LA RIGIDEZ ES UNA PERVERSIÓN, CRISIS Y DISMINUCIÓN DE VOCACIONES INVITAN A RENOVARSE: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR (02/02/2022)

El Papa Francisco celebró en la Basílica de San Pedro, este 2 de febrero por la tarde, la Misa con religiosos de todo el mundo en la Jornada de la Vida Consagrada y recomendó: “No cierren el corazón con amargura, quejas y actitudes de superioridad. No pierdan jamás la alegría para que apaguen la tentación de herir la dignidad de cualquier hermana o hermano”. Durante la celebración, se concedió la Ecclesiastica Communio al Patriarca de Silicia de los Armenios, Bedros XXII Minassian. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Dos ancianos, Simeón y Ana, esperan en el templo el cumplimiento de la promesa que Dios ha hecho a su pueblo: la venida del Mesías. Pero su espera no es pasiva, está llena de movimiento. Sigamos pues los movimientos de Simeón: él, primero, es movido por el Espíritu, después, ve en el Niño la salvación y, finalmente, lo toma en sus brazos (cf. Lc 2, 26-28). Detengámonos sencillamente sobre estas tres acciones y dejémonos atravesar por algunas preguntas importantes para nosotros, en particular para la vida consagrada.

La primera es: ¿qué es lo que nos mueve? Simeón va al templo «movido por el Espíritu» (v. 27). El Espíritu Santo es el actor principal de la escena: es Él quien hace arder en el corazón de Simeón el deseo de Dios, es Él quien reaviva en su ánimo la espera, es Él quien impulsa sus pasos hacia el templo y permite que sus ojos sean capaces de reconocer al Mesías, aunque se presenta como un niño pequeño y pobre. Esto hace el Espíritu Santo: nos hace capaces de percibir la presencia de Dios y su obra no en las cosas grandes, tampoco en las exterioridades aparentes, ni en las exhibiciones de fuerza, sino en la pequeñez y en la fragilidad. Pensemos en la Cruz: también allí hay una pequeñez, una fragilidad, incluso un hecho dramático. Pero allí está la fuerza de Dios. La expresión “movido por el Espíritu” nos recuerda lo que en la espiritualidad se llaman “mociones espirituales”: son esos movimientos del ánimo que sentimos dentro de nosotros y que estamos llamados a escuchar, para discernir si provienen del Espíritu Santo o de otro. Estén atentos a las mociones interiores del Espíritu.

Entonces nos preguntamos: por quién nos dejamos principalmente mover: ¿por el Espíritu Santo o por el espíritu del mundo? Es una pregunta con la que todos debemos medirnos, sobre todo nosotros, los consagrados. Mientras el Espíritu lleva a reconocer a Dios en la pequeñez y en la fragilidad de un niño, nosotros a veces corremos el riesgo de pensar nuestra consagración en términos de resultados, de metas, de éxito: nos movemos en busca de espacios, de visibilidad, de números: es una tentación. El Espíritu, en cambio, no pide esto. Desea que cultivemos la fidelidad cotidiana, dóciles a las pequeñas cosas que nos han sido confiadas. ¡Qué hermosa es la fidelidad de Simeón y de Ana! Cada día van al templo, cada día esperan y oran, aunque el tiempo pase y parece que no sucede nada. Esperan toda la vida, sin desanimarse ni quejarse, permaneciendo fieles cada día y alimentando la llama de la esperanza que el Espíritu encendió en sus corazones.

Podemos preguntarnos, nosotros, hermanos y hermanas: ¿qué es lo que mueve nuestros días? ¿Qué amor nos impulsa a seguir adelante? ¿El Espíritu Santo o la pasión del momento, o sea cualquier cosa? ¿Cómo nos movemos en la Iglesia y en la sociedad? A veces, incluso detrás de la apariencia de buenas obras, puede esconderse la polilla del narcisismo o la manía del protagonismo. En otros casos, incluso cuando realizamos muchas cosas, nuestras comunidades religiosas parecen movidas más por una repetición mecánica – hacer las cosas por costumbre, solo por hacerlas – que por el entusiasmo de unirse al Espíritu Santo. Nos hará bien a todos nosotros, examinar hoy nuestras motivaciones interiores, discernamos las mociones espirituales, porque la renovación de la vida consagrada pasa sobre todo por aquí.

