NADA VALE MÁS QUE LA VIDA DE UN NIÑO: DISCURSO DEL PAPA EN LA APERTURA DE LA CUMBRE INTERNACIONAL SOBRE DERECHOS DEL NIÑO (03/02/2025)
Majestad, queridos hermanos y hermanas, buenos días:
Saludo a los señores Cardenales y a las personalidades aquí presentes, en ocasión del Encuentro Mundial sobre los Derechos del Niño titulado “Amémoslos y protejámoslos”. Les agradezco que hayan aceptado la invitación y confío en que, poniendo en común sus experiencias y conocimientos, puedan abrir nuevas vías para ayudar y proteger a los niños cuyos derechos son pisoteados e ignorados cada día.
Aún hoy, la vida de millones de niños está marcada por la pobreza, la guerra, la falta de escuelas, la injusticia y la explotación. Los niños y adolescentes de los países más pobres, o desgarrados por trágicos conflictos, se ven obligados a enfrentarse a terribles pruebas. Incluso el mundo más rico no es inmune a injusticias. Allí donde, gracias a Dios, no se sufre por la guerra o el hambre, existen sin embargo las periferias difíciles, donde los más pequeños son a menudo víctimas de fragilidades y problemas que no podemos subestimar. De hecho, en mucha mayor medida que en el pasado, las escuelas y los servicios de salud tienen que contar con niños ya puestos a prueba por muchas dificultades, con jóvenes ansiosos o deprimidos, con adolescentes que toman los caminos de la agresividad o la autolesión. Además, según la cultura eficientista, la infancia misma, como la vejez, es una “periferia” de la existencia.
Cada vez con más frecuencia, los que tienen la vida por delante son incapaces de mirarla con una actitud confiada y positiva. Precisamente a los jóvenes, que en la sociedad son signos de esperanza, les cuesta trabajo reconocer la esperanza en sí mismos. Esto es triste y preocupante. «Por otra parte, cuando el futuro es incierto e impermeable a los sueños; cuando los estudios no ofrecen oportunidades y la falta de trabajo o de una ocupación suficientemente estable amenazan con destruir los deseos, es inevitable que el presente se viva en la melancolía y el aburrimiento» (Bula Spes non confundit, 12).
No es aceptable lo que desgraciadamente en los últimos tiempos hemos visto casi a diario, es decir, niños que mueren bajo las bombas, sacrificados a los ídolos del poder, de la ideología, de los intereses nacionalistas. En realidad, nada vale la vida de un niño. Matar a los pequeños significa negar el futuro. En algunos casos, los mismos menores son obligados a combatir bajo los efectos de drogas. Incluso en los países donde no hay guerra, la violencia entre bandas criminales resulta igual de mortífera para los niños y a menudo los deja huérfanos y marginados.
También el individualismo exacerbado de los países desarrollados es deletéreo para los más pequeños. A veces son maltratados o incluso reprimidos por quienes deberían protegerlos y alimentarlos; son víctimas de peleas, de angustias sociales o mentales y de las adicciones de sus padres.
Muchos niños mueren como migrantes en el mar, en el desierto o en las muchas rutas de viajes de desesperada esperanza. Muchos otros sucumben por la falta de cuidados o por diversos tipos de explotación. Son situaciones diferentes, pero ante las que nos hacemos la misma pregunta: ¿cómo es posible que la vida de un niño tenga que terminar así?
No. No es aceptable y debemos resistirnos a la habituación. La infancia negada es un grito silencioso que denuncia la iniquidad del sistema económico, la criminalidad de las guerras, la falta de atención médica y de educación escolar. La suma de estas injusticias pesa sobre todo sobre los pequeños y los más débiles. En el contexto de las Organizaciones Internacionales se le llama “crisis moral mundial”.
Hoy estamos aquí para decir que no queremos que todo esto se convierta en una nueva normalidad. No podemos aceptar acostumbrarnos a esto. Algunas dinámicas mediáticas tienden a hacer a la humanidad insensible, provocando un endurecimiento general de las mentalidades. Corremos el riesgo de perder lo que es más noble del corazón humano: la piedad, la misericordia. Más de una vez hemos compartido esta preocupación con algunos de ustedes que son representantes de comunidades religiosas.
Hoy, más de cuarenta millones de niños son desplazados por los conflictos y alrededor de cien millones no tienen una morada fija. Existe el drama de la esclavitud infantil: cerca de ciento sesenta millones de niños son víctimas de trabajos forzados, de la trata, de abusos y explotación de todo tipo, incluidos los matrimonios forzados. Hay millones de niños migrantes, a veces con las familias, pero a menudo solos: el fenómeno de los menores no acompañados es cada vez más frecuente y grave.
Muchos otros menores viven en el limbo por no haber sido registrados al nacer. Se calcula que aproximadamente ciento cincuenta millones de niños “invisibles” no tienen existencia legal. Esto es un obstáculo para tener acceso a la educación o a la atención de salud, pero sobre todo para ellos no existe la protección de la ley y pueden ser fácilmente maltratados o vendidos como esclavos. ¡Y esto ocurre! Recordemos a los pequeños Rohinghya, que a menudo les cuesta trabajo hacerse registrar, a los niños indocumentados en la frontera con los Estados Unidos, primeras víctimas de ese éxodo de desesperación y esperanza de miles que suben del Sur hacia Estados Unidos, y a muchos otros.
Lamentablemente, esta historia de opresión de los niños se repite: si preguntamos a los ancianos, abuelos y abuelas, por la guerra que vivieron cuando eran niños, emerge de su memoria la tragedia: la oscuridad – todo es oscuro durante la guerra, los colores casi desaparecen –, los olores repugnantes, el frío, el hambre, la suciedad, el miedo, la vida vagabunda, la pérdida de los padres, de la casa, el abandono, todo tipo de violencia. Crecí con los relatos de la Primera Guerra Mundial, contados por mi abuelo, y esto me abrió los ojos y el corazón al horror de la guerra.
Mirar con los ojos de quienes vivieron la guerra es la mejor manera de comprender el inestimable valor de la vida. Pero también escuchar a los niños que hoy viven en la violencia, en la explotación o en la injusticia sirve para reforzar nuestro “no” a la guerra, a la cultura del descarte y del beneficio, en la que todo se compra y se vende sin respeto ni cuidado por la vida, especialmente por aquella pequeña e indefensa. En nombre de esta lógica del descarte, en la que el ser humano se hace todopoderoso, la vida naciente se sacrifica mediante la práctica homicida del aborto. El aborto suprime la vida de los niños y corta la fuente de la esperanza de toda la sociedad.
Hermanas y hermanos, es importante escuchar: debemos darnos cuenta de que los niños pequeños observan, comprenden y recuerdan. Y con sus miradas y sus silencios nos hablan. ¡Escuchémoslos!
Queridos amigos, les agradezco y los animo a valorar al máximo, con la ayuda de Dios, la oportunidad de este encuentro. Pido para que su contribución pueda ayudar a construir un mundo mejor para los niños y, por tanto, ¡para todos! Me da esperanza el hecho de que estemos aquí, todos juntos, para poner en el centro a los niños, sus derechos, sus sueños, su exigencia de futuro. ¡Gracias a todos ustedes y que Dios los bendiga!
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