QUE EL MEDITERRÁNEO VUELVA A SER UN LABORATORIO DE PAZ EN EL MUNDO: PALABRAS DEL PAPA EN LA CLAUSURA DE LOS “ENCUENTROS MEDITERRÁNEOS” (23/09/2023)

El Mediterráneo es un “espejo del mundo” y “lleva en sí mismo una vocación global de fraternidad, único camino para prevenir y superar los conflictos”. Estas fueron algunas de las palabras del Papa Francisco al concluir este 23 de septiembre, con un extenso y rico discurso, la sesión final de los Encuentros Mediterráneos, que se celebraron durante una semana en el Palacio del Faro de Marsella. El Santo Padre desarrolló su reflexión en torno a tres aspectos que caracterizan a la ciudad del sur de Francia: el mar, el puerto y el faro. Reproducimos a continuación, el texto completo de su discurso, traducido del italiano:

Señor Presidente de la República, queridos hermanos Obispos, ilustres alcaldes y autoridades que representan a ciudades y territorios bañados por el Mar Mediterráneo, amigas y amigos todos:

Los saludo cordialmente, agradecido con cada uno de ustedes por haber acogido la invitación del Cardenal Aveline Para participar en estos encuentros. Gracias por su trabajo y por las valiosas reflexiones que han compartido. Después de Bari y Florencia, el camino al servicio de los pueblos mediterráneos avanza: también aquí, responsables eclesiásticos y civiles están juntos no para tratar intereses recíprocos, sino animados por el deseo de cuidar al hombre; gracias porque lo hacen con los jóvenes, presente y futuro de la Iglesia y de la sociedad.

La ciudad de Marsella es muy antigua. Fundada por navegantes griegos venidos de Asia Menor, el mito la hace remontarse a la historia de amor entre un marinero emigrante y una princesa local. Desde sus orígenes presenta un carácter complejo y cosmopolita: acoge las riquezas del mar y entrega una patria a quien ya no la tiene. Marsella nos dice que, a pesar de las dificultades, la convivencia es posible y es fuente de alegría. En el mapa geográfico, entre Niza y Montpellier, parece casi dibujar una sonrisa; y me gusta pensarla de esa manera: Marsella es “la sonrisa del Mediterráneo”. Quisiera entonces proporcionarles algunos pensamientos en torno a tres realidades que caracterizan a Marsella: el mar, el puerto y el faro. Son tres símbolos.

1. El mar. Una marea de pueblos ha hecho de esta ciudad un mosaico de esperanza, con su gran tradición multiétnica y multicultural, representada por más de 60 Consulados presentes en su territorio. Marsella es ciudad al mismo tiempo plural y singular, en cuanto que su pluralidad, fruto de encuentro con el mundo, le confiere una historia singular. A menudo hoy se escucha repetir que la historia mediterránea sería una red de conflictos entre civilizaciones, religiones y visiones diferentes. No ignoremos los problemas – ¡los hay! –, pero no nos dejemos engañar: los intercambios realizados entre los pueblos han hecho del Mediterráneo cuna de civilización, mar rebosante de tesoros, hasta el punto en que, como escribió un gran historiador francés, ya no es «un paisaje, sino innumerables paisajes. No es un mar, sino una sucesión de mares»; «desde hace milenios todo confluye en él, complicándolo y enriqueciendo la historia» (F. Braudel, La Méditerranée, París 1985, 16). El mare nostrum es espacio de encuentro: entre las religiones abrahámicas; entre el pensamiento griego, latino y árabe; entre la ciencia, la filosofía y el derecho, y entre muchas otras realidades. Ha sido vehículo en el mundo del alto valor del ser humano, dotado de libertad, abierto a la verdad y necesitado de salvación, que ve al mundo como una maravilla que hay que descubrir y un jardín que hay que habitar, en el signo de un Dios que estrecha alianzas con los hombres.

