DEJÉMONOS “MISERICORDIAR” POR DIOS: HOMILÍA DEL PAPA EN SU VISITA PASTORAL A ALBANO (21/09/2019)

Hoy por la tarde, el Papa Francisco realizó una breve Visita Pastoral a la ciudad de Albano en la Provincia de Lazio y, después de un momento de oración con los sacerdotes en la Catedral, el Santo Padre presidió la celebración de la Santa Misa en la Plaza Pía, dedicada a San Pío IX. En su homilía, el Santo Padre al comentar el episodio de la conversión de Zaqueo presentado en el Evangelio de San Juan, dijo que, a los ojos de sus conciudadanos era insalvable, pero no a los ojos de Jesús, que lo llama por su nombre y recordó que Dios “se acuerda de nosotros. No nos olvida, no nos pierde de vista a pesar de los obstáculos que pueden alejarnos de Él”. Transcribimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducida del italiano:

El episodio que escuchamos sucede en Jericó, la famosa ciudad destruida en tiempos de Josué que, según la Biblia, ya no tendría que ser reconstruida (cf. Jos 6): debería haber sido “la ciudad olvidada”. Pero Jesús, dice el Evangelio, “entra y atraviesa” Jericó (cf. Lc 19, 1). Y en esta ciudad, que está al nivel del mar, no teme alcanzar el nivel más bajo, representado por Zaqueo. Este era un publicano, más aún el «jefe de los publicanos», o sea de los judíos odiados por el pueblo que recogían los tributos para el Imperio romano. Era «rico» (v. 2) y es fácil intuir cómo lo había logrado: a expensas de sus conciudadanos, explotando a sus conciudadanos. A sus ojos Zaqueo era el peor, el insalvable. Pero no a los ojos de Jesús, que lo llama por su nombre, Zaqueo, que significa “Dios se acuerda”. En la ciudad olvidada, Dios se acuerda del más grande pecador.

El Señor, ante todo, se acuerda de nosotros. No nos olvida, no nos pierde de vista a pesar de los obstáculos que puedan tenernos lejos de Él. Obstáculos que no faltan en el caso de Zaqueo: su baja estatura, física y moral, pero también su vergüenza, por la que buscaba ver a Jesús oculto entre las ramas de un árbol, probablemente esperando no ser visto. Y después las críticas externas: en la ciudad con motivo de ese encuentro «todos murmuraban» (v. 7) – yo creo que en Albano es lo mismo: se murmura… Límites, pecados, vergüenza, chismes y prejuicios: ningún obstáculo hace olvidar a Jesús lo esencial, el hombre al que hay que amar y salvar.

¿Qué nos dice este Evangelio en el aniversario de su Catedral? Que toda iglesia, que la Iglesia con mayúscula existe para mantener vivo en el corazón de los hombres el recuerdo de que Dios les ama. Existe para decir a cada uno, incluso a más alejado: “Eres amado y eres llamado por tu nombre por Jesús; Dios no te olvida, estás en su corazón”. Queridos hermanos y hermanas, como Jesús no tengan miedo de “atravesar” su ciudad, de ir con quien está más olvidado, con quien está escondido detrás de las ramas de la vergüenza, del miedo, de la soledad, para decirle: “Dios se acuerda de ti”.

Quiero subrayar una segunda acción de Jesús. Además de acordarse, de reconocer a Zaqueo, Él se anticipa. Lo vemos en el juego de miradas con Zaqueo. Éste «buscaba ver quién era Jesús» (v. 3). Es interesante que Zaqueo no buscaba sólo ver a Jesús, sino ver quién era Jesús: o sea entender qué tipo de maestro era, cuál era su característica distintiva. Y lo descubre no cuando mira a Jesús, sino cuando es mirado por Jesús. Porque mientras Zaqueo busca mirarlo, Jesús lo ve primero; antes que Zaqueo hable, Jesús le habla; antes de invitar a Jesús, Jesús viene a su casa. Ése es Jesús: aquél que mira primero, aquél que ama primero, aquél que acoge primero. Cuando descubrimos que su amor nos anticipa, que nos alcanza antes que nada, la vida cambia. Querido hermano, querida hermana, si como Zaqueo estás buscando un sentido de la vida pero, al no encontrarlo, te estás desperdiciando con “sustitutos del amor”, como las riquezas, la carrera, el placer, cualquier dependencia, déjate mirar por Jesús. Sólo con Jesús descubrirás ser siempre amado y harás el descubrimiento de la vida. Te sentirás tocado por dentro por la ternura invencible de Dios, que conmueve y mueve el corazón. Así fue para Zaqueo y así para cada uno de nosotros, cuando descubrimos el “primero” de Jesús: Jesús que nos anticipa, que nos mira primero, que nos habla primero, que nos espera primero.