Una segunda pregunta: ¿qué ven nuestros ojos? Simeón, movido por el Espíritu, ve y reconoce a Cristo. Y hace oración diciendo: «Mis ojos han visto tu salvación» (v. 30). He aquí el gran milagro de la fe: abre los ojos, transforma la mirada, cambia la perspectiva. Como sabemos por muchos encuentros de Jesús en los Evangelios, la fe nace de la mirada compasiva con la que Dios nos mira, rompiendo la dureza de nuestro corazón, curando sus heridas, dándonos ojos nuevos para vernos a nosotros mismos y al mundo. Ojos nuevos sobre nosotros mismos, sobre los demás, sobre todas las situaciones que vivimos, incluso las más dolorosas. No se trata de una mirada ingenua, no, es sapiencial; la mirada ingenua huye de la realidad o finge no ver los problemas; se trata en cambio de ojos que saben “ver dentro” y “ver más allá”; que no se detienen en las apariencias, sino que saben entrar también en las fisuras de la fragilidad y de los fracasos para descubrir en ellas la presencia de Dios.

Los ojos ancianos de Simeón, aunque debilitados por los años, ven al Señor, ven la salvación. ¿Y nosotros? Cada uno puede preguntarse: ¿qué ven nuestros ojos? ¿Qué visión tenemos de la vida consagrada? El mundo a menudo la ve como un “desperdicio”: “Pero mira, ese joven tan bueno, hacerse fraile”, o “una joven tan buena, hacerse monja… Es un desperdicio. Si al menos fuera feo, fea… No, son buenos, es un desperdicio...”. Así pensamos nosotros. El mundo la ve como una realidad del pasado, algo inútil. Pero nosotros, comunidad cristiana, religiosas y religiosos, ¿qué vemos? ¿Tenemos vueltos los ojos al pasado, nostálgicos de lo que ya no existe o somos capaces de una mirada de fe a largo plazo, proyectada hacia el interior y más allá? Tener la sabiduría de mirar – esta la da el Espíritu –: mirar bien, medir bien las distancias, entender la realidad. A mí me hace mucho bien ver consagrados y consagradas ancianos, que con ojos luminosos continúan sonriendo, dando esperanza a los jóvenes. Pensemos en las veces en que hemos encontrado miradas similares y bendigamos a Dios por ello. Son miradas de esperanza, abiertas al futuro. Y quizá nos hará bien, en estos días, hacer un encuentro, visitar a nuestros hermanos religiosos y hermanas religiosas ancianos, para mirarlos, para hablar, para preguntar, para escuchar qué piensan, Creo que será una buena medicina.

Hermanos y hermanas, el Señor no deja de darnos señales para invitarnos a cultivar una visión renovada de la vida consagrada. Es necesaria, pero bajo la luz, bajo las mociones del Espíritu Santo. No podemos fingir no ver estas señales y continuar como si nada, repitiendo las cosas de siempre, arrastrándonos por inercia en las formas del pasado, paralizados por el miedo a cambiar. Lo he dicho muchas veces: hoy, la tentación de ir hacia atrás, por seguridad, por miedo, para conservar la fe, para conservar el carisma del fundador… Es una tentación de la rigidez. La tentación de ir hacia atrás y conservar las “tradiciones” con rigidez. Metámonoslo en la cabeza: la rigidez es una perversión, y bajo toda rigidez hay graves problemas. Ni Simeón ni Ana eran rígidos, no, eran libres y tenían la alegría de hacer fiesta: él, alabando al Señor y profetizando con valentía a la mamá; y ella, como buena viejecita, yendo de un lado a otro diciendo: “¡Miren a estos, miren esto!”. Dieron el anuncio con alegría, los ojos llenos de esperanza. Nada de inercias del pasado, nada de rigidez. Abramos los ojos: a través de la crisis – sí, es verdad, hay crisis –, los números que descienden – “Padre, no hay vocaciones, ahora iremos a esa isla de Indonesia para ver si encontramos alguna” –, las fuerzas que disminuyen, El Espíritu invita a renovar nuestra vida y nuestras comunidades. ¿Y cómo hacemos esto? Él nos indicará el camino. Nosotros abramos el corazón, con valentía, sin miedo. Abramos el corazón. Miremos a Simeón y Ana: aunque son avanzados en años, no pasan los días añorando un pasado que ya no vuelve, sino que abren sus brazos al futuro viene a su encuentro. Hermanos y hermanas, no desperdiciemos el hoy mirando al ayer, o soñando en un mañana que nunca vendrá, sino pongámonos ante el Señor, en adoración, y pidamos ojos que sepan ver el bien y descubrir los caminos de Dios. El Señor nos los dará, si lo pedimos. Con alegría, con fortaleza, sin miedo.

