CATEQUESIS DEL PAPA: EL EJEMPLO DE MARÍA NOS ENSEÑA A CREER Y ESPERAR (05/02/2025)
Jesucristo nuestra esperanza. I. La infancia de Jesús. 4. «Bienaventurada tú que has creído» (Lc 1, 45). La Visitación y el Magnificat
Queridos hermanos y hermanas, buenos días:
Contemplamos hoy la belleza de Jesucristo, nuestra esperanza, en el misterio de la Visitación. La Virgen María visita a Santa Isabel; pero es sobre todo Jesús, en el vientre de la madre, quien visita a su pueblo (cf. Lc 1, 68), como dice Zacarías en su himno de alabanza.
Después del asombro y la maravilla por lo que le fue anunciado por el Ángel, María se levanta y se pone en camino, como todos los llamados en la Biblia, porque «el único acto con el que el hombre puede corresponder al Dios que se revela es el de la disponibilidad ilimitada» (H.U. von Balthasar, Vocazione, Roma 2002, 29). Esta joven hija de Israel no elige protegerse del mundo, no teme los peligros y los juicios de los demás, sino que sale al encuentro de los demás.
Cuando nos sentimos amados, se experimenta una fuerza que pone en movimiento el amor; como dice el apóstol Pablo, «el amor de Cristo nos posee» (2 Cor 5, 14), nos impulsa, nos mueve. María advierte el impulso del amor y va a ayudar a una mujer que es pariente suya, pero que es también una anciana que acoge, después de una larga espera, un embarazo inesperado, difícil de afrontar a su edad. Pero la Virgen va con Isabel también para compartir la fe en el Dios de lo imposible y la esperanza en el cumplimiento de sus promesas.
El encuentro entre las dos mujeres produce un impacto sorprendente: la voz de la “llena de gracia” que saluda a Isabel provoca la profecía en el niño que la anciana lleva en su vientre y suscita en ella una doble bendición: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1,42). Y también una bienaventuranza: «¡Bienaventurada la que ha creído en el cumplimiento de lo que el Señor le ha dicho!» (v. 45).
Ante el reconocimiento de la identidad mesiánica de su Hijo y de su misión como madre, María no habla de sí misma, sino de Dios, y eleva una alabanza llena de fe, esperanza y alegría, un cántico que resuena cada día en la Iglesia durante la oración de las Vísperas: el Magnificat (Lc 1, 46-55).
Esta alabanza al Dios Salvador, surgida del corazón de su humilde sierva, es un solemne memorial que sintetiza y cumple la oración de Israel. Está entretejida de resonancias bíblicas, signo de que María no quiere cantar “fuera del coro”, sino sintonizar con los padres, exaltando su compasión por los humildes, esos pequeños a los que Jesús en su predicación declarará «bienaventurados» (cf. Mt 5, 1-12).
La presencia masiva del motivo pascual hace del Magnificat también un canto de redención, que tiene como trasfondo la memoria de la liberación de Israel de Egipto. Los verbos están todos en pasado, impregnados de una memoria de amor que enciende de fe el presente e ilumina de esperanza el futuro: María canta la gracia del pasado, pero es la mujer del presente que lleva en su vientre el futuro.
La primera parte de este cántico alaba la acción de Dios en María, microcosmos del pueblo de Dios que se adhiere plenamente a la alianza (vv. 46-50); la segunda recorre la obra del Padre en el macrocosmos de la historia de sus hijos (vv. 51-55), a través de tres palabras clave: memoria – misericordia – promesa.
El Señor, que se inclinó sobre la pequeña María para hacer en ella “grandes cosas” y convertirla en madre del Señor, comenzó a salvar a su pueblo a partir del éxodo, acordándose de la bendición universal prometida a Abraham (cf. Gen 12, 1-3). El Señor, Dios fiel para siempre, ha derramado un torrente ininterrumpido de amor misericordioso «de generación en generación» (v. 50) sobre el pueblo fiel a la alianza, y ahora manifiesta la plenitud de la salvación en su Hijo, enviado para salvar al pueblo de sus pecados. Desde Abraham hasta Jesucristo y a la comunidad de los creyentes, la Pascua aparece así, como la categoría hermenéutica para comprender toda liberación posterior, hasta a aquella realizada por el Mesías en la plenitud de los tiempos.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos hoy al Señor la gracia de saber esperar el cumplimiento de todas sus promesas; y que nos ayude a acoger en nuestras vidas la presencia de María. Poniéndonos en su escuela, que todos podamos descubrir que toda alma que cree y espera «concibe y engendra al Verbo de Dios» (San Ambrosio, Exposición del Evangelio según San Lucas 2, 26).
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