LAS CUATRO CERCANÍAS DEL SACERDOCIO: PALABRAS DEL PAPA EN SIMPOSIO SOBRE EL SACERDOCIO (17/02/2022)

En la mañana de este 17 de febrero en el Aula Pablo VI del Vaticano comenzaron los trabajos del Simposio “Hacia una teología fundamental del sacerdocio”, organizado por la Congregación para los Obispos y el Centro de Investigación y Antropología de las Vocaciones, que se extenderá hasta el sábado 19. El Papa Francisco brindó un extenso e inspirador discurso inaugural ante un auditorio en el que se encontraban Cardenales, sacerdotes, laicos y religiosos, además del público que se conectó a la transmisión en vivo. Cercanía con Dios, cercanía con los Obispos, cercanía entre sacerdotes y cercanía al pueblo son los cuatro puntos centrales del mensaje del Papa, que compartimos a continuación, traducido del italiano:

Queridos hermanos, buenos días:

Agradezco la oportunidad de compartir con ustedes esta reflexión, que nace de lo que el Señor me ha hecho durante estos más de 50 años de sacerdocio. No quiero excluir de este recuerdo agradecido a aquellos sacerdotes que, con su vida y testimonio, desde mi niñez me mostraron lo que da forma al rostro del Buen Pastor. He meditado sobre qué compartir de la vida del sacerdote hoy y llegué a la conclusión de que la mejor palabra nace del testimonio que recibí de tantos sacerdotes en elcurso de los años. Lo que ofrezco es fruto del ejercicio de reflexionar sobre ellos, reconociendo y contemplando cuáles eran las características que los distinguían y les daban una fuerza, una alegría y esperanza singulares en su misión pastoral.

A su vez, debo decir otro tanto de aquellos hermanos sacerdotes que tuve que acompañar porque habían perdido el fuego del primer amor y su ministerio se había vuelto estéril, repetitivo y sin sentido. El sacerdote en su vida atraviesa condiciones y momentos distintos; personalmente, he pasado a través de distintos estados y momentos, y “rumiando” las mociones del Espíritu constaté que en algunas situaciones, incluidos los momentos de prueba, dificultad y desolación, cuando vivía y compartía la vida de determinada manera, permanecía la paz. Soy consciente de que se podría hablar y teorizar mucho sobre el sacerdocio; hoy deseo compartir con ustedes esta “pequeña cosecha” para que el sacerdote de hoy, sea cual sea el momento que esté viviendo, pueda vivir la paz y la fecundidad que el Espíritu quiere regalar. No sé si estas reflexiones son el “canto del cisne” de mi vida sacerdotal, pero ciertamente puedo asegurar que vienen de mi experiencia. Nada de teorías aquí, hablo de lo que he vivido.

El tiempo que vivimos es un tiempo que nos pide no solo interceptar el cambio, sino acogerlo con la consciencia de que nos encontramos ante un cambio de época – esto lo he repetido muchas veces. Si teníamos dudas sobre esto, el COVID lo hizo más que evidente: de hecho, su irrupción es mucho más que una cuestión sanitaria, mucho más que un resfriado.

El cambio siempre nos presenta diferentes modos de afrontarlo. El problema es que muchas acciones y muchas actitudes pueden ser útiles y buenas, pero no todas tienen sabor a Evangelio. Aquí está el núcleo, el cambio y la acción que tienen y que no tienen sabor a Evangelio, es discernir esto. Por ejemplo, buscar formas codificadas, muy a menudo ancladas en el pasado y que nos “garantizan” una especie de protección contra los riesgos, refugiándonos en un mundo o en una sociedad que ya no existe (si es que alguna vez existió), como si ese determinado orden fuera capaz de poner fin a los conflictos que la historia nos presenta. Es la crisis de volver hacia atrás para refugiarse.

Otra actitud puede ser la de un optimismo exacerbado – “todo saldrá bien” –; ir demasiado hacia adelante sin discernimiento y sin las decisiones necesarias. Este optimismo terminará por ignorar a los heridos de esta transformación, no logra aceptar las tensiones, las complejidades y ambigüedades propias del tiempo presente y “consagra” la última novedad como lo que es verdaderamente real, despreciando así la sabiduría de los años. (Son dos tipos de fuga; son las actitudes del mercenario que ve venir al lobo y huye: huye hacia el pasado o huye hacia el futuro). Ninguna de estas actitudes lleva a soluciones maduras. Lo concreto del hoy, allí debemos deternos, lo concreto del hoy.