Un gran alcalde leía en el Mediterráneo no una cuestión de conflictos, sino una respuesta de paz, más aún «el inicio y el fundamento de la paz entre todas las naciones del mundo» (G. La Pira, palabras en la conclusión del primer Coloquio Mediterráneo, 6 de octubre 1958). Dijo, de hecho: «La respuesta […] es posible si se considera la común vocación histórica y por así decirlo permanente que la Providencia asignó en el pasado, asigna en el presente y, en cierto sentido, asignará en el porvenir a los pueblos y naciones que viven en las costas de este misterioso lago de Tiberíades ensanchado que es el Mediterráneo» (Discurso de apertura del I coloquio Mediterráneo, 3 de octubre de 1958). Lago de Tiberíades, o Mar de Galilea, un lugar en el cual, en los tiempos de Cristo, se concentraba una gran variedad de poblaciones, cultos y tradiciones. Precisamente ahí, en la «Galilea de los gentiles» (cf. Mt 4, 15) atravesada por el Camino del mar, se desarrolló la mayor parte de la vida pública de Jesús. Un contexto multiforme y por muchas razones inestable fue la sede del anuncio universal de las Bienaventuranzas, en nombre de un Dios padre de todos, que «hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos» (cf. Mt 4, 15). Era también la invitación a ensanchar las fronteras del corazón, superando barreras étnicas y culturales. Ahí está entonces la respuesta que viene desde el Mediterráneo: este mar perenne de Galilea invita a oponer a la división de los conflictos la «convivencia de las diferencias» (T. Bello, Benditas inquietudes, Milán 2001, 73). El mare nostrum en el cruce entre el Norte y el Sur, entre el Este y el Oeste, concentra los desafíos de todo el mundo, como atestiguan sus “cinco orillas”, sobre las que han reflexionado: el Norte de África, el cercano Oriente, el Mar Negro-Egeo, los Balcanes y la Europa latina. Es un puesto de avanzada de desafíos que nos conciernen a todos: pensemos en el desafío climático, con el Mediterráneo que representa un hotspot donde los cambios se advierten más rápidamente; ¡qué importante es cuidar la mancha mediterránea, tesoro de biodiversidad! En resumen, este mar, ambiente que ofrece un enfoque único a la complejidad, es “espejo del mundo” y lleva en sí mismo una vocación global para la fraternidad, vocación única y único camino para prevenir y superar los conflictos.

Hermanos y hermanas, en el actual mar de conflictos, estamos aquí para valorar la contribución del Mediterráneo, para que vuelva a ser laboratorio de paz. Porque esta es la vocación, ser lugar donde los países y realidades distintas se encuentren con base en la humanidad que todos compartimos, no de las ideologías que enfrentan. Sí, el Mediterráneo expresa un pensamiento no uniforme e ideológico, sino poliédrico y adherente a la realidad; un pensamiento vital, abierto y conciliador: un pensamiento comunitario, esa es la palabra. ¡Cuánto lo necesitamos en la situación actual, donde nacionalismos anticuados y beligerantes quieren derrumbar el sueño de la comunidad de las naciones! Pero – recordémoslo –con las armas se hace la guerra, no la paz, y con la avidez de poder siempre se vuelve al pasado, no se construye el futuro.

¿Desde dónde entonces comenzar para darle raíces a la paz? En la orilla del Mar de Galilea Jesús comenzó a dar esperanza a los pobres, proclamándolos bienaventurados: escuchó sus necesidades, sanó sus heridas, les proclamó ante todo el buen anuncio del Reino. Desde allí es necesario volver a empezar, desde el clamor a menudo silencioso de los últimos, no de los primeros de la clase que, a pesar de estar bien, levantan la voz. Volvamos a empezar, Iglesia y comunidad civil, de escuchar a los pobres, que «se abrazan, no se cuentan» (P. Mazzolari, la palabra a los pobres, Bolonia 2016, 39), porque son rostros, no números. El cambio de paso de nuestras comunidades está en tratarlos como hermanos de quienes hay que conocer las historias, no como problemas fastidiosos, echándolos fuera, mandándolos a casa; está en acogerlos, no en esconderlos; en integrarlos, no en limpiarlos; en darles dignidad. Y Marsella, quiero repetirlo, es la capital de la integración de los pueblos. ¡Ese es un orgullo de ustedes! Hoy el mar de la convivencia humana está contaminado por la precariedad, que hiere incluso a la espléndida Marsella. Y donde hay precariedad hay criminalidad: donde hay pobreza material, educativa, laboral, cultural y religiosa, el terreno de las mafias y de los tráficos ilegales se aplana. El esfuerzo de solo las instituciones no basta, hace falta un salto de conciencia para decir “no” a la ilegalidad y “sí” a la solidaridad, que no es una gota en el mar, si no el elemento indispensable para purificar sus aguas.

