NUESTRO DESAFÍO ES HACER ENARDECER LOS CORAZONES: PALABRAS DEL PAPA EN SU ENCUENTRO CON EVANGELIZADORES (21/09/2019)

Este 21 de septiembre al mediodía el Papa Francisco recibió en audiencia en la Sala Clementina a 300 participantes del Encuentro Internacional de Centros Académicos y Escuelas de Nueva Evangelización sobre el tema “¿Es posible encontrar a Dios? Caminos de Nueva Evangelización”, organizado por el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización. El Pontífice explicó que “el secreto, reside en sentir, junto con las propias incertidumbres, la maravilla de esta presencia”. “Hacer arder el corazón es nuestro desafío”, dijo el Papa. Un desafío que enfrenta algunos obstáculos. Reproducimos a continuación, el texto de su alocución, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas:

Les doy la bienvenida y agradezco a Mons. Fisichella por las palabras que me dirigió a nombre de todos ustedes.

Han reflexionado sobre un tema central para la evangelización: cómo encender el deseo de encontrar a Dios no obstante los signos que oscurecen su presencia. En este sentido, el Evangelio de Lucas nos ofrece un buen punto de partida, cuando narra sobre los dos discípulos que iban a Emaús: era Cristo quien caminaba con ellos, pero la tristeza que tenían en el corazón no les permitía reconocerlo (cf. Lc 24, 13-27). Es así también para muchos de nuestros contemporáneos: Dios está cerca de ellos, pero no se arriesgan a reconocerlo. Se cuenta que una vez el Papa Juan, encontrando a un periodista que le decía que no creía, le había respondido: «¡Tranquilo! ¡Esto lo dices tú! Dios no lo sabe, y te considera igualmente como un hijo a quien hacer el bien». El secreto, entonces, está en sentir, junto a las propias incertidumbres, las maravillas de este presencia. Es el mismo asombro que tomó a los discípulos de Emaús: «¿No ardía entonces en nosotros nuestro corazón mientras conversaba con nosotros por el camino, cuando nos explicaba las Escrituras?» (v. 32). Hacer arder el corazón es nuestro desafío.

A menudo sucede que la Iglesia es para el hombre de hoy un recuerdo frío, si no una desilusión ardiente, como era la experiencia de Jesús para los discípulos de Emaús. Muchos, sobre todo en Occidente, tienen la impresión de una Iglesia que no entiende y está lejos de sus necesidades. Algunos, entonces, que quisieran apoyar la lógica poco evangélica de la relevancia, juzgan a la Iglesia como muy débil frente al mundo, mientras otros la ven aún muy poderosa frente a la gran pobreza del mundo. Diré que es justo preocuparse, pero sobre todo ocuparse, cuando se percibe una Iglesia mundanizada, que sigue los criterios de éxito del mundo y se olvida que no existe para anunciarse a sí misma, sino a Jesús. Una Iglesia preocupada de defender su buen nombre, que le cuesta trabajo renunciar a lo que no es esencial, no prueba más el ardor de hacer calar el Evangelio en el hoy. Y termina por ser más una bella exhibición de museo que la casa sencilla y festiva del Padre. ¡La tentación de los museos! E incluso concebir la tradición viva de la Iglesia como un museo, cuidar las cosas para que todas estén en su lugar: “Yo soy católico porque… ya digerí el Denzinger” [Recopilación de los Símbolos, de las Definiciones y de las Declaraciones sobre temas de fe y de moral], digámoslo claro.

Sin embargo hay muchos hijos que el Padre desea hacer “sentirse en casa”; son nuestros hermanos y hermanas que, mientras se benefician de muchas conquistas de la técnica, viven absorbidos por la vorágine de un gran frenesí. Y mientras llevan dentro heridas profundas y se cansan en buscar un trabajo estable, se encuentran rodeados por un bienestar exterior que anestesia por dentro y distrae de elecciones valientes. Cuánta gente junto a nosotros vive de paso, esclava de lo que debería servirle a estar mejor y olvida el sabor de la vida: la belleza de una familia numerosa y generosa, que llena el día y la noche pero expande el corazón; de la luminosidad que se encuentra en los ojos de los hijos, que ningún smartphone puede dar; de la alegría de las cosas sencillas; de la serenidad que da la oración. Eso que a menudo nos piden nuestros hermanos y hermanas, tal vez sin lograr hacer la pregunta, corresponde a las necesidades más profundas: amar y ser amados, ser aceptados por lo que se es, encontrar la paz del corazón y una alegría más duradera que las diversiones.

