EL DON DE LA ESCUCHA Y DEL DIÁLOGO PARA PARTICIPANTES EN EL SÍNODO: HOMILÍA DEL PAPA EN LA VIGILIA ECUMÉNICA DE ORACIÓN PREVIA AL SÍNODO DE LOS OBISPOS (30/09/2023)

El silencio: este fue el concepto central de la breve homilía del Papa Francisco durante la Vigilia Ecuménica de Oración “#Together2023” (“Juntos” en español) celebrada por la tarde de este 30 de septiembre en la Plaza de San Pedro. En las vísperas del inicio del retiro espiritual que precederá la apertura de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, el Santo Padre reflexionó sobre la relevancia del silencio en la vida del creyente, de la Iglesia y en el camino de la unidad de los cristianos. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

“Together”. “Juntos”. Como la comunidad cristiana de los orígenes el día de Pentecostés. Como un único rebaño, amado y reunido por un solo Pastor, Jesús. Como la gran muchedumbre del Apocalipsis estamos aquí, hermanos y hermanas «de toda nación, familia, pueblo y lengua» (Ap 7, 9), provenientes de comunidades y países distintos, hijas e hijos del mismo Padre, animados por el Espíritu recibido en el Bautismo, llamados a la misma esperanza (cf. Ef 4, 4-5).

Gracias por su presencia. Gracias a la Comunidad de Taizé por esta iniciativa. Saludo con gran afecto a los Responsables de las Iglesias, a los líderes y delegaciones de las diferentes tradiciones cristianas y saludo a todos ustedes, especialmente a los jóvenes: ¡gracias! Gracias por haber venido a orar por nosotros y con nosotros, en Roma, antes de la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, en vísperas del retiro espiritual que la precede. “Syn-odos”: caminemos juntos, no sólo los católicos, sino todos los cristianos, todo el Pueblo de los bautizados, todo el Pueblo de Dios, porque «sólo el conjunto puede ser la unidad de todos». (J.A. Möhler, Symbolik oder Darstellung der dogmatischen Gegensätze der Katholiken und Protestanten nach ihren öffentlichen Bekenntnisschriften, II, Köln-Olten 1961, 698).

Como la gran muchedumbre del Apocalipsis, hemos orado en silencio, escuchando un “gran silencio” (cf. Ap 8, 1). Y el silencio es importante, es poderoso: puede expresar un dolor indecible ante la desgracia, pero también, en los momentos de alegría, una alegría que trasciende las palabras. Por eso quisiera reflexionar brevemente con ustedes sobre su importancia en la vida del creyente, en la vida de la Iglesia y en el camino de la unidad de los cristianos. La importancia del silencio.

Primero: el silencio es esencial en la vida del creyente. En efecto, está al principio y al final de la existencia terrena de Cristo. El Verbo, la Palabra del Padre, se hizo “silencio” en el pesebre y en la cruz, en la noche de la Natividad y en la de la Pascua. Esta noche, nosotros cristianos, hemos permanecido en silencio ante el Crucifijo de San Damián, como discípulos a la escucha ante la cruz, que es la catedra del Maestro. El nuestro no ha sido un silencio vacío, sino un momento cargado de espera y de disponibilidad. En un mundo lleno de ruido ya no estamos acostumbrados al silencio, es más, a veces nos cuesta soportarlo, porque nos pone delante de Dios y de nosotros mismos. Sin embargo, esto está en la base de la palabra y de la vida. San Pablo dice que el misterio del Verbo encarnado estuvo «guardado en el silencio desde la eternidad» (Rom 16,25), enseñándonos que el silencio custodia el misterio, como Abraham custodiaba la Alianza, como María custodiaba en su seno y meditaba en su corazón la vida de su Hijo (cf. Lc 1, 31; 2, 19.51). Por otra parte, la verdad no necesita, para llegar al corazón de los hombres, gritos violentos. Dios no ama las proclamas y los alborotos, las habladurías y el escándalo: Dios prefiere más bien, como hizo con Elías, hablar en el «susurro de una brisa ligera» (1 Re 19, 12), en un “hilo sonoro de silencio”. Y entonces también nosotros, como Abrahán, como Elías, como María, necesitamos liberarnos de tanto ruido para escuchar su voz. Porque sólo en nuestro silencio resuena su Palabra.