En efecto, el verdadero mal social no es tanto el crecimiento de los problemas, sí no la disminución del cuidado. ¿Quién el día de hoy se hace cercano de los jóvenes abandonados a sí mismos, presas fáciles de la criminalidad y la prostitución? ¿Quién se hace cargo de ellos? ¿Quién está cerca de las personas esclavizadas por un trabajo que debería hacerles más libres? ¿Quién cuida de las familias empobrecidas, temerosas del futuro y de traer al mundo nuevas criaturas? ¿Quién escucha el gemido de los ancianos solos que, en lugar de ser valorados, son encerrados, con la perspectiva falsamente digna de una muerte dulce, en realidad más salada que las aguas del mar? ¿Quién piensa en los niños no nacidos, rechazados en nombre de un falso derecho al progreso, que es en cambio un retroceso en las necesidades del individuo? Hoy tenemos el drama de confundir a los niños con los perritos. Mi secretario me decía que, pasando por la Plaza de San Pedro, había visto a una mujer que llevaba niños en la carriola… pero no eran niños, ¡eran perritos! Esta confusión nos dice algo terrible. ¿Quién mira con compasión más allá de la propia orilla para escuchar los gritos de dolor que se elevan desde el norte de África y desde Medio Oriente? ¡Cuánta gente vive inmersa en la violencia y padece situaciones de injusticia y persecución! Y pienso en tantos cristianos, a menudo obligados a dejar sus tierras o a vivir en ellas sin ver reconocidos sus derechos, sin gozar de plena ciudadanía. Por favor, comprometámonos para que cuántos forman parte de la sociedad puedan convertirse en ciudadanos de pleno derecho. Y además está el grito de dolor que resuena más que todos, y que está convirtiendo al mare nostrum en mare mortuum, El Mediterráneo de cuna de la civilización a tumba de la dignidad. Es el grito sofocado de los hermanos y hermanas migrantes, a quien quisiera dedicar atención reflexionando sobre la segunda imagen que nos ofrece Marsella, la de su puerto.

2. El puerto de Marsella es desde hace siglos una puerta abierta de par en par hacia el mar, hacia Francia y hacia Europa. Desde aquí muchos parten para buscar trabajo y futuro en el extranjero, y desde aquí muchos han atravesado la puerta del continente con equipajes cargados de esperanza. Marsella tiene un gran puerto y es una gran puerta, que no puede ser cerrada. Varios puertos mediterráneos, en cambio, se han cerrado. Y dos palabras han resonado, alimentando los miedos de la gente: “invasión” y “emergencia”. Y se cierran los puertos. Pero quien arriesga la vida en el mar no invade, busca acogida, busca vida. En cuanto a la emergencia, el fenómeno migratorio no es tanto una urgencia momentánea, siempre buena para encender las propagandas alarmistas, sino un dato cierto de nuestros tiempos, un proceso que involucra en torno al Mediterráneo a tres continentes y que debe ser manejado con una sabia visión de largo plazo: con una responsabilidad europea capaz de afrontar las objetivas dificultades. Estoy mirando, aquí, en este mapa, los puertos privilegiados para los migrantes: Chipre, Grecia, Malta, Italia y España... Están frente al Mediterráneo y reciben a los migrantes. El mare nostrum clama justicia, con sus costas que por un lado exudan opulencia, consumismo y despilfarro, mientras que por el otro existen pobreza y precariedad. También aquí el Mediterráneo refleja al mundo, con el Sur que se dirige hacia el Norte, con tantos países en vías de desarrollo, en un mundo globalizado en el que todos estamos conectados pero las diferencias nunca han sido tan profundas. Sin embargo, esta situación no es una novedad de los últimos años, y no es este Papa venido de la otra parte del mundo el primero en advertirla con urgencia y preocupación. La Iglesia habla de ella con tonos sentidos desde hace más de cincuenta años.

