LA HUMILDAD CONSTRUYE RELACIONES AUTÉNTICAS: ÁNGELUS DEL 01/09/2019

Este 1º. de septiembre, previamente a la oración del Ángelus, el Papa Francisco recordó que, “nadie puede ocupar el primer lugar en la mesa de Aquel que ocupó el último lugar, es decir, el Verbo hecho carne por la más alta humildad, con la finalidad de salvarnos a todos, hasta el último de los hijos del Padre”. Comentando el Evangelio de este domingo que, nos muestra a Jesús que participa en un banquete en la casa de uno de los jefes de los fariseos, y observa cómo los invitados corren para conseguir los mejores lugares, el Papa señaló que esta carrera hacia los primeros lugares perjudica a la comunidad, tanto civil como eclesial, porque arruina la fraternidad. Reproducimos a continuación, el texto completo de su alocución, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En primer lugar, tengo que disculparme por el retraso, pero tuve un incidente: ¡me quedé atrapado en el ascensor durante 25 minutos! Hubo un corte de electricidad y se detuvo el ascensor. Gracias a Dios vinieron los bomberos – ¡les agradezco mucho! – y después de 25 minutos de trabajo se las arreglaron para hacerlo funcionar. ¡Un aplauso para los bomberos!

El Evangelio de este domingo (cf. Lc 14, 1.7-14) nos muestra a Jesús que participa en un banquete en la casa de un jefe de los fariseos. Jesús mira y observa como los invitados corren, se apresuran para conseguir los primeros lugares. Es una actitud bastante difundida, aún en nuestros días, y no sólo cuando se es invitado a a una comida: habitualmente se busca el primer lugar para afirmar una presunta superioridad sobre los demás. En realidad, esta carrera hacia los primeros puestos perjudica a la comunidad, tanto civil como eclesial, porque arruina la fraternidad. Todos conocemos a estas personas: trepadores, que siempre escalan para ir cada vez más arriba… Hacen mal a la fraternidad, dañan la fraternidad. Ante esta escena, Jesús cuenta dos breves parábolas.

La primera parábola se dirige al que es invitado a un banquete, y lo exhorta a no ponerse en el primer puesto, «porque – dice – no sea que haya otro invitado más digno que tú, y quien te invitó a ti y a él venga a decirte: “¡Por favor, ve para allá atrás, cédele el lugar!”». Una vergüenza. «Entonces deberás con vergüenza ocupar el último puesto» (cf. vv. 8-9). Jesús, en cambio, enseña a tener la actitud opuesta: «Cuando te inviten, ve a sentarte en el último puesto, para que cuando venga el que te ha invitado te diga: “Amigo, ven más adelante”» (v. 10). Entonces, no debemos buscar por nuestra iniciativa la atención y la consideración de los demás, sino más bien, dejar que sean los otros quienes nos la den. Jesús, nos muestra siempre el camino de la humildad – ¡debemos aprender el camino de la humildad! – porque es el más auténtico, que permite también tener relaciones auténticas. La verdadera humildad, no la humildad fingida, la que en el Piamonte se llama la mugna quacia, no, esa no. La verdadera humildad.

En la segunda parábola, Jesús se dirige al que invita y, refiriéndose al modo de seleccionar a los invitados, le dice: «Cuando ofrezcas un banquete, invita a los pobres, lisiados, cojos, ciegos; y serás bienaventurado porque no tienen nada a cambio» (vv. 13-14). También aquí, Jesús va completamente contracorriente, manifestando como siempre la lógica de Dios Padre. Y añade también la clave para interpretar su discurso. Y ¿cuál es la clave? Una promesa: si tú actúas así, «recibirás en efecto tu recompensa en la resurrección de los justos» (v. 14). Esto significa que quien se comporta así tendrá la recompensa divina, muy superior al intercambio humano: yo te hago este favor esperando que tú me hagas otro. No, esto no es cristiano. La generosidad humilde y cristiana. El intercambio humano, de hecho, suele falsear las relaciones, las hace “comerciales”, introduciendo el interés personal en una relación que debería ser generosa y gratuita. En cambio Jesús invita a la generosidad desinteresada, para abrirnos el camino hacia una alegría mucho más grande, la alegría de ser partícipes del amor mismo de Dios que nos espera, a todos nosotros, en el banquete celestial.

Que la Virgen María «humilde y más alta que una criatura» (Dante, Paradiso, XXXIII, 2), nos ayude a reconocernos como somos, es decir pequeños; y a alegrarnos en el dar sin esperar nada a cambio.

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