En cambio, me gusta la actitud que nace de hacerse cargo con confianza de la realidad, anclada en la sabia Tradición viva y viviente de la Iglesia, que puede permitirse remar mar adentro sin miedo. Siento que Jesús, en este momento histórico, nos invita una vez más a “remar mar adentro” (cf. Lc 5, 4) con la confianza de que Él es el Señor de la historia y que, guiados por Él, podremos discernir el horizonte que debemos recorrer. Nuestra salvación no es una salvación aséptica, de laboratorio, no, o de espiritualismos desencarnados – existe siempre la tentación del gnosticismo, que es moderna, es actual –; discernir la voluntad de Dios significa aprender a interpretar la realidad con los ojos del Señor, sin necesidad de evadirnos de lo que acontece a nuestra gente ahí donde vive y sin la ansiedad que induce a buscar una salida rápida y tranquilizadora guiada por la ideología en turno o por una respuesta prefabricada, ambas incapaces de hacerse cargo de los momentos más difíciles e incluso oscuros de nuestra historia. Estos dos caminos nos llevarían a negar «nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida consumida en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 96).

En tal contexto, la vida sacerdotal resiente este desafío; un síntoma de ello es la crisis vocacional que en distintos lugares aflige a nuestras comunidades. También es verdad, sin embargo, que esto a menudo se ha debido a la ausencia en las comunidades de un fervor apostólico contagioso, por lo que entusiasman y no suscitan atracción: las comunidades funcionales, por ejemplo, bien organizadas pero sin entusiasmo, con todo en su lugar pero falta el fuego del Espíritu. Donde hay vida, fervor, deseo de llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas. Incluso en parroquias donde los sacerdotes no están muy comprometidos ni son alegres, es la vida fraterna y fervorosa de la comunidad la que suscita el deseo de consagrarse completamente a Dios y a la evangelización, sobre todo si esta comunidad viva ora insistentemente por las vocaciones y tiene el valor de proponer a sus jóvenes un camino de especial consagración. Cuando caemos en el funcionalismo, en la organización pastoral – todo y solamente eso – esto no atrae para nada, en cambio cuando existe el sacerdote o la comunidad que tiene este fervor cristiano, bautismal, allí hay atracción de nuevas vocaciones.

La vida de un sacerdote es ante todo la historia de salvación de un bautizado. El Card. Ouellet ha mencionado esta distinción entre sacerdocio ministerial y sacerdocio bautismal, nosotros muchas veces olvidamos el Bautismo, y el sacerdote se convierte en una función, el funcionalismo y esto es peligroso. Nunca debemos olvidar que cada vocación específica, incluida la del Orden, es cumplimiento del Bautismo. Es siempre una gran tentación vivir un sacerdocio sin Bautismo – y los hay, sacerdotes “sin Bautismo” – es decir, sin la memoria de que nuestra primera llamada es a la santidad. Ser santos significa conformarse a Jesús y dejar que nuestra vida palpite con sus mismos sentimientos (cf. Flp 2, 15). Solo cuando se busca amar como Jesús amó, también nosotros hacemos visible a Dios y entonces realizamos nuestra vocación a la santidad. Con cuánta razón San Juan Pablo II nos recordaba que «el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser evangelizado» (Exhort. ap. post sinodal, Pastores dabo vobis, 25 marzo 1992, 26). Ve a decirle a algún Obispo o un sacerdote que debe ser evangelizado… no entienden. Y esto sucede, es el drama de hoy.

Cada vocación específica se debe someter a este tipo de discernimiento. Nuestra vocación es en primer lugar una respuesta a Aquel que nos amó primero (cf. 1 Jn 4, 19). Y esta es la fuente de la esperanza ya que, incluso en medio de la crisis, el Señor no deja de amar y, por ello, de llamar. Y de esto cada uno de nosotros es testigo: un día el Señor nos encontró allí donde estábamos y como estábamos, en ambientes contradictorios o con situaciones familiares complejas. A mí me gusta releer Ezequiel 16 y a veces identificarme: me encontró aquí, me encontró así, y me sacó adelante… Pero eso no lo distrajo de la voluntad de escribir, por medio de cada uno de nosotros, la historia de la salvación. Desde el comienzo fue así – pensemos en Pedro y en Pablo, Mateo…, por nombrar algunos –. El haberlos elegido no deriva de una opción ideal sino de un compromiso concreto con cada uno de ellos. Cada uno, mirando su propia humanidad, su propia historia, su propio carácter, no se debe preguntar si una opción vocacional es conveniente o no, sino si en conciencia esa vocación libera en él ese potencial de Amor que hemos recibido en el día de nuestro Bautismo.

