ELIGE A DIOS UNA Y OTRA VEZ: PALABRAS DEL PAPA AL CAPÍTULO GENERAL DE LA ORDEN CISTERCIENSE (16/06/2022)

El Papa Francisco recibió en la Sala Clementina del Palacio Vaticano, pasado el mediodía de este 16 de septiembre, a los participantes en la segunda parte del Capítulo General de la Orden Cisterciense, acompañados por el Padre Abad General, elegido en la primera parte del capítulo, que dirigió sus palabras de saludo al Pontífice. El Papa les habló de los sueños de Cristo sobre la comunión, la participación, la misión y la formación, plasmados en los Evangelios. Reproducimos a continuación, el texto de su mensaje, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, buenos días y bienvenidos:

Agradezco al Abad General por las palabras de saludo e introducción. Sé que están desarrollando la segunda parte de su Capítulo General, en la Porciúncula de Santa María de los Ángeles: un lugar tan lleno de gracia que seguramente habrá contribuido para inspirar sus jornadas.

Me alegro con ustedes por el buen resultado de la primera parte del Capítulo, realizado en el mismo lugar, durante la cual también fue elegido el nuevo Abad General. Usted, Padre, viajó de inmediato para visitar las doce regiones en que se encuentran sus monasterios. Me agrada pensar que esta “visitación” haya ocurrido con la santa preocupación que nos muestra la Virgen María en el Evangelio. «Se levantó y fue con prisa», dice Lucas (1, 39), y esta expresión merece siempre ser contemplada, para poder imitarla, con la gracia del Espíritu Santo. A mí me gusta orar a la Virgen que está “de prisa”: “Señora, ¿usted tiene prisa, verdad?”. Y ella entiende ese lenguaje.

El Padre Abad dice que en este viaje “recogió los sueños de los superiores”. Me impactó esta forma de expresarse, y la comparto de corazón. Tanto porque, como saben, también yo entiendo el “soñar” en este sentido positivo, no utópico sino de proyecto; y porque aquí no se trata de los sueños de un individuo, aunque sea el superior general, sino de un compartir, de una “colecta” de sueños que surgen de las comunidades y que imagino son objeto de discernimiento en esta segunda parte del Capítulo.

Estos sueños se sintetizan de esta manera: sueño de comunión, sueño de participación, sueño de misión y sueño de formación. Quisiera proponerles algunas reflexiones sobre estos cuatro “caminos”.

Ante todo, deseo hacer una nota, por así decirlo, deme todo. una indicación que me viene del método ignaciano espero que, en el fondo, creo tener en común con ustedes, hombres llamados a la contemplación en la escuela de San Benito y de San Bernardo. Se trata, entonces, de interpretar todos estos “sueños” a través de Cristo, identificándonos con él a través del Evangelio e imaginando – en un sentido objetivo, contemplativo – cómo es que Jesús soñó estas realidades: la comunión, la participación, la misión y la formación. En efecto, estos sueños nos edifican como personas y como comunidades en la medida en que no son nuestros, sino suyos, y nosotros los asimilamos en el Espíritu Santo. Sus sueños.

Y aquí entonces se abre el espacio de una bella y gratificante búsqueda espiritual: la búsqueda de los “sueños de Jesús”, es decir de sus deseos más grandes, que el padre suscitaba en su corazón divino-humano. He aquí, que en esta clave de contemplación evangélica quisiera ponerme en “resonancia” con sus cuatro grandes sueños.

El Evangelio de Juan nos entrega esta oración de Jesús al Padre: «La gloria que Tú me has dado, se la he dado a ellos, para que sean una sola cosa como nosotros somos una sola cosa. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad y el mundo sepa que Tú me has enviado y que los has amado como me has amado a mí» (17, 22-23). Esta Palabra santa nos permite soñar con Jesús la comunión de sus discípulos, nuestra comunión como “suyos” (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 146). Esta comunión – es importante precisarlo – no consiste en nuestra uniformidad, homogeneidad, compatibilidad, más o menos espontánea o forzada, no; consiste en nuestra común relación con Cristo y en Él, con el Padre en el Espíritu. Jesús no tuvo miedo de la diversidad que había entre los Doce, y por tanto mucho menos nosotros debemos temer la diversidad, porque el Espíritu Santo ama suscitar diferencias y hacer de ellas una armonía. En cambio, nuestros particularismos, nuestros exclusivismos, esos sí, debemos temerlos, porque provocan divisiones (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 131). Por tanto, el sueño de comunión propio de Jesús nos libera de la uniformidad y de las divisiones, ambas cosas terribles.

