LA ORACIÓN, CARIDAD Y AYUNO PUEDEN CAMBIAR LA HISTORIA: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DEL MIÉRCOLES DE CENIZA (02/03/2022)

Este 2 de marzo, Miércoles de Ceniza, el Santo Padre señaló en su homilía, leída por el Card. Pietro Parolin, Secretario de Estado Vaticano, en la Basílica de Santa Sabina de Roma que, “la oración, la caridad y el ayuno son las armas del espíritu, y es con ellas que, en esta jornada de oración y ayuno por Ucrania, imploramos a Dios esa paz que los hombres solos no pueden construir”. Transcribimos a continuación, el texto completo de la homilía del Santo Padre, leída por el Card. Parolin, traducida del italiano:

En este día, que abre el tiempo de Cuaresma, el Señor nos dice «Tengan cuidado de no practicar su justicia delante de los hombres para ser admirados por ellos, de lo contrario, no hay recompensa para ustedes ante su Padre que está en el cielo» (Mt 6, 1). Puede sorprender, pero en el Evangelio de hoy la palabra que más se repite es recompensa (cf. vv. 1.2.5.16). Normalmente, en el Miércoles de Ceniza nuestra atención se concentra en el compromiso requerido por el camino de fe, más que en el premio al que conduce. Sin embargo, hoy el discurso de Jesús vuelve cada vez a este término, recompensa, que parece ser el resorte de nuestro actuar. Hay de hecho en nosotros, en nuestro corazón, una sed, un deseo de alcanzar una recompensa, que atrae y mueve lo que hacemos.

El Señor distingue, sin embargo, dos tipos de recompensa a la que puede tender la vida de una persona; por un lado, está la recompensa ante el Padre y, por otro, la recompensa ante los hombres. La primera es eterna, es la verdadera, definitiva, el objetivo de la vida. La segunda, en cambio, es transitoria, es un disparate al que tendemos cuando la admiración de los hombres y el éxito mundano son para nosotros lo más importante, la mayor gratificación. Pero es una ilusión: es como un espejismo que, una vez alcanzado, deja con las manos vacías. La inquietud y el descontento están siempre a la vuelta de la esquina para quien tiene como horizonte la mundanidad, que seduce, pero luego decepciona. Quien mira la recompensa del mundo nunca encuentra la paz y mucho menos sabe promover la paz. Porque pierde de vista al Padre y a los hermanos. Es un riesgo que todos corremos, por eso Jesús nos advierte: «Tengan cuidado». Es como si dijera: “Tienen la posibilidad de gozar una recompensa infinita, una recompensa sin igual: tengan cuidado, pues, de no dejarse deslumbrar por las apariencias, persiguiendo recompensas baratas, que se mueren en su manos”.

El rito de la ceniza, que recibimos sobre la cabeza, Quiere substraernos del error de anteponer la recompensa ante los hombres a la recompensa ante el Padre. Este signo austero, que nos lleva a reflexionar sobre la caducidad de nuestra condición humana, es como una medicina de sabor amargo pero eficaz para curar la enfermedad de la apariencia. Es una enfermedad espiritual, que esclaviza a la persona, llevándola a hacerse dependiente de la admiración de los demás. Es una verdadera y propia “esclavitud de los ojos y de la mente” (cf. Ef 6, 6; Col 3, 22), induce a vivir bajo el signo de la vanagloria, para la que aquello que cuenta no es la limpieza del corazón, sino la admiración de la gente; no la mirada de Dios sobre nosotros, sino cómo nos miran los demás. Y no se puede vivir bien contentándose con esta recompensa.

Y el problema es que esta enfermedad de la apariencia afecta incluso los ámbitos más sagrados. Es sobre esto en lo que Jesús insiste hoy: incluso la oración, incluso la caridad, incluso el ayuno pueden volverse autorreferenciales. En cada gesto, incluso en el más bello, puede esconderse la polilla de la autocomplacencia. Entonces el corazón no es completamente libre, porque no busca el amor al Padre y a los hermanos, sino la aprobación humana, el aplauso de la gente, la propia gloria. Y todo puede convertirse en una especie de ficción ante Dios, ante uno mismo y ante los demás. Por eso la Palabra de Dios nos invita a mirar dentro de nosotros mismos, para ver nuestras hipocresías. Hagamos un diagnóstico de las apariencias que buscamos y tratemos de desenmascararlas. Nos hará bien.