Había concluido hace poco el Concilio Vaticano II y San Pablo VI, en la Encíclica Populorum progressio, escribió: «Los pueblos del hambre interpelan hoy de manera dramática a los pueblos de la opulencia. La iglesia traspasa ante este grito de angustia y llama a cada uno a responder con amor al propio hermano» (n. 3). El Papa Montini enumeró “tres deberes” de las naciones más desarrolladas, «con sus raíces en la fraternidad humana y sobrenatural»: «deber de solidaridad, es decir la ayuda que las naciones ricas deben prestar a los países en vías de desarrollo; deber de justicia social, es decir la recomposición en términos más correctos de las relaciones comerciales defectuosas entre pueblos fuertes y pueblos débiles; deber de caridad universal, es decir la promoción de un mundo más humano para todos, un mundo en el que todos tengan algo que dar y que recibir, sin que el progreso de unos constituya un obstáculo para el desarrollo de otros» (n. 44). A la luz del Evangelio y de estas consideraciones, Pablo VI, en 1967, subrayó el «deber de la acogida», sobre el cual, escribió «nunca insistiremos suficientemente» (n. 67). A esto, quince años antes, había animado Pío XII, escribiendo que «la Familia de Jesús en el exilio, Jesús, María y José emigrantes en Egipto […] son el modelo, el ejemplo y el sostén de todos los emigrantes y peregrinos de cualquier edad y cualquier país, de todos los refugiados de cualquier condición que, presionados por la persecución o la necesidad, se ven obligados a abandonar la patria, a sus queridos parientes, […] y a dirigirse a una tierra extranjera» (Const. Ap. Exsul Familia de spirituali emigrantium cura, 1° agosto 1952).

Es verdad, bajo los ojos de todos están las dificultades en la acogida. Los migrantes deben ser acogidos, protegidos o acompañados, promovidos e integrados. Solo si se llega hasta el final, el migrante termina en la órbita de la sociedad. Acogido, acompañado, promovido e integrado: ese es el estilo. Es verdad que no es fácil tener este estilo o integrar a personas no esperadas, pero el criterio principal no puede ser el mantenimiento del propio bienestar, más bien la salvaguardia de la dignidad humana. Aquellos que se refugien con nosotros no deben ser vistos como un peso que hay que cargar: si los consideramos hermanos, aparecerán para nosotros sobre todo como dones. Mañana se celebrará la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado. Dejémonos tocar por la historia de tantos hermanos y hermanas nuestros en dificultad, que tienen el derecho tanto de emigrar como de no emigrar, y no nos encerremos en la indiferencia. La historia nos interpela a un salto de conciencia para prevenir el naufragio de la civilización. El futuro, de hecho, no estará en la cerrazón, que es un regreso al pasado, una regresión en la marcha en el camino de la historia. Contra la terrible plaga de la explotación de seres humanos, la solución no es rechazar, sino asegurar, según las posibilidades de cada uno, un amplio número de ingresos legales y regulares, sustentables gracias a una acogida justa por parte del continente europeo, en el contexto de una colaboración con los países de origen. Decir “basta”, en cambio, es cerrar los ojos; intentar ahora de “salvarse a sí mismos” se transformará en tragedia mañana, cuando las futuras generaciones nos agradecerán sí hemos sabido crear las condiciones para una imprescindible integración, mientras que nos culparán si hemos favorecido solamente estériles asimilaciones. La integración, incluso de los migrantes, es complicada, pero con visión de largo plazo: prepara hacia el futuro que, nos guste o no, será juntos o no será; la asimilación, que no tiene en cuenta las diferencias y se queda rígida en sus propios paradigmas, así en cambio prevalecer la idea sobre la realidad y compromete el porvenir, aumentando las distancias y provocando la creación de guetos, que encienden las hostilidades y la intolerancia. Necesitamos fraternidad como necesitamos el pan. La propia palabra “hermano”, en su declinación indoeuropea, revela una raíz ligada a la alimentación y al sustento. Nos daremos sustento a nosotros mismos solo alimentando de esperanza a los más débiles, acogiéndolos como hermanos. «No olviden la hospitalidad» (Heb 13, 2), nos dice la Escritura. Y en el Antiguo Testamento se repite: la viuda, el huérfano y el extranjero. Los tres deberes de la caridad: asistir a la viuda, asistir al huérfano y asistir al extranjero, al migrante.