Otra palabra la tomamos del Evangelio de Mateo. En polémica con los escribas y fariseos, Jesús dice a sus discípulos: «Ustedes no se hagan llamar “rabbi”, porque uno solo es su Maestro y todos ustedes son hermanos. Y no llamen “padre” a nadie de ustedes en la tierra, porque uno solo es su Padre, celestial. Y no se hagan llamar “guías”, porque uno solo es su Guía, el Cristo» (23, 8-10). Aquí podemos contemplar el sueño de Jesús de una comunidad fraterna, donde todos participan con base en la común relación filial con el Padre y como discípulos de Jesús. En particular, una Comunidad de vida consagrada puede ser signo del Reino de Dios dando testimonio de un estilo de fraternidad participativa entre personas reales, concretas, que con sus límites, eligen cada día, confiando en la gracia de Cristo, vivir juntos. También los instrumentos actuales de comunicación pueden y deben estar al servicio de una participación real – no solo virtual – en la vida concreta de la comunidad (cf. Evangelii gaudium, 87).

El Evangelio nos entrega también el sueño de Jesús de una Iglesia toda misionera: «Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que les he mandado» (Mt 28, 19-20). Este mandato concierne a todos, en la Iglesia. No hay carismas que son misioneros y otros que no lo son. Todos los carismas, en la medida que han sido dados a la Iglesia, son para la evangelización del pueblo, es decir misioneros; naturalmente de formas distintas, muy distintas, según la “fantasía” de Dios. Un monje que ora en su monasterio hace su parte en llevar el Evangelio en esa tierra, en enseñar a la gente que vive ahí que tenemos un Padre que nos ama y en este mundo estamos en camino hacia el Cielo. Entonces, la pregunta es: ¿Cómo se puede ser cisterciense de estrecha observancia y formar parte de «una Iglesia en salida» (Evangelii gaudium, 20)? En camino, pero es un camino de salida. ¿Cómo viven ustedes la « dulce y consoladora alegría de evangelizar» (S. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 75)? Sería hermoso escucharlo de ustedes, contemplativos. Por ahora, nos va a recordar que «en cualquier forma de evangelización el primado es siempre de Dios» y que «en toda la vida de la Iglesia se debe manifestar siempre que la iniciativa es de Dios, que “es Él quien nos ha amado primero” (1Jn 4, 10)» (Evangelii gaudium, 12).

Finalmente, los Evangelios nos muestran a Jesús que cuida de sus discípulos, los educa con paciencia, explicándoles, por separado, el significado de algunas parábolas e iluminando con la palabra el testimonio de su forma de vivir, de sus gestos. Por ejemplo, cuando Jesús, después de haber lavado los pies a sus discípulos, les dice: «Les he dado un ejemplo para que también ustedes hagan como yo he hecho con ustedes» (Jn 13, 15), el Maestro sueña la formación de sus amigos según el camino de Dios, que es la humildad y el servicio. Y después cuando, poco después, afirma: «muchas cosas aún tengo que decirles, pero por el momento no son capaces de soportar el peso» (Jn 16, 12), Jesús da a entender que los discípulos tienen un camino por hacer, una formación que recibir; y promete que el Formador será el Espíritu Santo: «Cuando venga Él, el espíritu de la verdad, los guiará a toda la verdad» (v. 13). Y muchas podrían ser las referencias evangélicas que atestiguan el sueño de formación en el corazón del Señor. Me gusta resumirlas como un sueño de santidad, renovando esta invitación: «Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello elígelo a Él, elige siempre de nuevo a Dios. No te desanimes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Gal 5, 22-23)» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 15).

Queridos hermanos y hermanas, les agradezco por haber venido y les deseo que concluyan de la mejor manera su Capítulo. Que la Virgen los acompañe. De corazón bendigo a todos ustedes y a todos sus hermanos dispersos en el mundo. Y les pido por favor orar por mí.

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