Durante estos períodos de cambio son muchas las preguntas que se deben afrontar y también las tentaciones que vendrán. Por eso, en mi intervención, quisiera detenerme simplemente en lo que me parece decisivo para la vida de una sacerdote hoy, teniendo en mente lo que dice Pablo: «En Él – es decir en Cristo – todo la construccióncrece bien ordenada para ser templo santo en el Señor» (Ef 2, 21). Crecer bien ordenada quiere decir crecer en armonía, y crecer en armonía solamente lo puede hacer el Espíritu Santo, como la definición que daba San Basilio, tan hermosa: “Ipse harmonia est”, número 38 del Tratado [“Sullo Spirito Santo”]. He pensado entonces que cada construcción, para mantenerse en pie, necesita cimientos sólidos; por eso quiero compartir las actitudes que dan solidez a la persona del sacerdote, quiero compartir – lo han escuchado ya, pero lo repito una vez más – las cuatro columnas constitutivas de nuestra vida sacerdotal  y que llamaremos las “cuatro cercanías”, porque siguen el estilo de Dios, que fundamentalmente es un estilo de cercanía (cf. Dt 4,7). Él mismo se define así ante el pueblo: “Dime, ¿qué pueblo tiene a sus dioses tan cerca como tú me tienes a mí?”. El estilo de Dios es cercanía, es una cercanía especial, compasiva y tierna. Las tres palabras que definen la vida de un sacerdote, y de un cristiano también, porque se toman precisamente del estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura.

Ya en el pasado he hecho referencia de esto; pero hoy quisiera detenerme de forma más extensa, ya que el sacerdote, más que recetas o teorías, necesita instrumentos concretos con las cuales afrontar su ministerio, su misión y su cotidianeidad. San Pablo exhortaba a Timoteo a mantener vivo el don de Dios que había recibido por la imposición de sus manos, que no es un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de sobriedad (cf. 2 Tm 1,6-7). Creo que estas cuatro columnas, estas cuatro “cercanías” de las que hablaré ahora pueden ayudar de manera práctica, concreta y esperanzadora a reavivar el don y la fecundidad que un día se nos prometieron, a mantener vivo aquel don.

Cercanía a Dios

Es decir, cercanía al Señor de las cercanías. «Yo soy la vid, ustedes los sarmientos – esto es cuando Juan en el Evangelio habla de “permanecer” –. El que permanece en mí y yo en él, da mucho fruto, porque sin mí no pueden hacer nada. El que no permanece en mí será echado fuera como el sarmiento y se seca, y luego lo recogen y lo arrojan al fuego y lo queman. Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y se les dará» (Jn 15, 5-7).

Un sacerdote es invitado ante todo a cultivar esta cercanía, la intimidad con Dios, y de esta relación podrá obtener todas las fuerzas necesarias para su ministerio. La relación con Dios es, por decirlo así, el injerto que nos mantiene dentro de un vínculo de fecundidad. Sin una relación significativa con el Señor nuestro ministerio está destinado a volverse estéril. La cercanía con Jesús, el contacto con su Palabra, nos permite confrontar nuestra vida con la suya y aprender a no escandalizarnos de nada de lo que nos suceda, a defendernos de los “escándalos”. Como le ocurrió al Maestro, pasarán por momentos de alegría y de fiestas nupciales, de milagros y de curaciones, de multiplicación de panes y de descanso. Existirán momentos en que se podrá ser alabado, pero vendrán también horas de ingratitud, de rechazo, de duda y de soledad, hasta tener que decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46).

La cercanía con Jesús nos invita a no temer alguna de estas horas – no porque seamos fuertes, sino porque lo miramos a Él, nos aferramos a él y le decimos: «¡Señor, no me dejes caer en la tentación! Hazme comprender que estoy viviendo un momento importante en mi vida y que tú estás conmigo para probar mi fe y mi amor» (C. M. Martini, Encuentro con el Señor Resucitado, San Pablo, 102). Esta cercanía con Dios a veces asume la forma de una lucha: luchar con el Señor sobre todo en los momentos en que su ausencia se hace más notoria en la vida del sacerdote o en la vida de las personas a él confiadas. Luchar toda la noche y buscar su bendición (cf. Gen 32, 25-27), que será fuente de vida para muchos. A veces es una lucha. Me decía un sacerdote que trabaja aquí en la Curia – que tiene un trabajo difícil, de poner orden en un sitio, joven – me decía que volvía cansado, volvía cansado, pero descansaba antes de ir a dormir frente a la Virgen con el Rosario en la mano. Tenía necesidad de esa cercanía, un curial, un empleado del Vaticano. Se critica mucho a la gente de la curia, a veces es cierto, pero también puedo decir y dar testimonio de que aquí dentro hay santos, es verdad esto.