Con tal propósito, el puerto de Marsella es también una “puerta de fe”. Según la tradición, aquí desembarcaron los Santos Marta, María y Lázaro, que sembraron el Evangelio en estas tierras. La fe viene del mar, como evoca la sugestiva tradición marsellesa de la Candelaria con la procesión marítima. Lázaro, en el Evangelio, es el amigo de Jesús, pero es también el nombre del protagonista de una parábola suya muy actual, que Abre los ojos acerca de la desigualdad que corroe a la fraternidad y nos habla de la predilección del señor por los pobres. Y bien, nosotros los cristianos, que creemos en Dios hecho hombre, en el único e inimitable Hombre que a las orillas del Mediterráneo se ha llamado camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6), no podemos aceptar que los caminos del encuentro estén cerrados. ¡No cerremos los caminos del encuentro, por favor! ¡No podemos aceptar que la verdad del dios dinero prevalezca sobre la dignidad del hombre, que la vida se convierta en muerte! La Iglesia, confesando que Dios en Jesucristo «se ha unido en cierto modo a todo hombre» (Gaudium et spes, 22), cree, con San Juan Pablo II, que su camino es el hombre (cf. Carta Enc. Redemptor hominis, 14). Adora a Dios y sirve a los más frágiles, que son sus tesoros. Adorar a Dios y servir al prójimo, eso es lo que cuenta: ¡no la relevancia social o la consistencia numérica, sino la fidelidad al Señor y al hombre!

Este es el testimonio cristiano y muchas veces es incluso heroico; pienso por ejemplo en San Charles de Foucauld, “hermano universal”, en los mártires de Argelia, pero también en tantos constructores de la caridad de hoy. En este estilo de vida escandalosamente evangélico, la Iglesia encuentra el puerto seguro en el cual atracar y desde el cual volver a partir para tejer vínculos con la gente de todo pueblo, buscando donde sea las huellas del espíritu y ofreciendo lo que por gracia ha recibido. Esa es la realidad más pura de la Iglesia, esa es – escribió Bernanos – «la Iglesia de los santos», agregando que «todo este gran aparato de sabiduría, de fuerza, de disciplina elástica, de magnificencia y majestad, no es nada por sí mismo, si la caridad no lo anima» (Jeanne relapse et sainte, París 1994, 74). Me gusta exaltar esta perspicacia francesa, genio creyente y creativo, que afirmó tales verdades a través de una multitud de gestos y escritos. San Cesáreo de Arlés decía: «Si tienes la caridad, tienes a Dios; y si tienes a Dios, ¿qué te falta?» (Sermón 22, 2). Pascal reconocía que «el único objeto de la Escritura es la caridad» (Pensamientos, n. 301) y que «la verdad fuera de la caridad no es Dios, sino que es su imagen y un ídolo que no hay que amar, ni adorar» (Pensamientos, n. 767). Y San Juan Casiano, que aquí murió, escribió que «todo, incluso lo que se considera útil y necesario, vale menos que ese bien que es la paz y la caridad» (Conferencias espirituales XVI, 6).

Es hermoso entonces que los cristianos no estén en el segundo lugar con respecto a nadie en la caridad; y que el Evangelio de la caridad sea la magna charta de la pastoral. No estamos llamados a llorar por los tiempos pasados o a redefinir una relevancia eclesial, estamos llamados al testimonio: no a bordar el Evangelio con palabras, sino a darle carne; no a medir la visibilidad, sino a gastarnos en las gratuidad, creyendo que «la medida de Jesús es el amor sin medida» (Homilía, 23 de febrero 2020). San Pablo, el Apóstol de los gentiles que transcurrió buena parte de su vida en las rutas mediterráneas, de un puerto al otro, enseñaba que para cumplir la ley de Cristo es necesario cargar los unos con los pesos de los otros (cf. Gal 6, 2). Queridos hermanos Obispos, no carguemos de pesos a las personas, más bien aliviemos sus fatigas en nombre del Evangelio de la misericordia, para distribuir con alegría el alivio de Jesús a una humanidad cansada y herida. Que la Iglesia no sea un conjunto de prescripciones, que la Iglesia sea puerto de esperanza para los desconfiados. ¡Ensanchen el corazón, por favor! Que la Iglesia sea puerto de descanso, donde las personas se sientan animadas a tomar la barca en la vida con la fuerza incomparable de la alegría de Cristo. Que la Iglesia no sea aduana. Recordemos al Señor: todos, todos, todos están invitados.