Como Iglesia, preguntémonos si para nosotros Jesús está primero: ¿está primero Él o nuestra agenda, esta primero Él o nuestras estructuras? Toda conversión nace de un anticipo de misericordia, nace de la ternura de Dios que secuestra el corazón. Si todo lo que hacemos no pate de la mirada de misericordia de Jesús, corremos el riesgo de mundanizar la fe, de complicarla, de llenarla de tantos contornos: argumentos culturales, visiones eficientistas, opciones políticas, opciones partidarias… Pero se olvida lo esencial, la sencillez de la fe, lo que viene antes que todo: el encuentro vivo con la misericordia de Dios. Si esto no es el centro, si no está al principio y al fin de toda nuestra actividad, nos arriesgamos a tener a Dios “fuera de casa”, o sea en la iglesia, que es su casa, pero no con nosotros. La invitación de hoy es: dejémonos “misericordiar” por Dios. Él viene con su misericordia.
Para cuidar el “primero” de Dios, nos sirve de ejemplo Zaqueo. Jesús lo ve primero porque se había subido a un sicomoro. Es un gesto que requirió valor, arrojo, fantasía: no se ve a muchos adultos subirse a un árbol; eso lo hacen los muchachos, es algo que se hace de niños, todos lo hemos hecho. Zaqueo superó la vergüenza y en un cierto sentido se volvió niño. Es importante para nosotros volver a ser sencillos, abiertos. Para cuidar el “primero” de Dios, o sea su misericordia, no se requiere ser cristianos complicados, que elaboran mil teorías y se dispersan para buscar respuestas en la red, sino debemos ser como los niños. Ellos necesitan de los padres y de los amigos: también nosotros necesitamos de Dios y de los demás. No nos bastamos a nosotros mismos, necesitamos desenmascarar nuestra autosuficiencia, superar nuestras cerrazones, hacernos pequeños por dentro, sencillos y entusiastas, llenos de arrojo hacia Dios y de amor hacia el prójimo.

Quiero hacer evidente una última acción de Jesús, que hace sentirse en casa. Él dice a Zaqueo: «Hoy debo quedarme en tu casa» (v. 5). En tu casa. Zaqueo, que se sentía extranjero en su ciudad, vuelve a entrar en su casa como persona amada. Y, amado por Jesús, redescubre a su gente cercana y dice: «Daré la mitad de lo que poseo a los pobres y, si he robado a alguien – y había robado mucho, este hombre –, regresaré cuatro veces lo robado» (v. 8). La Ley de Moisés pedía que se restituyera agregando un quinto (cf. Lv 5, 24), Zaqueo lo regresa multiplicado por cuatro: va más allá de la Ley porque ha encontrado el amor. Sintiéndose en casa, ha abierto la puerta al prójimo.

¡Que hermoso sería si nuestros cercanos y conocidos sintieran a la Iglesia como su casa! Sucede, por desgracia, que nuestras comunidades se convierten en extrañas para muchos y poco atrayentes. A veces también nosotros estamos tentados a crear círculos cerrados, lugares íntimos entre los elegidos. Nos sentimos elegidos, nos sentimos élite… Pero hay muchos hermanos y hermanas que tienen nostalgia de casa, que no tienen el valor de acercarse, quizá porque no se sienten acogidos; quizá porque conocieron a un cura que los trató mal o los corrió, quiso hacerles pagar por los sacramentos – algo feo – y están alejados. El Señor desea que su Iglesia sea una casa entre las casas, una tienda hospital donde cada hombre, caminante de la existencia, lo encuentre a Él, que vino a habitar en medio de nosotros (cf. Jn 1, 14).

Hermanos y hermanas, que sea la Iglesia el lugar donde no se mira jamás a los demás hacia abajo sino, como Jesús con Zaqueo, hacia arriba. Recuerden que el único momento en que es lícito mirar a una persona hacia abajo es para ayudarla a levantarse, de otra manera no es lícito. Solamente en ese momento: mirarla así, porque se ha caído. Miremos a la gente nunca como jueces, siempre como hermanos. No somos inspectores de la vida de los demás, sino promotores del bien de todos. Y para ser promotores del bien de todos, algo que ayuda mucho es tener la lengua quieta: no hablar mal de los demás. Pero a veces, cuando digo estas cosas, escucho decir: “Padre, mire, es muy feo, pero me pasa, porque veo algo y quiero criticar”. Yo sugiero una buena medicina para esto – aparte de la oración –; la medicina eficaz es: muérdete la lengua. ¡Se te hinchará en la boca y no podrás hablar!

«El hijo del hombre – concluye el Evangelio – ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10). Si evitamos lo que parece perdido no somos de Jesús. Pidamos la gracia de ir al encuentro de cada uno como un hermano y no ver en nadie a un enemigo. Y si nos ha hecho el mal, restituyamos con el bien. Los discípulos de Jesús no son esclavos de los males del pasado sino, perdonados por Dios, hacen como Zaqueo: piensan sólo en el bien que pueden hacer. Demos gratuitamente, amemos a los pobres y a quien no tiene para pagarnos: seremos ricos a los ojos de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, les deseo que su catedral, como toda iglesia, sea el lugar en que cada uno se sienta recordado por el Señor, anticipado por su misericordia y acogido en casa. De manera que en la Iglesia suceda lo más hermoso: alegrarse porque la salvación ha entrado en la vida (cf. v. 9). Así sea.

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