Muchas crisis sacerdotales tienen origen precisamente en una escasa vida de oración, en una falta de intimidad con el Señor, en una reducción de la vida espiritual a mera práctica religiosa. Esto quiero distinguirlo también en la formación: una cosa es la vida espiritual y otra la práctica religiosa. “¿Cómo va tu vida espiritual?” – “Bien, bien, hago la meditación por la mañana, rezo el Rosario, rezo la ‘suegra’ – la suegra es el breviario –, rezo el breviario y todo esto… Hago todo”. No, eso es práctica religiosa, pero ¿cómo va tu vida espiritual? Recuerdo momentos importantes de mi vida en los que esta cercanía con el Señor fue decisiva para sostenerme, sostenerme en momentos obscuros. Sin la intimidad de la oración, de la vida espiritual, de la cercanía concreta con Dios a través de la escucha de la Palabra, de la celebración eucarística, del silencio de la Adoración, de encomendarme a la Virgen, del acompañamiento sabio de un guía, del sacramento de la Reconciliación, sin estas “cercanías” concretas, un sacerdote es, por así decirlo, solo un obrero cansado que no goza de los beneficios de los amigos del Señor. A mí me gustaba, en la otra Diócesis, preguntar a los sacerdotes: “Y dime – me contaban sobre sus trabajos – dime, ¿cómo te vas a dormir?”. Y no entendían. “Sí, sí, en la noche, ¿cómo te vas a dormir?” – “Llego cansado, como algo y voy a la cama, y delante de la cama está la televisión…” – “Ah, muy bien. Y ¿no pasas con el Señor, para al menos darle las buenas noches?”. Este es el problema. Falta de cercanía. Era normal el cansancio del trabajo e ir a descansar y ver televisión, que es lícito, pero sin el Señor, sin esta cercanía. Había rezado el Rosario, había rezado el breviario, pero sin la intimidad del Señor. No sentía la necesidad de decir al Señor “Buenas noches, hasta mañana, muchas gracias”. Son pequeños gestos que revelan la actitud de un alma sacerdotal.

Muy a menudo, por ejemplo, en la vida sacerdotal se practica la oración sólo como un deber, olvidando que la amistad y el amor no pueden imponerse como una regla externa, sino como una elección fundamental de nuestro corazón. Un sacerdote que ora sigue siendo, en la raíz, un cristiano que ha comprendido en profundidad el don que ha recibido en el Bautismo. Un sacerdote que ora es un hijo que hace memoria continuamente de que es hijo y que tiene un Padre que lo ama. Un sacerdote que ora es un hijo que se hace cercano al Señor.

Pero todo esto es difícil si no se está acostumbrado a tener espacios de silencio en el día. Si no se sabe sustituir el verbo “hacer” de Marta para aprender el “estar” de María. Es difícil aceptar dejar el activismo – muchas veces el activismo puede ser una fuga –, porque cuando se deja de estar ocupado, no llega inmediatamente al corazón la paz, sino la desolación; y para no entrar en desolación, se está dispuesto a no detenerse nunca. Es una distracción el trabajo, para no entrar en desolación. Pero la desolación es un poco el punto de encuentro con Dios. Es precisamente aceptando la desolación que viene del silencio, del ayuno de actividades y de palabras, del valor de examinarnos con sinceridad, precisamente allí, que todo adquiere una luz y una paz que no se apoyan más en nuestras fuerzas y capacidades. Se trata de aprender a dejar que el Señor siga realizando su obra en cada uno y pode todo aquello que es infecundo, estéril y que distorsiona la llamada. Perseverar en la oración no solo significa permanecer fieles a una práctica: significa no escapar cuando precisamente la oración nos conduce al desierto. El camino del desierto es el camino que conduce a la intimidad con Dios, siempre que no huyamos, que no encontremos maneras para evadir este encuentro. En el desierto “le hablaré a su corazón”, dice el Señor a su pueblo por boca del profeta Oseas (cf. 2, 16). Esto es algo que el sacerdote debe preguntarse: si es capaz de dejarse llevar al desierto. Los guías espirituales, los que acompañan a los sacerdotes, deben entender, ayudarles a hacer esta pregunta: ¿eres capaz de dejarte conducir al desierto? ¿O vas inmediatamente al oasis de la televisión o de cualquier otra cosa?

La cercanía con Dios permite al sacerdote tomar contacto con el dolor que hay en nuestro corazón y que, si se acepta, nos desarma hasta el punto de hacer posible un encuentro. La oración que, como fuego anima la vida sacerdotal es el grito de un corazón quebrantado y humillado, que – nos dice la Palabra – el Señor no desprecia (cf. Sal 50, 19). «Gritan y el Señor los escucha, / los libra de todas sus angustias. / El Señor está cerca de quien tiene el corazón partido, / el salva a los espiritus abatidos» (Sal 34, 18-19).