Finalmente, una tercera pregunta: ¿qué estrechamos en nuestros brazos? Simeón tomó a Jesús en sus brazos (cf. v. 28). Esta es una escena tierna y densa de significado, única en los Evangelios. Dios ha puesto a su Hijo en nuestros brazos porque acoger a Jesús es lo esencial, el centro de la fe. A veces corremos el riesgo de perdernos y dispersarnos en mil cosas, de fijarnos en aspectos secundarios o de sumergirnos en cosas que hay que hacer, pero el centro de todo es Cristo, a quien acoger como el Señor de nuestra vida.

Cuando Simeón toma en brazos a Jesús, sus labios pronuncian palabras de bendición, de alabanza, de asombro. Y nosotros, después de muchos años de vida consagrada ¿hemos perdido la capacidad de asombrarnos? ¿O aún tenemos esta capacidad? Hagamos un examen sobre esto, y si alguno no la encuentra, pida la gracia del asombro, el asombro ante las maravillas que Dios está haciendo en nosotros, ocultas como aquélla del templo, cuando Simeón y Ana encontraron a Jesús. Si a los consagrados les faltan palabras que bendigan a Dios y a los demás, si falta la alegría, si disminuye el entusiasmo, si la vida fraterna es solo una carga, si falta el asombro, no es porque seamos victimas de alguien o de algo, el verdadero motivo es que nuestros brazos ya no estrechan a Jesús. Y cuando los brazos de un consagrado, de una consagrada no abrazan a Jesús, abrazan el vacío, que intentan llenar con otras cosas, pero está el vacío. Abracemos a Jesús con nuestros brazos: este es el signo, este es el camino, esta es la “receta” de la renovación. Entonces, cuando no abrazamos a Jesús, el corazón se encierra en la amargura. Es triste ver consagrados, consagradas amargados: se encierran en la queja por las cosas que no funcionan puntualmente. Siempre se quejan de algo: del superior, de la superiora, de los hermanos, de la comunidad, de la cocina… Si no tienen una queja, no viven. Pero nosotros debemos abrazar a Jesús en adoración y pedir ojos que sepan ver el bien y descubrir los caminos de Dios. Si acogemos a Cristo con los brazos abiertos, acogeremos también a los demás con confianza y humildad. Entonces los conflictos no se exacerban, las distancias no

dividen y se apaga la tentación de intimidar y de herir la dignidad de cualquier hermana o hermano. Abramos los brazos a Cristo y a los hermanos. Allí está Jesús.

Queridos, queridas, renovemos hoy con entusiasmo nuestra consagración. Preguntémonos qué motivaciones mueven nuestro corazón y nuestro actuar, cuál es la visión renovada que estamos llamados a cultivar y, sobre todo, tomemos en brazos a Jesús. Aun si experimentamos dificultades y cansancios – esto sucede: también desilusiones, sucede –, hagamos como Simeón y Ana, que esperan con paciencia la fidelidad del Señor y no se dejan robar la alegría del encuentro. Vayamos hacia la alegría del encuentro: esto es muy hermoso. Pongámoslo de nuevo a Él en el centro y sigamos adelante con alegría. Así sea.

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