Segundo: el silencio es esencial en la vida de la Iglesia. Los Hechos de los Apóstoles dicen que, tras el discurso de Pedro en el Concilio de Jerusalén, «toda la asamblea guardó silencio» (Hch 15, 12), preparándose para recibir el testimonio de Pablo y Bernabé acerca de los signos y prodigios que Dios había realizado entre las naciones. Y esto nos recuerda que el silencio, en la comunidad eclesial, hace posible una comunicación fraterna, en la que el Espíritu Santo armoniza los puntos de vista, porque Él es la armonía. Ser sinodales quiere decir acogernos unos a otros así, en la conciencia de que todos tenemos algo de lo cual dar testimonio y aprender, poniéndonos juntos a la escucha del «Espíritu de la verdad» (Jn 14, 17) para conocer lo que Él «dice a las Iglesias» (Ap 2, 7). Y el silencio permite precisamente el discernimiento, mediante la escucha atenta de los «gemidos inefables» (Rom 8, 26) del Espíritu que resuenan, a menudo ocultos, en el Pueblo de Dios. Pidamos pues al Espíritu el don de la escucha para los participantes en el Sínodo: «escuchar a Dios, hasta escuchar con Él el clamor del pueblo; escucha al pueblo, hasta respirar la voluntad a la que Dios nos llama» (Discurso en ocasión de la Vigilia de Oración en preparación del Sínodo sobre la Familia, 4 de octubre de 2014).

Y finalmente, tercero: el silencio es esencial en el camino de unidad de los cristianos. Es fundamental, de hecho, para la oración, de la cual parte el ecumenismo y sin la cual es estéril. Jesús, de hecho, oró pidiendo que sus discípulos «sean una sola cosa» (Jn 17, 21). El silencio hecho oración nos permite acoger el don de la unidad “como Cristo la quiere”, “con los medios que Él quiere” (cf. P. Couturier, Oración por la unidad), no como fruto autónomo de nuestros esfuerzos y según criterios puramente humanos. Cuanto más nos dirigimos juntos al Señor en la oración, más experimentamos que es Él quien nos purifica y nos une más allá de las diferencias. La unidad de los cristianos crece en el silencio ante la cruz, precisamente como las semillas que recibiremos y que representan los diversos dones concedidos por el Espíritu Santo a las distintas tradiciones: a nosotros nos corresponde la tarea de sembrarlas, con la certeza de que sólo Dios da el crecimiento (cf. 1 Cor 3, 6). Ellas serán un signo para nosotros, llamados a nuestra vez a morir silenciosamente al egoísmo para crecer, a través de la acción del Espíritu Santo, en la comunión con Dios y en la fraternidad entre nosotros.

Por eso, hermanos y hermanas, pidamos, en la oración común, aprender nuevamente a hacer silencio: para escuchar la voz del Padre, la llamada de Jesús y el gemido del Espíritu. Pidamos que el Sínodo sea kairós de fraternidad, lugar donde el Espíritu Santo purifique a la Iglesia de las murmuraciones, de las ideologías y las polarizaciones. Mientras nos dirigimos al importante aniversario del gran Concilio de Nicea, pidamos que sepamos adorar unidos y en silencio, como los Magos, el misterio de Dios hecho hombre, seguros de que cuanto más cerca estemos de Cristo, más unidos estaremos entre nosotros. Y como los sabios de Oriente fueron guiados a Belén por una estrella, que así la luz celestial nos guíe a nuestro único Señor y a la unidad por la que Él rogó. Hermanos y hermanas, pongámonos en camino juntos, deseosos de encontrarlo, adorarlo y anunciarlo «para que el mundo crea» (Jn 17, 21).

Comentarios