Un sacerdote debe tener un corazón suficientemente “ensanchado” para hacer espacio al dolor del pueblo que le ha sido confiado y, al mismo tiempo, como centinela anunciar la aurora de la Gracia de Dios que se manifiesta precisamente en ese mismo dolor. Abrazar, aceptar y presentar la propia miseria en la cercanía al Señor será la mejor escuela para poder, poco a poco, hacer espacio a toda la miseria y el dolor que encontrará cotidianamente en su ministerio, hasta el punto de convertirse él mismo como el corazón de Cristo. Y esto preparará al sacerdote también para otra cercanía: con el Pueblo de Dios. En la cercanía con Dios el sacerdote fortalece la cercanía con su Pueblo; y viceversa, en la cercanía con su pueblo vive también la cercanía con su Señor. Y esta cercanía con Dios – a mi me llama la atención – es la primera tarea de los Obispos, porque cuando los apóstoles “inventan” a los diáconos, después Pedro explica la función y dice así: “Y a nosotros – a los Obispos – la oración y el anuncio de la Palabra” (cf Hch 6, 4). Es decir la primera tarea del Obispo es orar; y esto lo debe aprender también el sacerdote: orar.

«Él debe crecer; yo, en cambio, disminuir» (Jn 3, 30), decía Juan Bautista. La intimidad con Dios hace posible todo esto, porque en la oración se experimenta ser grandes a sus ojos, y entonces ya no es un problema para los sacerdotes cercanos al Señor hacerse pequeños a los ojos del mundo. Y ahí, en esa cercanía, ya no da miedo conformarse con Jesús crucificado, como se nos pide en el rito de la ordenación sacerdotal. Que es muy hermoso pero lo olvidamos a menudo.

Pasemos a la segunda cercanía, que será más breve que la primera.

Cercanía con el Obispo

Esta segunda cercanía durante mucho tiempo solo se leía en forma unilateral. Como Iglesia con demasiada frecuencia, e incluso hoy, hemos dado a la obediencia una interpretación lejana al sentir del Evangelio. La obediencia no es un atributo disciplinario sino la característica más fuerte de los vínculos que nos unen en comunión. Obedecer, en este caso al Obispo, significa aprender a escuchar y recordar que nadie puede pretender ser el poseedor de la voluntad de Dios, y que ésta solo puede entenderse a través del discernimiento. La obediencia, por tanto, es escuchar la voluntad de Dios, que se discierne precisamente en un vínculo. Tal actitud de escucha permite madurar la idea de que cada nadie es el principio y fundamento de la vida, sino que cada uno debe necesariamente confrontarse con los demás. Esta lógica de las cercanías – en este caso con el Obispo, pero vale también para las demás – permite romper toda tentación de cerrazón, de autojustificación y de llevar una vida “de soltero” o “de solterón”. Cuando los sacerdotes se encierran, se encierran…, terminan “solterones” con todas las manías de los “solterones”, y eso no es bonito. Esta cercanía invita, por el contrario, a apelar a otras instancias para encontrar el camino que conduce a la verdad y a la vida.

El Obispo no es un supervisor de escuela, no es un vigilante, es un padre y debería dar esta cercanía. El Obispo debe buscar comportarse así porque de lo contrario aleja a los sacerdotes, o acerca solamente a los ambiciosos. El Obispo, sea quien sea, permanece para cada presbítero y para cada Iglesia particular como un vínculo que ayuda a discernir la voluntad de Dios. Pero no debemos olvidar que el Obispo mismo puede ser instrumento de este discernimiento solo si también él se pone a la escucha de la realidad de sus presbíteros y del pueblo santo de Dios que le ha sido confiado. Escribía en la Evangelii gaudium: «Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a identificar el gesto y la palabra oportuna que nos mueve de la tranquila condición de espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y capaz de compadecerse se pueden encontrar los caminos para un crecimiento, se puede despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida» (n. 171).

No es casualidad que el mal, para destruir la fecundidad de la acción de la Iglesia, busca minar los vínculos que nos constituyen. Defender los vínculos del sacerdote con la Iglesia particular, con el instituto al que pertenece y con el Obispo hace que la vida sacerdotal sea confiable. Defender los vínculos. La obediencia es la opción fundamental de acoger a quien es puesto ante nosotros como signo concreto de ese sacramento universal de salvación que es la Iglesia. Obediencia que puede ser también confrontación, escucha y, en algunos casos, tensión, pero no se rompe. Esto pide necesariamente que los sacerdotes oren por los Obispos y sepan expresar su parecer con respeto, valentía y sinceridad. Requiere igualmente de los Obispos, humildad, capacidad de escucha, de autocrítica y de dejarse ayudar. Si defendemos este vínculo, avanzaremos seguros en nuestro camino.

