SEAN LA ARMONÍA QUE REPRESENTA LA SINODALIDAD DE LA IGLESIA: HOMILÍA DEL PAPA EN EL CONSISTORIO PÚBLICO PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES (30/09/2023)

Esa Iglesia santa, apostólica y “madre, que habla en todas las lenguas, que es una y es católica”, nacida en Pentecostés, cuando los apóstoles se reunieron en Jerusalén junto a los judíos que allí vivían, pero también con partos, medos, elamitas y otros muchos pueblos de diversos países que los oían hablar en sus propias lenguas, el Papa Francisco la vislumbra en el nuevo Colegio Cardenalicio. En la homilía del Consistorio, celebrado este 30 de septiembre en la Plaza de San Pedro iluminada por un cálido sol de finales de septiembre, donde, entre unos 12,000 fieles, destacan los birretes rojos de todo el mundo, el Papa subrayó las distintas procedencias de sus más estrechos colaboradores recordando la imagen de una orquesta. Compartimos a continuación el texto de su homilía, traducido del italiano:

Al pensar en esta celebración y particularmente en ustedes, queridos hermanos, que se convertirían en Cardenales, me vino a la mente este texto de los Hechos de los Apóstoles (cf. 2, 1-11). Es un texto fundamental: el relato de Pentecostés, el bautismo de la Iglesia… Pero en realidad mi pensamiento fue atraído por algo en particular: por esa expresión que salió de la boca de los judíos que «habitaban entonces en Jerusalén» (v. 5). Ellos dicen: «somos partos, medos y elamitas…» (v. 9), y continúan. Esta larga lista de pueblos me hizo pensar en los Cardenales, que gracias a Dios son de todas partes del mundo, de las naciones más diversas. Ese es el motivo por el cual elegí este pasaje bíblico.

Meditando luego sobre ello, me di cuenta de una especie de “sorpresa” que estaba escondida en esta asociación de ideas, una sorpresa en la que, con alegría, me pareció reconocer, por así decirlo, el humorismo del Espíritu Santo, discúlpenme la expresión.

¿Cuál es esta “sorpresa”? Consiste en el hecho de que normalmente nosotros pastores, cuando leemos el relato de Pentecostés, nos identificamos con los Apóstoles. Es natural que sea así. En cambio, esos “partos, medos, elamitas”, etcétera, que en mi mente había asociado a los Cardenales, no pertenecen al grupo de los discípulos, están fuera del cenáculo, son parte de esa «multitud» que «se congregó» al oír el ruido provocado por el viento impetuoso (cf. v. 6). Los Apóstoles eran “todos galileos” (cf. v. 7), mientras que la gente que se había reunido era «de todas las naciones del mundo» (v. 5), precisamente como los Obispos y Cardenales de nuestro tiempo.

Esta especie de inversión de roles hace reflexionar y, mirándola bien, revela una perspectiva interesante, que quisiera compartir con ustedes. Se trata de aplicar a nosotros —  me incluyo también yo en primer lugar — la experiencia de esos judíos que por un don de Dios se encontraron siendo protagonistas del acontecimiento de Pentecostés, es decir del “bautismo” del Espíritu Santo que hizo nacer a la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Resumiría esta perspectiva así: redescubrir con asombro el don de haber recibido el Evangelio «en nuestras lenguas» (v. 11), como dice aquella gente. Volver a pensar con gratitud en el don de haber sido evangelizados y de haber sido sacados de pueblos que, cada uno en su momento, recibieron el Kerygma, el anuncio del misterio de la salvación, y acogiéndolo fueron bautizados en el Espíritu Santo y entraron a formar parte de la Iglesia. La Iglesia Madre, que habla en todas las lenguas, que es una y es católica.