Nosotros hemos experimentado todo ello en una palabra, más aún en una persona, Jesús. Nosotros que, aún frágiles y pecadores, hemos sido inundados por el río pleno de la bondad de Dios, tenemos esta misión: encontrar a nuestros contemporáneos para hacerles conocer su amor. No tanto enseñando, nunca juzgando, sino haciéndonos compañeros de camino. Como el diácono Felipe, que – relatan los Hechos de los Apóstoles – se levantó, se puso en camino, hacia el Etíope y, como amigo, se sentó a su lado, entrando en diálogo con ese hombre que tenía un gran deseo de Dios en medio de muchas dudas (cf. Hch 8, 26-40). ¡Qué importante es sentirse interpelados por las preguntas de los hombres y mujeres de hoy! Sin pretender tener inmediatamente respuestas y sin dar respuestas preconcebidas, sino compartiendo palabras de vida, no buscando hacer prosélitos, sino dejando espacio a la fuerza creativa del Espíritu Santo, que libera el corazón de la esclavitud que lo oprime y lo renueva. Transmitir a Dios, entonces, no es hablar de Dios, no es justificar su existencia: ¡también el diablo sabe que Dios existe! Anunciar al Señor y dar testimonio de la alegría de conocerlo, es ayudar a vivir la belleza de encontrarlo. Dios no es la respuesta a una curiosidad intelectual o a un empeño de la voluntad, sino una experiencia de amor, llamada a convertirse en una historia de amor. Porque – vale ante todo para nosotros – una vez encontrado el Dios vivo, se necesita buscarlo de nuevo. El misterio de Dios no se agota nunca, es inmenso como su amor.

«Dios es amor» (1 Jn 4,8), dice la Escritura. Usa el verbo ser, porque Dios es así, no varía según como nos comportamos nosotros: es amor incondicional, no cambia, no obstante todo lo que nosotros podamos cambiar. Como dice el Salmo: «Su amor es para siempre» (Sal 136,1). Es amor que no se consume, como en la escena de la zarza ardiente cuando Dios, revelando por primera vez su nombre, ya usó el verbo ser: «¡Yo soy el que es!» (Ex 3,14). Qué hermoso es anunciar a este Dios fiel, fuego que no se consume, a los hermanos que viven en la tibieza porque el primer entusiasmo se a enfriado. Qué hermoso es decirles «Jesucristo te ama, dio la vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 164).

A la luz de este kerygma se desarrolla la vida de fe, que no es una construcción complicada hecha de muchos ladrillos que poner juntos, sino el descubrimiento siempre nuevo del «núcleo fundamental», el latido palpitante del «corazón del Evangelio: la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado» (ibíd., 36). La vida cristiana se renueva siempre con este primer anuncio. Me gusta repetir frente a ustedes que «cuando decimos que este anuncio es “el primero”, esto no significa que está al principio y después se olvida o se sustituye con otros contenidos que lo superan. Es el primero en sentido cualitativo, porque es el anuncio principal, al que se debe siempre volver y escuchar de maneras distintas y que se debe siempre volver a anunciar durante la catequesis de una forma u otra, en todas sus etapas y sus momentos» (ibíd., 64). De otro modo, se esconde la sutil presunción de que ser más “sólidos” significa convertirse en instruidos, expertos en cosas sacras (cfr Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 214). Pero la sabiduría de Dios se concede a los pobres en espíritu, a cuantos permanecen con Jesús, amando a todos en su nombre.

Una última cosa quisiera compartir con ustedes. Siendo la fe vida que nace y renace del encuentro con Jesús, eso que en la vida es encuentro ayuda a crecer en la fe: acercarse a quien está en necesidad, construir puentes, servir al que sufre, cuidar a los pobres, “ungir de paciencia” a quien está cerca, confortar a quien está desanimado, bendecir a quien nos hace el mal… Así nos convertimos en signos vivos del Amor que anunciamos. Les agradezco, queridos hermanos y hermanas, porque quieren difundir la alegría de ser amados por Dios y amar como Él nos ha enseñado. Los acompaño con mi bendición y, por favor, no se olviden de orar por mi. Gracias.

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