Y creo que esto, en lo que se refiere a la cercanía con los Obispos, es suficiente.

Cercanía entre los sacerdotes

Es la tercera cercanía. Cercanía con Dios, cercanía con los Obispos, cercanía con los presbíteros. Es precisamente a partir de la comunión con el Obispo que se abre la tercera cercanía, que es la de la fraternidad. Jesús se manifiesta allí donde hay hermanos dispuestos a amarse: «Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). También la fraternidad como la obediencia no puede ser una imposición moral externa a nosotros. Fraternidad es escoger deliberadamente el buscar ser santos con los demás y no en soledad, santos con los demás. Un proverbio africano, que conocen bien, dice: “Si quieres ir rápido, ve solo; si quieres ir lejos, ve con los demás”. A veces parece que la Iglesia es lenta – y es verdad –, pero me gusta pensar que es la lentitud de quien ha decidido caminar en fraternidad. Incluso acompañando a los últimos, siempre en fraternidad.

Las características de la fraternidad son las del amor. San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios (cap. 13), nos ha dejado un “mapa” claro del amor y, en cierto sentido, nos ha indicado a qué debería tender la fraternidad. Ante todo, a aprender la paciencia, que es la capacidad de sentirnos responsables de los demás, de cargar sus pesos, de padecer en cierto modo con ellos. Lo contrario a la paciencia es la indiferencia, la distancia que construimos con los demás para no sentirnos involucrados en su vida. En muchos presbíteros, se consuma el drama de la soledad, de sentirse solos. No se sienten dignos de paciencia, de consideración. Más aún, parece que del otro viene el juicio, no el bien, no la benignidad. El otro es incapaz de alegrarse del bien que nos ocurre en la vida, y yo tampoco soy capaz cuando veo el bien en la vida de los demás. Esta incapacidad de alegrarse del bien ajeno, de los demás, es la envidia – quiero subrayar esto –, que tanto atormenta nuestros ambientes y que es una fatiga en la pedagogía del amor, no simplemente un pecado que se debe confesar. El pecado es lo último, la actitud que es envidiosa. La envidia está muy presente en las comunidades sacerdotales. Y la Palabra de Dios nos dice que es la actitud destructora: por envidia del diablo, entró el pecado al mundo (cf. Sab 2, 24). Es la puerta, la puerta para la destrucción. Y sobre esto debemos hablar claro, en nuestros presbiterios existe la envidia. No todos son envidiosos, no, pero existe la tentación de la envidia al alcance de la mano. Tengamos cuidado. Y de la envidia vienen las habladurías.

Para sentirnos parte de la comunidad, del “ser de los nuestros”, no hace falta ponerse máscaras que muestran sólo una imagen triunfante de nosotros. No necesitamos envanecernos, ni mucho menos de hincharnos o, peor aún, asumir actitudes violentas, faltando el respeto a quien está junto a nosotros. También existen formas clericales de bullying. Porque un sacerdote, si de algo tiene que presumir, es de la misericordia del Señor; conoce su pecado, su miseria y sus límites, pero ha experimentado que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (cf. Rom 5, 20); y esa es su primera buena noticia. Un sacerdote que tiene presente esto no es envidioso, no puede ser envidioso.

El amor fraterno no busca el propio interés, no deja espacio a la ira, al resentimiento, como si el hermano que está a mi lado me hubiera defraudado de alguna manera. Y cuando encuentro la miseria del otro, estoy dispuesto a olvidar para siempre el mal recibido, a no convertirlo en el único criterio de juicio, hasta el punto de quizás gozar de la injusticia cuando se refiere precisamente a quien me ha hecho sufrir. El amor verdadero se complace en la verdad y considera un pecado grave atentar contra la verdad y la dignidad de los hermanos con calumnias, maledicencias, habladurías. El origen es la envidia. Se llega a esto, también a las calumnias, para llegar a un puesto... Y esto es muy triste. Cuando desde aquí se solicitan informaciones para hacer Obispo a alguno, muchas veces, recibimos informaciones enfermas de envidia. Y esta es una enfermedad de nuestros presbiterios. Muchos de ustedes son formadores en los seminarios, tengan en cuenta esto.

