EL BIEN DEL OTRO ES TAMBIÉN EL MÍO: ÁNGELUS DEL 27/03/2022

Este 27 de marzo, cuarto domingo de Cuaresma, el Papa Francisco encabezó la oración mariana del Ángelus desde la ventana del Palacio Apostólico. Ante los 30,000 fieles congregados en la Plaza de San Pedro, el Santo Padre reflexionó sobre el Evangelio de hoy que narra la parábola del hijo pródigo (cf. Lc. 15, 11-32). Según el Pontífice, este relato “nos lleva al corazón de Dios, que siempre perdona con compasión y ternura”. Nos dice – subrayó el Papa – que Dios es Padre, que no solo acoge de nuevo, sino que se alegra y hace fiesta por su hijo, que ha vuelto a casa después de haber derrochado todos sus bienes. Compartimos a continuación, el texto completo de su alocución previa, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, feliz domingo, ¡buenos días!

El Evangelio de la Liturgia de este domingo narra la así llamada parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32). Esta nos lleva al corazón de Dios, que siempre perdona con compasión y ternura, siempre. Dios perdona siempre, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón, pero Él perdona siempre. Nos dice que Dios es Padre, que no solo acoge de nuevo, sino que se alegra y hace fiesta por su hijo, vuelto a casa después de haber dilapidado todos sus bienes. Somos nosotros ese hijo, y conmueve pensar en cuánto el Padre siempre nos ama y nos espera.

Pero en la misma parábola está también el hijo mayor, que entra en crisis frente a este Padre. Y que puede ponernos en crisis también a nosotros. De hecho, dentro de nosotros está también este hijo mayor y, al menos en parte, estamos tentados de darle la razón: siempre había hecho su deber, no se había ido de casa, por eso se indigna al ver al Padre abrazar de nuevo al hermano que se ha portado mal. Protesta y dice: «Te sirvo desde hace tantos años y nunca he desobedecido una orden tuya», en cambio, por «este hijo tuyo» ¡incluso haces una fiesta! (vv. 29-30). “No te entiendo”. Es la indignación del hermano mayor.

De estas palabras emerge el problema del hijo mayor. En la relación con el Padre él basa todo en la pura observancia de los mandamientos, en el sentido del deber. Puede ser también nuestro problema, nuestro problema entre nosotros y con Dios: perder de vista que es Padre y vivir una religión distante, hecha de prohibiciones y deberes. Y la consecuencia de esta distancia es la rigidez hacia el prójimo, que ya no se ve como hermano. En la parábola, de hecho, el hijo mayor no dice al Padre mi hermano, no, dice tu hijo, como diciendo: no es mi hermano. Y al final precisamente él corre el riesgo de quedarse fuera de casa. De hecho – dice el texto – «no quería entrar» (v. 28). Porque estaba el otro.

Viendo esto, el Padre sale a suplicarle: «Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo» (v. 31). Trata de hacerle entender que para él cada hijo es toda su vida. Lo saben bien los padres, que se acercan mucho al sentir de Dios. Es hermoso lo que dice un padre en una novela: «Cuando me convertí en padre, entendí a Dios» (H. de Balzac, Papá Goriot, Milán 2004, 112). En este punto de la parábola, el Padre abre el corazón al hijo mayor y le expresa dos necesidades, que no son mandatos, sino necesidades del corazón: «Era necesario hacer fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida» (v. 32). Veamos si también nosotros tenemos en el corazón dos necesidades del Padre: hacer fiesta y alegrarse.

Ante todo, hacer fiesta, es decir manifestar a quien se arrepiente o está en camino, a quien está en crisis o alejado, nuestra cercanía. ¿Por qué es necesario actuar así? Porque esto ayudará a superar el miedo y el desánimo, que pueden venir al recordar los propios pecados. Quien se ha equivocado, a menudo se siente reprendido por su propio corazón; distancia, indiferencia y palabras hirientes no ayudan. Por eso, según el Padre, es necesario ofrecerles una cálida acogida, que aliente para ir adelante. “¡Pero padre este ha hecho muchas cosas!”: cálida acogida. Y nosotros, ¿actuamos así? ¿Buscamos a quien está lejos, deseamos hacer fiesta con él? ¡Cuánto bien puede hacer un corazón abierto, una escucha verdadera, una sonrisa transparente; hacer fiesta, no hacer sentir incómodo! El padre podría decir: está bien hijo, vuelve a casa, vuelve a trabajar, vete a tu habitación, prepárate y ¡al trabajo! Y este habría sido un perdón bueno. ¡Pero no! ¡Dios no sabe perdonar sin hacer fiesta! Y el padre hace fiesta, por la alegría que tiene porque ha vuelto el hijo.

Y después, según el Padre, es necesario alegrarse. Quien tiene un corazón sintonizado con Dios, cuando ve el arrepentimiento de una persona, por graves que hayan sido sus errores, se alegra. No se queda detenido sobre los errores, no señala con el dedo el mal, sino que se alegra por el bien, ¡porque el bien del otro es también el mío! Y nosotros, ¿sabemos ver a los otros así?

Me permito contar una historia, inventada, pero que hace ver el corazón del padre. Hubo una ópera pop, hace tres o cuatro años, sobre el argumento del hijo pródigo, con toda la historia. Y al final, cuando aquel hijo decide volver con el padre, habla con un amigo y le dice: “Sabes, tengo miedo de que mi padre me rechace, que no me perdone”. Y el amigo le aconseja: “Manda una cartita a tu padre y dile: ‘Padre, estoy arrepentido, quiero volver a casa, pero no estoy seguro si tú estarás contento. Si quieres recibirme, por favor, pon un pañuelo blanco en la ventana’”. Y después empezó el camino. Y cuando estaba cerca de casa, donde el camino hacía la última curva, tuvo de frente su casa. ¿Y qué vio? No un pañuelo: estaba llena de pañuelos blancos, las ventanas, ¡todo! El Padre nos recibe así, con plenitud, con alegría. ¡Este es nuestro Padre!

¿Sabemos alegrarnos por los demás? Que la Virgen María nos enseñe a acoger la misericordia de Dios, para que se vuelva la luz en la cual mirar a nuestro prójimo.

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