3. Y llego brevemente así a la última imagen, la del faro. Este ilumina el mar y hace ver el puerto. ¿Qué estelas luminosas pueden orientar la ruta de las Iglesias en el Mediterráneo? Pensando en el mar, que une a tantas comunidades creyentes distintas, creo que se puede reflexionar sobre caminos de más sinergia, quizá valorando también la oportunidad de una Conferencia eclesial del Mediterráneo, como dijo el Cardenal [Aveline] que permita mayores posibilidades de intercambio y dé mayor representatividad eclesial a la región. También pensando en el puerto y en el tema migratorio, podría ser fructífero trabajar para una pastoral específica aún más vinculada, de manera que las diócesis más expuestas puedan asegurar una mejor asistencia espiritual y humana a las hermanas y hermanos que llegan necesitados.

El faro, en este prestigioso palacio que lleva su nombre, me hace finalmente pensar sobre todo en los jóvenes: son ellos la luz que indica la ruta futura. Marsella es una gran ciudad universitaria, sede de cuatro campus; de los cerca de 35,000 estudiantes que ahí asisten, 5,000 son extranjeros. ¿A partir de dónde comenzar a tejer las relaciones entre las culturas, sino desde las universidades? Ahí los jóvenes no están enfermos por las seducciones del poder, sino por el sueño de construir el porvenir. Que las universidades mediterráneas sean laboratorios de sueños y sitios de construcción del futuro, donde los jóvenes maduren encontrándose, conociéndose y descubriendo culturas y contextos cercanos y distintos al mismo tiempo. Así se derrumban los prejuicios, se sanan las heridas y se conjuran retóricas fundamentalistas. ¡Tengan cuidado con la predicación de tantos fundamentalismos que hoy están de moda! Jóvenes bien formados y orientados para fraternizar podrán abrir puertas inesperadas de diálogo. Si queremos que se dediquen al Evangelio y al alto servicio de la política, es necesario primero que todo que nosotros seamos creíbles: olvidados de nosotros mismos, libres de la auto referencialidad, dedicados a gastarnos sin descanso por los demás. Pero el desafío prioritario de la educación se refiere a toda edad formativa: ya desde niños, “mezclándose” con los demás, se pueden superar tantas barreras y preconceptos, desarrollando la propia identidad en el contexto de un enriquecimiento mutuo. A ello puede contribuir muy bien la Iglesia, poniendo al servicio sus redes formativas y animando una “creatividad de la fraternidad”.

Hermanos y hermanas, el desafío es también el de una teología mediterránea – la teología debe tener raíces en la vida; una teología de laboratorio no funciona –, que desarrolla un pensamiento unido con el real, “casa” de lo humano y no solo del dato técnico, capaz de unir a las generaciones uniendo memoria y futuro, y de promover con originalidad el camino ecuménico entre los cristianos y el diálogo entre creyentes de religiones distintas. Es hermoso aventurarse en una búsqueda filosófica y teológica que, tomando de las fuentes culturales mediterráneas, restituya la esperanza al hombre, misterio de libertad necesitado de Dios y del otro para dar sentido a su propia existencia. Y es necesario también reflexionar sobre el misterio de Dios, que nadie puede pretender poseer o dominar, y qué más bien debe sustraerse de toda utilización violenta e instrumental, consciente de que la confesión de su grandeza presupone en nosotros la humildad de quien busca.

Queridos hermanos y hermanas, ¡estoy contento de estar aquí en Marsella! Una vez el señor presidente me invitó a visitar Francia y me dijo así: “¡Pero es importante que venga a Marsella!”. Y lo he hecho. Les agradezco por su paciente escucha y por su compromiso. ¡Sigan adelante, con valor! Sean mar de bien, para hacer frente a la pobreza de hoy con una sinergia solidaria; sean puerto acogedor, para abrazar a quien busca un futuro mejor; sean faro de paz, para iluminar, a través de la cultura del encuentro, los abismos tenebrosos de la violencia y la guerra. ¡Muchas gracias!

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