Sin embargo, en este sentido no se puede permitir que se crea que el amor fraterno es una utopía, mucho menos un “lugar común” para suscitar bellos sentimientos o palabras de circunstancia o un discurso tranquilizante. No. Todos sabemos lo difícil que puede ser vivir en comunidad o en el presbiterio – algún santo decía: la vida comunitaria es mi penitencia –, que difícil es compartir lo cotidiano con aquellos que hemos querido reconocer como hermanos. El amor fraterno, si no queremos endulcorarlo, acomodarlo, disminuirlo, es “la gran profecía” que en esta sociedad del descarte estamos llamados a vivir. Me gusta pensar al amor fraterno como un gimnasio del espíritu, donde día a día nos confrontamos con nosotros mismos y tenemos el termómetro de nuestra vida espiritual. Hoy la profecía de la fraternidad sigue viva y necesita anunciadores; necesita personas que, conscientes de sus límites y de las dificultades que se presentan, se dejen tocar, interpelar y mover por las palabras del Señor: «Por esto todos sabrán que son mis discípulos: si tienen amor unos por otros» (Jn 13, 35).

El amor fraterno, para los presbíteros, no queda encerrado en un pequeño grupo, sino que se declina como caridad pastoral (cf. Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 23), que impulsa a vivirlo concretamente en la misión. Podemos decir que amamos si aprendemos a declinarlo en la manera que la describe San Pablo. Y solo quien busca amar está a salvo. Quien vive con el síndrome de Caín, en la convicción de que no puede amar porque siente siempre no haber sido amado, valorado, tenido en la justa consideración, al final vive siempre como un vagabundo, sin sentirse nunca a casa, y precisamente por eso está más expuesto al mal: a hacerse daño y hacer el mal. Por eso el amor entre los presbíteros tiene una función de custodiar, de custodiarse mutuamente.

Me atrevo a decir que ahí donde funciona la fraternidad sacerdotal, la cercanía entre los sacerdotes, hay lazos de auténtica amistad, ahí es también posible vivir con más serenidad incluso la elección del celibato. El celibato es un don que la Iglesia latina custodia, pero es un don que para ser vivido como santificación requiere relaciones sanas, relaciones de auténtica estima y verdadero bien que encuentran su raíz en Cristo. Sin amigos y sin oración el celibato puede convertirse en un peso insoportable y en un anti testimonio de la belleza misma del sacerdocio.

Ahora llegamos a la cuarta cercanía, la última, la cercanía al Pueblo de Dios, al Santo Pueblo fiel de Dios. Nos hará bien releer la Lumen gentium, número 8 y número 12.

Cercanía al pueblo

Muchas veces he subrayado cómo la relación con el Pueblo Santo de Dios es para cada uno de nosotros no un deber sino una gracia. «El amor a la gente es una fuerza espiritual que favorece el encuentro en plenitud con Dios» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 272). Es por eso que el lugar de todo sacerdote está en medio de la gente, en una relación de cercanía con el pueblo.

He subrayado en la Evangelii gaudium que «para ser evangelizadores también es necesario desarrollar el gusto espiritual de permanecer cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso se convierte en fuente de una alegría superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos da dignidad y nos sostiene, pero en ese mismo momento, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de afecto y de ardor hacia todo su pueblo fiel. Así redescubrimos que Él quiere servirse de nosotros para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado. Jesús quiere servirse de los sacerdotes para llegar cada vez más cerca del Santo Pueblo fiel de Dios. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de manera que nuestra identidad no se comprende sin esta pertenencia» (n. 268). La identidad sacerdotal no se puede entender sin la pertenencia al Santo Pueblo fiel de Dios.

Estoy convencido que, para comprender de nuevo la identidad del sacerdocio, hoy es importante vivir en estrecha relación con la vida real de la gente, junto a ella, sin ninguna vía de escape. «A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos refugios personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo del drama humano, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los demás y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo» (ibíd, 270). El pueblo no es una categoría lógica, no, es una categoría mítica; para entenderlo es debemos acercarnos como nos acercamos a una categoría mítica.

Cercanía al Pueblo de Dios. Una cercanía que, enriquecida con las “otras cercanías”, las otras tres, invita – y en cierta medida lo exige – hacer avanzar el estilo del Señor, que es estilo de cercanía, de compasión y de ternura, porque es capaz de caminar no como un juez sino como el Buen Samaritano, que reconoce las heridas de su pueblo, el sufrimiento vivido en silencio, la abnegación y sacrificios de tantos padres y madres por sacar adelante a sus familias, y también las consecuencias de la violencia, de la corrupción y de la indiferencia, que a su paso intenta silenciar toda esperanza. Cercanía que permite ungir las heridas y proclamar un año de gracia del Señor (cf. Is 61, 2). Es decisivo recordar que el Pueblo de Dios espera encontrar pastores al estilo de Jesús, y no “clérigos de estado” – recordemos aquella época en Francia: estaba el cura de Ars, el cura, pero también estaba el “Señor Cura”, clérigos de estado –. También hoy, el Pueblo de Dios nos pide pastores del Pueblo y no clérigos de estado o “profesionales de lo sagrado”; pastores que sepan de compasión, de oportunidad; hombres valientes, capaces de detenerse ante quien está herido y tender la mano; hombres contemplativos que, en la cercanía con su pueblo, puedan anunciar en las llagas del mundo la fuerza actuante de la Resurrección.

