DEJÉMONOS INQUIETAR POR EL GRITO SUFRIENTE DEL MUNDO: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA POR EL 400º ANIVERSARIO DE CANONIZACIÓN DE SAN IGNACIO DE LOYOLA (12/03/2022)

Este 12 de marzo, el Santo Padre Francisco pronunció su homilía en la Santa Misa en la iglesia del Gesù de Roma, y presidida por el Prepósito General de la Compañía de Jesús, el Padre Arturo Sosa Abascal, con ocasión del 400º aniversario de la canonización de San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, quienes fueron proclamados santos el 12 de marzo de 1622 junto a Teresa de Jesús, Isidro Labrador y Felipe Neri. La homilía del Papa estuvo centrada en el Evangelio de la Transfiguración el cual nos presenta, dijo el Obispo de Roma, cuatro acciones de Jesús en las que encontramos indicaciones para nuestro camino. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

El Evangelio de la Transfiguración que hemos escuchado relata cuatro acciones de Jesús. Nos hará bien fijarnos en lo que hace el Señor, para encontrar en sus gestos las indicaciones para nuestro camino.

El primer verbo —la primera de estas acciones de Jesús— es tomar consigo: Jesús, dice el texto, «tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan» (Lc 9, 28). Es Él quien toma a los discípulos, y es Él quien nos ha tomado junto a sí: nos ha amado, elegido y llamado. Al inicio está el misterio de una gracia, de una elección. Ante todo, no hemos sido nosotros quienes tomamos una decisión, sino que fue Él quien nos llamó, sin méritos nuestros. Antes de ser aquellos que han hecho de la vida un don, somos los que han recibido un don gratuito: el don de la gratuidad del amor de Dios. Nuestro camino, hermanos y hermanas, necesita volver a empezar cada día desde aquí, desde la gracia original. Jesús ha hecho con nosotros como hizo con Pedro, Santiago y Juan: nos llamó por nuestro nombre y nos tomó con Él. Nos ha tomado de la mano. ¿Para llevarnos a dónde? A su monte santo, donde ya desde ahora nos ve para siempre con Él, transfigurados por su amor. Ahí nos conduce la gracia, esta gracia primaria, primigenia. Entonces, cuando experimentemos amarguras y decepciones, cuando nos sintamos menospreciados o incomprendidos, no caigamos en quejas y nostalgias. Son tentaciones que paralizan el camino, senderos que no llevan a ninguna parte. Tomemos, en cambio en nuestras manos nuestra vida, a partir de la gracia, de la llamada. Y acojamos el regalo de vivir cada día como un tramo de camino hacia la meta.

Tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan: El Señor toma a los discípulos juntos, los toma como comunidad. Nuestra llamada está enraizada en la comunión. Para volver a empezar cada día, además del misterio de nuestra elección, es necesario hacer revivir la gracia de haber sido tomados en la Iglesia, nuestra santa Madre jerárquica, y por la Iglesia, nuestra esposa. Somos de Jesús, y lo somos como Compañía. No nos cansemos de pedir la fuerza para construir y custodiar la comunión, para ser fermento de fraternidad para la Iglesia y para el mundo. No somos solistas en busca de ser escuchados, sino hermanos dispuestos en coro. Sintamos con la Iglesia, rechacemos la tentación de buscar éxitos personales y formar facciones. No nos dejemos arrastrar por el clericalismo que nos vuelve rígidos ni por las ideologías que dividen. Los santos que recordamos hoy han sido pilares de comunión. Nos recuerdan que, en el Cielo, a pesar de nuestras diferencias de carácter y de visión, estamos llamados a estar juntos. Y si vamos a estar unidos para siempre allá arriba, ¿por qué no empezar desde ahora aquí abajo? Acojamos la belleza de haber sido tomados juntos por Jesús, llamados juntos por Jesús. Este es el primer verbo: tomó.

El segundo verbo: subir. Jesús «subió al monte» (v. 28). El camino de Jesús no es un descenso, sino que es un ascenso. La luz de la transfiguración no llega en la planicie, sino después de un camino difícil. Para seguir a Jesús se necesita entonces, dejar las llanuras de la mediocridad y los descensos de la comodidad; se necesita dejar las propias costumbres que dan seguridad para realizar un movimiento de éxodo. De hecho, habiendo subido al monte, Jesús habla con Moisés y Elías precisamente «de su éxodo, que estaba por cumplirse en Jerusalén» (v. 31). Moisés y Elías habían subido al Sinaí u Horeb, después de dos éxodos en el desierto (cf. Ex 19; 1 Re 19); ahora hablan con Jesús del éxodo definitivo, el de su pascua. Hermanos y hermanas, sólo la subida de la cruz conduce a la meta de la gloria. Este es el camino: de la cruz a la gloria. La tentación mundana es buscar la gloria sin pasar por la cruz. Nosotros quisiéramos caminos conocidos, rectos y nivelados, pero para encontrar la luz de Jesús es necesario salir continuamente de sí mismos y subir detrás de Él. El Señor que, como hemos escuchado, desde el principio «llevó afuera» a Abraham (Gen 15,5), nos invita también a nosotros a salir y a subir.