Así, esta Palabra del Libro de los Hechos nos hace pensar que, antes que ser “apóstoles”, antes que ser sacerdotes, Obispos, Cardenales, somos “partos, medos, elamitas”, etc., etc. Y esto debería despertar en nosotros el asombro y el agradecimiento por haber recibido la gracia del Evangelio en nuestros respectivos pueblos de origen. Considero que esto es muy importante y no hay que olvidarlo. Porque allí, en la historia de nuestro pueblo, yo diría en la “carne” de nuestro pueblo, el Espíritu Santo ha obrado el prodigio de la comunicación del misterio de Jesucristo muerto y resucitado. Y ha llegado hasta nosotros “en nuestras lenguas”, a través de los labios y los gestos de nuestros abuelos y de nuestros padres, de los catequistas, de los sacerdotes, de los religiosos… Cada uno de nosotros puede recordar voces y rostros concretos. La fe es transmitida “en dialecto”. No se olviden de esto: la fe es transmitida en dialecto, por las madres y las abuelas.

En efecto, somos evangelizadores en la medida en que conservamos en el corazón el asombro y la gratitud por haber sido evangelizados. Más aún, de ser evangelizados, porque en realidad se trata de un don siempre actual, que requiere ser renovado continuamente en la memoria y en la fe. Evangelizadores evangelizados, y no funcionarios.

Hermanos y hermanas, muy queridos Cardenales, Pentecostés — como el Bautismo de cada uno de nosotros — no es un hecho del pasado, es un acto creativo que Dios renueva continuamente. La Iglesia — y cada uno de sus miembros — vive de este misterio siempre actual. No vive “de rentas”, no, ni mucho menos de un patrimonio arqueológico, por valioso y noble que sea. La Iglesia, y cada bautizado, vive del presente de Dios, por la acción del Espíritu Santo. También el acto que estamos realizando aquí ahora, tiene sentido si lo vivimos en esta perspectiva de fe. Y hoy, a la luz de la Palabra, podemos captar esta realidad: ustedes, neo-Cardenales, han venido de distintas partes del mundo y el mismo Espíritu que fecundó la evangelización de sus pueblos, ahora renueva en ustedes su vocación y misión en la Iglesia y para la Iglesia.

De esta reflexión, obtenida de una “sorpresa” fecunda, quisiera extraer sencillamente una consecuencia para ustedes, hermanos Cardenales, y para su Colegio. Y quisiera expresarla con una imagen, la de la orquesta: el Colegio Cardenalicio está llamado a asemejarse a una orquesta sinfónica, que representa la sinfonía y la sinodalidad de la Iglesia. Digo también la “sinodalidad”, no sólo porque estamos en la vigilia de la primera Asamblea del Sínodo que tiene precisamente este tema, sino porque me parece que la metáfora de la orquesta puede iluminar bien el carácter sinodal de la Iglesia.

Una sinfonía vive de la sabia composición de los timbres de los diferentes instrumentos: cada uno brinda su aporte, a veces solo, a veces unido a algún otro, a veces con todo el conjunto. La diversidad es necesaria, es indispensable. Pero cada sonido debe contribuir al designio común. Y para eso es fundamental la escucha recíproca: cada músico debe escuchar a los demás. Si uno sólo se escuchase a sí mismo, por más sublime que pudiera ser su sonido, no beneficiará a la sinfonía; y lo mismo sucedería si una sección de la orquesta no escuchase a las otras, sino que tocara como si estuviera sola, como si fuera el todo. Y el director de la orquesta está al servicio de esta especie de milagro que cada ocasión representa la ejecución de una sinfonía. Él debe escuchar más que todos los demás y al mismo tiempo su tarea es ayudar a cada uno y a toda la orquesta a desarrollar al máximo la fidelidad creativa, fidelidad a la obra que se está ejecutando, pero creativa, capaz de darle un alma a esa partitura, de hacerla resonar en el aquí y ahora de una manera única.

Queridos hermanos y hermanas, nos hace bien reflejarnos en la imagen de la orquesta, para aprender cada vez mejor a ser Iglesia sinfónica y sinodal. La propongo particularmente a ustedes, miembros del Colegio Cardenalicio, en la consoladora confianza de que tenemos como maestro al Espíritu Santo — Él es el protagonista —: maestro interior de cada uno y maestro del caminar juntos. Él crea la variedad y la unidad, Él es la armonía misma. San Basilio busca una síntesis cuando dice: “Ipse harmonia est”, Él es la armonía misma. A su guía dulce y fuerte nos encomendamos, y a la protección solícita de la Virgen María.

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