Una de las características cruciales de nuestra sociedad de “redes” es que abunda el sentimiento de orfandad, este es un fenómeno actual. Conectados a todo y a todos, nos falta la experiencia de la pertenencia, que es mucho más que una conexión. Con la cercanía del pastor se puede convocar a la comunidad y facorecer el crecimiento del sentimiento de pertenencia; pertenecemos al Santo Pueblo fiel de Dios, que está llamado a ser signo de la irrupción del Reino de Dios en el hoy de la historia. Si el pastor se dispersa, si el pastor se aleja, también las ovejas se dispersarán y estarán al alcance de cualquier lobo.

Tal pertenencia, a su vez, proporcionará el antídoto contra una deformación de la vocación que nace precisamente de olvidar que la vida sacerdotal se debe a los demás – al Señor y a las personas por Él encomendadas –. Este olvido está en la base del clericalismo – del que ha hablado el Cardenal Ouellet – y de sus consecuencias. El clericalismo es una perversión, y también uno de sus signos, la rigidez, es otra perversión. El clericalismo es una perversión porque se constituye a partir de las “lejanías”. Es curioso: no sobre las cercanías, al contrario. Cuando pienso en el clericalismo, pienso también en la clericalización del laicado: esa promoción de una pequeña elite que, en torno al cura, termina también por desnaturalizar la propia misión fundamental (cf. Gaudium et spes, 44), la del laico. Muchos laicos clericalizados, muchos: “Yo soy de esta asociación, estamos ahí en la parroquia, somos…”. Los elegidos, laicos clericalizados, es una gran tentación. Recordemos que «la misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar, no es un apéndice, o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo erradicar de mi ser sacerdotal si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso me encuentro en este mundo. Es necesario reconocerse a sí mismo como marcado con fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 273).

Me gustaría relacionar esta cercanía al Pueblo de Dios con la cercanía con Dios, ya que la oración del pastor, se nutre y encarna en el corazón del Pueblo de Dios. Cuando ora, el pastor lleva los signos de las heridas y las alegrías de su gente, a la que presenta en silencio al Señor para que las unja con el don del Espíritu Santo. Es la esperanza del pastor que tiene confianza y lucha para que el Señor bendiga a su pueblo.

Siguiendo la enseñanza de San Ignacio de que «no el mucho saber sacia y satisface al alma, sino el sentir y gustar de las cosas internamente» (Ejercicios Espirituales, Anotaciones, 2), a los Obispos y sacerdotes les hará bien preguntarse “cómo andan mis cercanías”, cómo estoy viviendo estas cuatro dimensiones que configuran mi ser sacerdotal de manera transversal y me permiten manejar las tensiones y desequilibrios con las que a diario nos tenemos que enfrentar. Estas cuatro cercanías son una buena escuela para “jugar a campo abierto”, donde el sacerdote es llamado, sin miedos, sin rigidez, sin reducir ni empobrecer la misión. Un corazón sacerdotal sabe de cercanía porque el primero que quiso ser cercano fue el Señor. Que Él pueda visitar a sus sacerdotes en la oración, en el Obispo, en los hermanos presbíteros y en su pueblo. Que Él altere las rutinas e incomode un poco, que suscite la inquietud – como en el tiempo del primer amor –, que ponga en movimiento todas las capacidades para que nuestra gente tenga vida y vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Las cercanías del Señor no son una carga más: son un don que Él hace para mantener viva y fecunda la vocación. La cercanía con Dios, la cercanía con el Obispo, la cercanía entre nosotros los sacerdotes y la cercanía con el Santo Pueblo fiel de Dios.

Frente a la tentación de encerrarnos en discursos y discusiones interminables sobre la teología del sacerdocio o sobre teorías de lo que debería ser, el Señor mira con ternura y compasión y ofrece a los sacerdotes las coordenadas a partir de las cuales reconocer y mantener vivo el ardor por la misión: cercanía, que es compasiva y tierna, cercanía con Dios, con el Obispo, con los hermanos presbíteros y con el pueblo que le fue confiado. Cercanía con el estilo de Dios, que es cercano con compasión y ternura.

Y gracias a ustedes por su cercanía y su paciencia, gracias, muchas gracias. Buen trabajo a todos ustedes. Me voy a la biblioteca porque tengo muchas citas esta mañana. Oren por mí y yo haré oración por ustedes. ¡Que tengan buen trabajo!

[Bendición]

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