EL PERDÓN ES UNA MEDICINA MUY PODEROSA PARA EL ALMA Y LA PSIQUE: PALABRAS DEL PAPA A PARTICIPANTES EN CURSO PARA CONFESORES (25/03/2022)

A los participantes en el curso anual de la Penitenciaría Apostólica, reunidos en el Aula Pablo VI este 25 de marzo, el Papa Francisco les reiteró que “el perdón es un derecho humano”, que a veces el confesor solo debe escuchar y perdonar, que la acogida y el acompañamiento requieren prudencia y caridad, y que todos necesitan del perdón, que no es más que sentirse amados por Dios. Redescubrir el valor de la reconciliación, ese ministerio “que hace visible y realiza la misericordia de Dios”, es necesario, sobre todo en nuestros días, en los que “una mentalidad muy extendida tiene dificultades para comprender la dimensión sobrenatural, o incluso quiere negarla”, dijo el Sumo Pontífice a los casi 800 participantes en el 32º Curso sobre el Foro Interno organizado por la Penitenciaría Apostólica. Transcribimos a continuación, el texto completo de su mensaje, traducido del italiano:

Queridos hermanos, buenos días y bienvenidos:

Me alegra encontrarlos en ocasión del Curso anual sobre el Fuero Interno, organizado por la Penitenciaría Apostólica que ha llegado ya a su 32ª edición. Son constantes estos, son constantes. Felicidades.

Saludo al Cardenal Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor, y le agradezco de corazón por sus palabras de introducción. Saludo al Regente, a los Prelados, a los Oficiales y al personal de la Penitenciaría, a los Colegios de Penitenciarios ordinarios y extraordinarios de las Basílicas Papales en la Urbe, y a todos ustedes, participantes en el curso, realmente numerosos: cerca de ochocientos clérigos. Este es un buen signo, porque hoy una mentalidad difundida tiene dificultades en comprender la dimensión sobrenatural, o inclusive quisiera negarla. Siempre, siempre la tentación al reducirla. La confesión es un dialogo. Y el diálogo no se puede reducir a tres o cuatro consejos psicológicos para seguir adelante, esto es quitarle al Sacramento lo esencial del Sacramento.

Puede hacerle bien, no sólo ustedes, sino a todos los sacerdotes confesores, quizá aprovechando el tiempo cuaresmal, releer y meditar la nota sobre el fuero interno y la inviolabilidad del sigilo sacramental, publicada por la Penitenciaría Apostólica en 2019. En ella se tocan aspectos de gran actualidad, y sobre todo nos ayuda a redescubrir lo valioso y necesario, también en nuestros días, del ministerio de la Reconciliación, que hace visible y realiza la misericordia de Dios, la realiza.

En una reciente entrevista, con una expresión inusual, afirme que “el perdón es un derecho humano”. Todos tenemos el derecho de ser perdonados. Todos. De hecho, eso es lo que más profundamente anhela el corazón de todo hombre, porque en el fondo, ser perdonados significa ser amados por lo que somos, sin importar nuestros límites y nuestros pecados. Y el perdón es un “derecho” en el sentido de que Dios, en el misterio Pascual de Cristo, lo han entregado de manera total e irreversible a todo hombre dispuesto a recibirlo, con corazón humilde y arrepentido. Dispensando generosamente el perdón de Dios, nosotros los confesores colaboramos a la curación de los hombres y del mundo; cooperamos en la realización de ese amor y esa paz que todo corazón humano anhela tan intensamente; con el perdón contribuimos, permítanme la palabra, a una “ecología” espiritual del mundo.

Quisiera ofrecerles algunos puntos de reflexión y revisión de vida en torno a tres palabras clave: acogida, escucha y acompañamiento. Acogida, escucha y acompañamiento. Tres dimensiones esenciales del ministerio del confesor; tres caras del amor, a las que se añade la alegría, es que siempre lo acompaña.

La acogida debe ser la primera característica del confesor. Es la que ayuda al penitente a acercarse al sacramento con el espíritu correcto, a no estar replegado sobre sí mismo y su propio pecado, sino abrirse a la paternidad de Dios, al don de la gracia. La acogida es la medida de la caridad pastoral, que han madurado en el camino de formación hacia el sacerdocio y es rica en frutos tanto para el penitente como para el mismo confesor, que vive su paternidad, como el padre del hijo pródigo, lleno de alegría por el regreso del hijo. ¿Tenemos nosotros esta acogida y esta alegría?. La serenidad de un confesor que sabe acoger, de día o de noche: “Acomódate” y deja hablar. Crear el clima de paz, incluso de alegría.