Para nosotros, los jesuitas, la salida y la subida siguen un camino específico, que el monte simboliza bien. En la Escritura, la cima de los montes representa lo extremo, el límite, la frontera entre tierra y cielo. Y nosotros estamos llamados a salir para ir precisamente allí, a los confines entre tierra y cielo, donde el hombre se “enfrenta” a Dios con dificultad; a compartir su búsqueda incómoda y su duda religiosa. Allí debemos estar, y para hacerlo debemos salir y subir. Mientras el enemigo de la naturaleza humana quiere convencernos a volver siempre sobre los mismos pasos, los de la repetición estéril, de la comodidad, de lo ya visto, el Espíritu sugiere aperturas, da paz sin dejarnos nunca en paz, envía a los discípulos hasta los últimos confines. Pensemos en Francisco Javier.

Y me viene a la mente que, para recorrer este camino, esta ruta, es necesario luchar. Pensemos al pobre viejo Abraham: allí, con el sacrificio, luchando contra los buitres que querían comerse la ofrenda (cf. Gen 15, 7-11). Y él, con el bastón, los corría. El pobre viejo. Miremos esto: luchar para defender este camino, esta ruta, nuestra consagración al Señor.

El discípulo de todas las horas se encuentra frente a esta encrucijada. Y puede hacer como Pedro que, mientras Jesús habla de éxodo, dijo: «Qué hermoso estar aquí» (v. 33). Siempre existe el peligro de una fe estática, “estacionada”. Tengo miedo de las fes “estacionadas”. El riesgo es el de considerarse discípulos “buenos”, que en realidad no siguen a Jesús, sino que permanecen inmóviles, pasivos y, como los tres del Evangelio, sin darse cuenta, les da sueño y duermen. Incluso en Getsemaní, estos mismos discípulos, dormirán. Pensemos, hermanos y hermanas, que para los que siguen a Jesús no es tiempo de dormir, de dejarse narcotizar el alma, de dejarse anestesiar por el clima consumista e individualista de hoy, para el cual la vida es buena si me va bien a mí; en el que se habla y se teoriza, pero se pierde de vista la carne de los hermanos, lo concreto del Evangelio. Uno drama de nuestro tiempo es cerrar los ojos a la realidad y voltear hacia otro lado. Que Santa Teresa nos ayude a salir de nosotros mismos y a subir al monte con Jesús, para darnos cuenta de que Él se revela también a través de las llagas de los hermanos, de las dificultades de la humanidad, de los signos de los tiempos. No tener miedo de tocar las llagas: son las llagas del Señor.

Jesús subió al monte, dice el Evangelio, «a orar» (v. 28). Este es el tercer verbo, orar. Y «mientras oraba ―continúa el texto― su rostro cambió de aspecto» (v. 29). La transfiguración nace de la oración. Preguntémonos, tal vez después de muchos años de ministerio, qué es hoy para nosotros, qué es hoy para mí, orar. Quizá la fuerza de la costumbre y una cierta ritualidad nos han llevado a creer que la oración no transforma al hombre y a la historia. En cambio, orar es transformar la realidad. Es una misión activa, una intercesión continua. No es distancia del mundo, sino cambio del mundo. Orar es llevar la palpitación de la noticia a Dios para que su mirada se abra de par en par sobre la historia. ¿Qué es para nosotros orar?

Y nos hará bien hoy preguntarnos si la oración nos sumerge en esta transformación; si arroja una luz nueva sobre las personas y transfigura las situaciones. Porque si la oración está viva “inquieta por dentro”, reaviva el fuego de la misión, enciende la alegría, provoca continuamente a dejarnos inquietar por el grito sufriente del mundo. Preguntémonos: ¿cómo estamos llevando en la oración la guerra actual? Y pensemos en la oración de San Felipe Neri, que le ensanchaba el corazón y le hacía abrir las puertas a los niños de la calle. O en la de San Isidro, que oraba en los campos y llevaba el trabajo agrícola en la oración.

Tomar en la mano cada día nuestra llamada personal y de nuestra historia comunitaria; subir hacia los confines indicados por Dios, saliendo de nosotros mismos; orar para transformar el mundo en el que estamos inmersos. Está, finalmente, el cuarto verbo, que aparece en el último versículo del Evangelio de hoy: «Jesús se quedó solo» (v. 36). Él se quedó, mientras todo había pasado y hacía eco sólo “el testamento” del Padre: «Escúchenlo» (v. 35). El Evangelio termina llevándonos de nuevo a lo esencial. A menudo somos tentados, en la Iglesia y en el mundo, en la espiritualidad como en la sociedad, a convertir en primarias tantas necesidades secundarias. Es una tentación de cada día convertir en primarias tantas necesidades secundarias. Corremos el riesgo, en otras palabras, de concentrarnos en usos, costumbres y tradiciones que fijan el corazón en lo pasajero y hacen olvidar lo que permanece. Qué importante es trabajar sobre el corazón, para que sepa distinguir lo que es según Dios, y permanece, de lo que es según el mundo, y pasa.

Queridos hermanos y hermanas, que el santo padre Ignacio nos ayude a custodiar el discernimiento, nuestra herencia preciosa, tesoro siempre actual para derramarlo en la Iglesia y en el mundo. Éste nos permite “ver nuevas todas las cosas en Cristo”. Es esencial, para nosotros mismos y para la Iglesia, para que, como escribió Pedro Fabro, «todo el bien que se pueda realizar, pensar u organizar, se haga con buen espíritu, y no con el malo» (Memorial, París, 1959, n.51). Así sea.

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