Las cenizas sacan a la luz la nada que se esconde detrás de la afanosa búsqueda de recompensas mundanas. Nos recuerdan que la mundanidad es como polvo, que se lo lleva un poco de viento. Hermanas y hermanos, no estamos en el mundo para perseguir el viento; nuestro corazón tiene sed de eternidad. La Cuaresma es un tiempo que nos da el Señor para volver a vivir, para ser curados interiormente y para caminar hacia la Pascua, hacia lo que no pasa, hacia la recompensa ante el Padre. Es un camino de curación. No para cambiar todo de hoy a mañana, sino para vivir cada día con un espíritu nuevo, con un estilo diferente. Para esto sirven la oración, la caridad y el ayuno: purificados por las cenizas cuaresmales, purificados de la hipocresía de la apariencia, recobran toda su fuerza y regeneran una relación viva con Dios, con los hermanos y consigo mismos.

La oración humilde, hecha «en lo secreto» (Mt 6, 6), en lo oculto de la propia habitación, se convierte en el secreto para hacer florecer la vida hacia afuera. Es un diálogo cálido de afecto y confianza, que consuela y abre el corazón. Sobretodo en este tiempo de Cuaresma, oremos mirando al Crucificado: dejémonos invadir por la conmovedora ternura de Dios y pongamos en sus heridas nuestras heridas y las heridas del mundo. No nos dejemos llevar por la prisa, estemos en silencio ante Él. Redescubramos la esencialidad fecunda del diálogo íntimo con el Señor. Porque a Dios no le agradan las cosas ostentosas; en cambio ama dejarse encontrar en lo secreto. Es “la secrecía del amor”, lejana de toda ostentación y de tonos llamativos.

Si la oración es verdadera, no puede traducirse más que en caridad. Y la caridad nos libera de la peor esclavitud, la de nosotros mismos. La caridad cuaresmal, purificada por las cenizas, nos devuelve a lo esencial, a la íntima alegría que existe en dar. La limosna, hecha lejos de los reflectores, da paz y esperanza al corazón. Nos revela la belleza del dar que se convierte en un recibir y así permite descubrir un secreto valioso: dar hace alegrarse al corazón más que recibir (cf. Hch 20, 35).

Por último, el ayuno. No es una dieta, más bien nos libera de la autorreferencialidad de la búsqueda obsesiva de bienestar físico, para ayudarnos a mantener en forma no el cuerpo, sino el espíritu. El ayuno nos reconduce a dar el justo valor a las cosas. De manera concreta, nos recuerda que la vida no debe estar sujeta a la escena pasajera de este mundo. El ayuno no debe limitarse sólo a la comida: especialmente en Cuaresma se debe ayunar de lo que nos hace en cierto modo dependientes. Que cada uno piense sobre esto, para hacer un ayuno que incida realmente en la vida concreta.

Pero si la oración, la caridad y el ayuno deben madurar en lo secreto, no son secretos sus efectos. Oración, caridad y ayuno no son medicamentos sólo para nosotros, sino para todos, porque pueden cambiar la historia. Ante todo, porque quien experimenta sus efectos, casi sin darse cuenta, los transmite también a los demás; y, sobre todo, porque la oración, la caridad y el ayuno son las vías principales que permiten a Dios intervenir en nuestra vida y en la del mundo. Son las armas del espíritu, y es con ellas que, en esta jornada de oración y ayuno por Ucrania, imploramos a Dios esa paz que los hombres solos no logran llegar a construir.

Oh Señor, tú que ves en lo secreto y nos recompensas más allá de todas nuestras expectativas, escucha la oración de cuantos confían en Ti, sobre todo de los más humildes, de los más probados, de aquellos que sufren y huyen bajo el estruendo de las armas. Devuelve a los corazones la paz, da de nuevo tu paz a nuestros días. Así sea.

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