El segundo elemento es la escucha. Escuchar – lo sabemos – es más que oír. Requiere una disposición interior hecha de atención, de disponibilidad, de paciencia. Se deben dejar los propios pensamientos, los propios esquemas, para abrir en verdad la mente y el corazón a la escucha. Si, mientras el otro habla, tú ya estás pensando en qué decir, en qué cosa responder, entonces no estás escuchándolo o escuchándola, sino escuchándote a ti mismo. Es un feo vicio este: el confesor que se escucha a sí mismo: “¿Qué diré?”. Él sale purificado, ¿pero tú? Sales pecador, porque no cumples tu servicio de escuchar para perdonar. En algunas confesiones, no se debe decir nada o casi – me refiero como consejo o exhortación –, sino que sólo se debe escuchar y perdonar. La escucha es una forma de amor que hace sentir al otro en verdad amado.

Y otra cosa quiere decir la escucha: por favor, quiten toda curiosidad. A veces hay penitentes qué se avergüenzan de lo que están diciendo, no saben cómo decirlo, pero hacen un gesto. El penitenciario mayor nos ha enseñado algo bueno: cuando entendamos algo, decir: “Ya entendí, sigue adelante, a otra cosa...”. Eviten el dolor de decir las cosas que no saben cómo decir, y no caer en la curiosidad de preguntar: “¿Y cómo fue? ¿Y cuántas veces?” ¡Por favor! No seas un torturador, sea un padre amoroso. La curiosidad es del diablo. “No, yo debo saber para valorar si perdono...”. ¡Si Jesús te tratara así!.

Y cuántas veces la confesión del penitente se convierte también en examen de conciencia para el confesor. A mí me ha sucedido. También a ustedes, estoy seguro. Frente a ciertas almas fieles, nos viene el preguntarnos: ¿tengo yo esta conciencia de Jesucristo vivo? ¿Tengo esta caridad hacia los demás? ¿Esta capacidad de entrar en discusión?. La escucha implica una especie de vaciamiento: vaciarme de mi propio yo para acoger al otro. Es un acto de fe en el poder de Dios y en la tarea que el Señor nos ha encomendado. Sólo por fe los hermanos y hermanas abren al confesor su corazón; entonces, tienen el derecho de ser escuchados con fe, y con esa caridad que el padre reserva a sus hijos. Y esto genera alegría.

La tercera palabra clave es acompañamiento. El confesor no decide en lugar del fiel, no es el dueño de la conciencia del otro. El confesor, simplemente, acompaña, con toda la prudencia, el discernimiento y la caridad de la que es capaz, hacia el reconocimiento de la verdad y de la voluntad de Dios en la concreta experiencia del penitente. A veces decir una o dos palabras, pero justas, y no decir una homilía dominical. Digan lo justo para acompañarlo, siempre. Es siempre necesario distinguir el diálogo de la confesión propiamente dicha, vinculado al secreto, del diálogo de acompañamiento espiritual, también reservado, aunque de manera distinta.

Y sobre esto quisiera aclarar algo. He sabido que en algún grupo, en alguna asociación, está entrando una relativización del sigilo sacramental. Por ejemplo, se dice: bajo sigilo está el pecado, pero después todo lo que está después del pecado o antes del pecado, puedes decirlo. ¡No! Y hay algunos grupos que sostienen esto; y después el confesor dice a los superiores lo demás. No. El sigilo protege desde el momento en que se comienza hasta el momento del final. ¿Pero si a la mitad hablaron de aquella cosa...? Nada, todo está bajo sigilo. Para estar seguro de esto, quiero que los confesores sean todos especialistas de la escucha. ¿Y si salió algo que incluso el penitente quisiera que se supiera?. Es necesario pedir el permiso sobre lo que me dijiste en confesión: “Dímelo de nuevo o dime si puedo hablar de ello”. Ser claros. Algunos teólogos pueden decir: “Pero no es así la cosa, es más complicada”. Es doctrina común – al menos en este Pontificado – que el sigilo protege desde el momento inicial hasta el final. Y esta es la doctrina que hay que seguir, sin entrar en estas zonas grises “de aquí hasta acá”, que después sirven para gobernar mal.

