulencia, hace banquetes abundantes sin siquiera darse cuenta del grito silencioso del pobre Lázaro, que yace exhausto en su puerta. Solo al final de la vida, cuando el señor cambia las suertes, finalmente se da cuenta de Lázaro, pero Abraham le dice: «Entre nosotros y ustedes existe un gran abismo» (Lc 16, 26). Pero lo creaste tú, tú mismo. Somos nosotros, cuando en el egoísmo creamos los abismos. Fue el rico quien excavó un abismo entre él y Lázaro durante la vida terrenal y ahora, en la vida eterna, ese abismo permanece. Porque nuestro futuro eterno depende de esta vida presente: si excavamos ahora un abismo con los hermanos y hermanas –, nos “cavamos una fosa” para el después; si levantamos ahora muros contra los hermanos y hermanas, quedamos prisioneros en la soledad y en la muerte también después.

Queridos hermanos y hermanas, es doloroso ver que esta parábola es todavía historia de nuestros días: las injusticias, las disparidades, los recursos de la tierra distribuidos de forma desigual, los abusos de los poderosos ante los débiles, la indiferencia ante el grito de los pobres, el abismo que cada día excavamos generando marginación, no pueden – todas estas cosas – dejarnos indiferentes. Y entonces hoy, juntos, reconocemos que la Eucaristía es profecía de un mundo nuevo, es la presencia de Jesús que nos pide comprometernos para que ocurra una efectiva conversión: conversión de la indiferencia a la compasión, con inversión del desperdicio a compartir, conversión del egoísmo al amor, conversión del individualismo a la fraternidad.

Hermanos y hermanas, soñemos. Soñemos una Iglesia así: una Iglesia eucarística. Hecha de mujeres y hombres que se parten como pan para todos aquellos que mastican la soledad y la pobreza, para aquellos que están hambrientos de ternura y compasión, para aquellos cuya vida se está desmoronando porque falta la buena levadura de la esperanza. Una Iglesia que se arrodilla ante la Eucaristía y adora con asombro al Señor presente en el pan; pero que sabe también inclinarse con compasión y ternura ante las heridas de quien sufre, levantando a los pobres, secando las lágrimas de quien sufre, haciéndose pan de esperanza y alegría para todos. Porque no existe un verdadero culto eucarístico sin compasión por los muchos “Lázaros” que también hoy caminan junto a nosotros. ¡Muchos!

Hermanos, hermanas, de esta ciudad de Matera, “ciudad del pan”, quisiera decirles: volvamos a Jesús, volvamos a la Eucaristía. Volvamos al sabor del pan, porque mientras estamos hambrientos de amor y de esperanza, o estamos rotos por los trabajos y sufrimientos de la vida, Jesús se hace alimento que nos quita el hambre y nos cura. Volvamos al sabor del pan, porque mientras en el mundo siguen consumándose injusticias y discriminaciones hacia los pobres, Jesús nos da el Pan del compartir y nos envía cada día como apóstoles de fraternidad, apóstoles de justicia, apóstoles de paz. Volvamos al sabor del pan para hacer Iglesia eucarística, que pone a Jesús en el centro y se hace pan de ternura, pan de misericordia para todos. Volvamos al sabor del pan para recordar que, mientras esta nuestra existencia terrenal va consumiéndose, la Eucaristía nos anticipa la promesa de la resurrección y nos guía hacia la vida nueva que vence a la muerte.

Pensemos hoy en serio en el rico y en Lázaro. Sucede cada día, esto. Y muchas veces también – avergoncémonos – sucede en nosotros, esta lucha, entre nosotros, en la comunidad. Y cuando la esperanza se apaga y sentimos en nosotros la soledad del corazón, el cansancio interior, el tormento del pecado, el miedo de no lograrlo, volvamos nuevamente al sabor del pan. Todos somos pecadores: cada uno de nosotros lleva sus propios pecados. Pero, pecadores, volvamos al sabor de la Eucaristía, al sabor del pan. Volvamos a Jesús, adoremos a Jesús, acojamos a Jesús. Porque Él es el único que vence a la muerte y siempre renueva nuestra vida.

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