El confesor tiene siempre como objetivo el llamado universal a la santidad (cf. Lumen gentium, 39-42), y acompañar discretamente a tal llamado. Acompañar quiere decir cuidar al otro, caminar junto a él o ella. No basta con señalar una meta, si después no se está dispuesto a realizar al menos un pedazo del camino juntos. No importa qué tan breve pueda ser el diálogo de la confesión, con pocos detalles se comprende ya cuáles son las necesidades del hermano o la hermana: a ellos estamos llamados a responder, acompañando sobre todo en la comprensión y la acogida de la voluntad de Dios, que es siempre el camino del bien más grande, el camino de la alegría y la paz.

Queridos hermanos, agradezco al Señor con ustedes por el ministerio que realizan, o que pronto les será encomendado – porque hay algunos diáconos aquí –, ministerio al servicio de la santificación del Pueblo fiel de Dios. Y también ustedes, por favor, confiésense. Ustedes van a pedir el perdón de sus pecados, ¿no es cierto? Es muy saludable esto. Hace bien a nosotros los confesores el hacerlo. Les recomiendo. Estén con gusto en el confesionario, acojan, escuchen, acompañen, sabiendo que todos, pero precisamente todos necesitan el perdón, es decir sentir que son amados como hijos de Dios Padre. Las palabras que pronunciamos: “Yo te absuelvo de tus pecados”, significan también “tú, hermano, hermana, eres valioso, eres valiosa para Dios; es un bien que tú existas”. Y esta es una poderosísima medicina para el alma y también para la psique de todos.

Y quisiera regresar sobre un detalle que he acentuado primero. Dos testimonios. El detalle lo dije a propósito de la dificultad de decir los pecados, por la cual el penitente dice sólo una pequeña parte, pero entendemos que la cosa es más grande. Entonces es necesario detenerse, no torturar al penitente: “Ya entendí, sigue adelante”. “Pero debo hacerlo, soy juez, debo juzgar”. ¿Ya entendiste? Perdona lo que entendiste. Punto. A veces es verdad que es un juicio, pero de misericordia. Es hermosa una ópera pop que hicieron hace tres o cuatro años, uno de esos grupos de músicos de los jóvenes de hoy, con esta música que yo no entiendo, pero dicen que es bella. Es una ópera sobre la parábola del hijo pródigo. Después de toda la historia, en la parte final, el hijo, pobrecito, ya sucio por tantos pecados, por tantas cosas, incluso vencido por todas aquellas cosas, siente la necesidad de volver al Padre y le dice a un amigo: “Pero yo no sé si mi padre me recibirá...”. Y cantan esto: “¿Me recibirá? ¿me recibirá?...”. El amigo le da un consejo: “Manda una carta a tu padre y dile: Papá, quiero arrepentirme y decírtelo a la cara, pero tengo miedo de ir contigo, si serás capaz de recibirme o no... Quiero ir sólo para pedir perdón, no merezco llamarme hijo tuyo, sólo para eso”. Y siguiendo el consejo del amigo escribió esto: “Si estás dispuesto a ello, por favor, pon en la ventana un pañuelo blanco, así cuando me acerqué a la casa, veré el pañuelo e iré. Si no veo el pañuelo daré la vuelta”. Continúa la ópera y después el último acto es cuando el hijo entra en la calle que lleva a la casa. Mira la casa. Está toda llena de pañuelos blancos, toda llena. O sea que la misericordia de Dios no tiene límites. Lo mismo la misericordia de un confesor. Piensen en los pañuelos blancos. Es hermoso esto, a mí me gustó.

Después, dos testimonios de dos confesores que conocí. Uno, muy bueno, un sacramentino, un buen joven, murió a los 92 años. Era el confesor de todo el clero de Buenos Aires. Todos iban con él, muchos laicos... Así era. Un gran confesor. Incluso como provincial – fue provincial de su orden – siempre encontraba sitio en la basílica donde vivía, para confesar. Yo, cuando fui provincial, iba a confesarme con él – para no confesarme con un jesuita, para que no supieran las cosas –, siempre decía: “Está bien, está bien... ten valor y adelante”. Y te perdonaba. Un domingo de Pascua – yo era ya Vicario General – bajé a la secretaría para ver si había algún fax – en ese tiempo aún no había correo electrónico –, y vi un fax de las 23:30, precisamente antes de iniciar la vigilia Pascual: “A las 20:30 murió el Padre Aristi a los 93 años de edad”. Tenía la costumbre de ir a comer con los sacerdotes de la casa de reposo, en Pascua y en Navidad, y pensé: después de la comida iré para allá. Y así lo hice. Entré en la basílica, no había nadie, estaba el ataúd abierto. Dos viejitas ahí que rezaban el Rosario. Me acerqué al ataúd. Ninguna flor. “Pero tú que perdonaste los pecados de todos... ¿Así?”. Salí, caminé por la calle, hay algunos floristas, compré flores, regresé. Y cuando estaba arreglando las flores, vi el Rosario y tuve una gran tentación y caí: le robé el crucifijo del Rosario. Se fue sin ese crucifijo. Y en ese momento dije: “Dame la mitad de tu misericordia”, pensando en Elías y Eliseo y en toda aquella historia. Le pedí esa gracia. Y esa cruz la llevo aquí dentro, siempre conmigo, y pido al Señor que me dé misericordia. Quería compartir esto

El otro, es un capuchino, tiene ahora 96 años, un gran confesor. Sigue haciéndolo. Está en el santuario de la Virgen de Pompeya en Buenos Aires. Siempre tiene fila en el confesionario: laicos, laicas, sacerdotes, obispos, religiosas, jóvenes, viejos, pobres, ricos, todos. Un verdadero río de gente. Y este hombre vino a buscarme aquí, al inicio del Pontificado, porque tenía un Congreso. Este hombre, cuando yo era Arzobispo, tenía en ese tiempo 86-87 años, vino conmigo y me dijo: “Quíteme esta tortura” – “¿Por qué? – “Tú sabes que yo perdono siempre, perdono todo, perdono demasiado” – “Por eso la gente te busca” – “Sí, pero a veces siento escrúpulos” – “Y dime, ¿qué haces cuando sientes escrúpulos de haber perdonado demasiado?” – “Voy a la capilla y le pido perdón al Señor y digo: ‘Señor perdóname, hoy perdone demasiado’. Pero de inmediato siento algo dentro: ‘Pero ten cuidado Señor, porque tú fuiste quien me dio el mal ejemplo’”.

Estos son testimonios de grandes confesores. Me encontré con el Superior General de los Capuchinos, hace algunos meses, y me dijo: “Usted dígame Santo Padre, si lo necesita traigo aquí a su amigo confesor”. Como se sabe, también el Papa necesita ser perdonado de cosas que no logra decirle a los demás. Algo hermoso, un bello testimonio. Tienen ante ustedes el testimonio de grandes confesores, de estos que saben perdonar bien con sentido de Iglesia, con justicia, pero con gran amor. Con gran amor.

Se acerca el Jubileo del 2025. Aprovecho esta ocasión para invitar desde ahora a la penitenciaría, a cuyo cuidado se confía, por así decirlo, el “núcleo profundo” de cada Jubileo, para que dispongan, de acuerdo con los demás órganos interesados, cuanto sea necesario para que el próximo Año Santo sea lo más fructífero posible. Y animo a todos ustedes a utilizar toda la creatividad que el espíritu sugiera, para que la misericordia de Dios pueda llegar a todos lados y a todos: perdón e indulgencia.

Y gracias por su servicio a la divina misericordia, bajo la dulce protección de María refugio de los pecadores. Ella es madre, y ella siempre busca salvar a sus hijos. Cuando tengan alguna duda, piensen en la Madre, como dice aquella leyenda del pueblo de la así llamada “Virgen de los Mandarines”, llamada con el sobrenombre también de patrona de los ladrones. En el sur de Italia hay una leyenda sobre el hecho de que la Virgen perdona todo, y que si ellos lo piden a la Virgen, ella los salvará. Y se dice que la Virgen desde la ventana mira la fila que hay a la puerta del Paraíso. Y San Pedro juzga quién entra y quién no. Y cuando la Virgen descubre a uno de estos devotos suyos, le hace una señal para que se esconda, porque San Pedro seguramente no lo dejará entrar. Y después cuando, más tarde, comienza la oscuridad, antes de la noche, la Virgen lo hace entrar por la ventana. Pidan a la Virgen para que les dé este corazón paterno y también materno, para perdonar e integrar en la Iglesia a la gente. Ella es el refugio de los pecadores.

Los bendigo a todos de corazón. Y por favor, acuérdense de orar también por mí, porque hoy también yo debo confesarme. Gracias.

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